En la segunda entrega de la serie periodística sobre la Impunidad en los crímenes LGBTI en Honduras presentamos el caso de German Mendoza, quien estuvo casi dos años preso por una muerte que no cometió

La impunidad es un monstruo hambriento que a veces no queda satisfecho destruyendo a una sola persona y busca saciarse desbaratando varias vidas al mismo tiempo.

Eso fue lo que les hizo a Walter Orlando Tróchez y German Mendoza al dejar sin castigo a los verdaderos asesinos de Walter y desviar la culpa de su crimen hacia su amigo German.

Los dos se conocieron entre 2004 y 2005, cuando Indyra Mendoza, coordinadora de la organización lésbica Cattrachas, los presentó. De inmediato nació la simpatía mutua: los unía su deseo de trabajar en favor de los derechos humanos y de los sectores más desfavorecidos de la sociedad hondureña. Sentían igual pasión por ayudar a los enfermos, los pobres y los rechazados.

Antes de que sus vidas coincidieran, Walter ya tenía años de trabajar para instituciones dedicadas a la protección de personas con VIH, ya que él era VIH positivo. Era un sobreviviente. Nacido en Choluteca en 1982 y criado en Tela, perdió a su madre cuando ella lo dio a luz. Su padre se fue a Estados Unidos y su abuela fue quien se hizo cargo de su crianza. Walter se infectó de VIH en su adolescencia y llegó a Tegucigalpa en busca de ayuda para mejorar su estado de salud. Trabajadores de varias asociaciones de auxilio como la Asociación Para Una Vida Mejor (Apuvimeh) que le ayudaron a encontrar tratamiento y, con el paso del tiempo, su salud mejoró.  Walter estaba agradecido con quienes lo ayudaron y conmovido por la situación de quienes se encontraban en su misma condición. Así fue como decidió convertirse en activista y laborar para la Asociación de Personas Viviendo con VIH-sida en Honduras (Asonapvsidah).

La vida de German, nacido el 28 de junio de 1982, era diferente a la de Walter. German tenía cuatro hermanos y su mamá había hecho de madre y padre para criarlos con lo mejor dentro de sus posibilidades.

La amistad entre ambos se fortaleció con el trabajo conjunto por las personas desfavorecidas. En una de las muchas ocasiones en que se dedicaron al trabajo social que tanto los absorbía, Walter, que trabajaba para Apuvimeh, y German se unieron durante un año, de 2007 a 2008, para conseguir e instalar ventiladores y tela metálica en las ventanas en el pabellón de enfermos de VIH del Hospital del Tórax, cuidar y bañar a los pacientes, conseguirles comida y juegos, pagar los entierros de los que iban muriendo.

Al final de ese año de trabajo social, German tuvo uno de sus primeros problemas con las autoridades hondureñas cuando un grupo de policías ejercieron sobre él violencia sexual. El mismo trato le dieron a la persona que iba con él esa noche por una calle de Tegucigalpa. German denunció el hecho, pero la fiscalía no le hizo caso. En vez de justicia, recibió indiferencia. La policía comenzó a hostigarlo y las llamadas telefónicas para amenazarlo se multiplicaron. Las amenazas se convirtieron en atentados cuando tirotearon el edificio de la funeraria donde, por esos días, German estaba trabajando.

Igual que a tantos otros hondureños perseguidos por la delincuencia, uniformada o no, a German no le quedó más camino que el del autoexilio. En 2008 hizo el viaje a Estados Unidos, pero se quedó a medio camino: en México.

Mientras tanto, Walter, preocupado desde muy joven por las personas a quienes la injusticia del sistema se lleva de encuentro, estaba trabajando más que nunca como activista en favor de los derechos humanos. Su trabajo en veeduría social era importantísimo para él. Planeaba crear su organización para asegurarse de que se estaban usando limpiamente los fondos destinados a instituciones en pro de la comunidad LGBTI. Su trabajo despertaba tanto la admiración de quienes lo apoyaban y resultaban beneficiados como el rechazo de los que preferían manejar los recursos a su manera.

En México, después de dos primeras semanas problemáticas, German comenzó a encontrar empleo. No andaba con remilgos y agarraba lo que le saliera. Desde mediados de 2008, cuando llegó a San Luis Potosí, hasta entrado 2009, trabajó de chalán, acarreando masa y tortillas en una tortillería, pintó apartamentos, hizo de albañil y cocinero. En Honduras había aprendido a cocinar siguiendo las indicaciones de las recetas que encontraba en libros y revistas, perfeccionándolas, agregándoles un giro personal. Durante unos meses trabajó en un restaurante en México, pero el dueño del local no le pagó tres meses. En San Luis Potosí pudo, por primera vez en su vida, hacer lo que en Honduras jamás había podido hacer: tomarse de la mano y besarse con otro hombre en público.

En junio de 2009 ocurrió un suceso que alteró las vidas de los dos amigos.

El destino es muchas veces cruel. Separó durante años a German y Walter y, cuando volvió a unir de algún modo sus vidas, lo hizo para destruirlas.

El 28 de junio de 2009, el golpe de Estado en Honduras que sacó del poder a Manuel Zelaya Rosales para sustituirlo por el gobernante de facto Roberto Micheletti le dio un giro a la existencia de Walter Tróchez. Siempre se había dedicado a luchar por sus compatriotas desde su trabajo como promotor de derechos humanos de la comunidad LGBTI y de los personas con VIH, pero los hechos de junio de ese año y la situación política hondureña lo hicieron tomar decisiones que fueron, tal vez, las que acabaron con su asesinato.

Durante los primeros cinco meses que duró el golpe, Walter duplicó sus esfuerzos por ayudar a personas LGBTI arrestadas por las autoridades del nuevo régimen, víctimas a las que capturaban en Tegucigalpa y aparecían encarceladas lejos de la capital, en Olancho o Danlí. Comenzó a publicar escritos en redes sociales fustigando al gobierno golpista que fueron recogidos en forma de libro digital a finales de 2009.

El primer atentado grave contra Walter ocurrió en julio de 2009, cuando participaba en una protesta frente al Congreso Nacional en Tegucigalpa. Lo arrestaron, lo interrogaron en busca de nombres de integrantes de la resistencia y le dieron una golpiza hasta quebrarle la clavícula. El segundo intento de callarlo fue el 4 de diciembre de ese año. Varios hombres con la cabeza cubierta lo interceptaron, pero Walter se las ingenió para huir. Para dejar constancia del ataque, Walter se tomó fotografías en las que se le ve cubierto de hematomas, con la camiseta ensangrentada.

De la tercera no logró escapar. El domingo 13 de diciembre de 2009, alrededor de las 11:00 pm, lo mataron de un tiro en el barrio El Centro de Tegucigalpa.

La madre de German había llegado el 4 de diciembre de 2009 a San Luis Potosí y, al día siguiente, ella celebró su cumpleaños. Ocho días después, estando con su mamá en México, German recibió la noticia del asesinato de Walter y de inmediato envió correos preguntando por la muerte de su amigo y por la situación de los grupos LGBTI en Honduras. La situación era caótica: al nomás morir Walter se duplicaron el hostigamiento y la vigilancia contra las instituciones de apoyo a personas LGBTI. 

A todo eso, en Honduras, las investigaciones sobre la muerte de Walter se topaban con callejones sin salida y puntos muertos. Nadie daba datos claros sobre el asesinato del joven activista de 27 años. A pesar de que Walter era un miembro destacado del movimiento de la diversidad en resistencia, desde el propio día del crimen, su caso iba camino de caer en el profundo pozo de la impunidad en que se encontraban las más de 30 muertes de personas LGBTI -incluida la de Walter- perpetradas entre 2008 y 2009. En 2008 habían muerto cinco y para diciembre de 2009 se habían sextuplicado las víctimas de asesinato pertenecientes a los grupos de la diversidad sexual.

A las 10:30 pm de ese domingo, Indyra Mendoza recibió una llamada avisándole sobre el asesinato de Walter. A su vez, ella telefoneó a varias organizaciones que trabajan por los derechos humanos, pero nadie le contestó y quienes sí le contestaron dijeron que no pensaban salir de sus casas. Todos estaban de rodillas, dice Indyra.

Los testigos contaban distintas versiones sobre el crimen del 13 de diciembre de 2009. Según uno de esos testimonios, Walter entró entre 7:00 y 8:00 pm en el supermercado La Colonia del barrio La Hoya con un hombre aún no identificado, quien podría ser uno de sus asesinos; según otros testigos, poco antes de su muerte vieron a Walter con tres policías y un hombre desconocido. Las autoridades supuestamente reaccionaron con completa indiferencia al caso de Walter. Se asegura que llamaron a los investigadores para verificar la escena del crimen, pero retardaron las pesquisas a propósito.

El asesinato de Walter seguía impune a finales de 2010, cuando German regresó brevemente a Honduras porque seguía viviendo como indocumentado en tierra mexicana y al tramitar un salvoconducto en San Luis Potosí, donde no había consulado hondureño, le concedieron dos semanas para irse de México. Pagó una multa de 1,100 pesos y volvió a Honduras. Entró sin problemas a San Pedro Sula y tramitó su visa. El 20 de octubre de 2010 regresó a México y tiempo después se convirtió en residente. Llegó a vivir cinco años en México, tenía pareja y vivía lejos del peligro de las calles hondureñas.

A comienzos de 2013 cometió uno de los peores errores de su vida: regresó a Honduras.

¿Arrestado por matar a Walter Tróchez? German no podía creer lo que le estaba sucediendo.

Las autoridades lo capturaron cuando salía del City Mall, en San Pedro Sula, el 4 de abril de 2013. Le mostraron la orden de captura, pero aquello le parecía absurdo. ¿Cómo iba a cometer un asesinato en Honduras el 13 de diciembre de 2009 si en esa fecha estaba en México? Lo primero que hizo fue llamar a su mamá para avisarle.

En el camino, los policías recibieron un aviso: “Mejor tráiganlo a la base. Los medios están preguntando por él”. German ató cabos: sospechó que el plan original no era llevarlo a la base, sino hacerlo desaparecer a medio camino entre el City Mall y las instalaciones policiales. El hermano de German era el motivo de que los policías cambiaran de idea repentinamente. Su mamá se había puesto en contacto con él después de la llamada de German y el hermano, quien es periodista, puso de inmediato en movimiento sus contactos con varios medios de comunicación para describir la situación peligrosa en la que German se encontraba.

La llamada de German le salvó la vida. Al menos momentáneamente porque, al nomás llegar a la base, los agentes empezaron a golpearlo. La golpiza fue tan fuerte que le dañaron la mácula del ojo y convirtieron a German en daltónico. Después del castigo, alguien se acercó a él para confirmarle que el plan era matarlo.

German nunca lo hubiera creído: la cárcel, al parecer, era el único sitio seguro para él.

German Mendoza pasó casi dos años encarcelado por un crimen que no cometió.

La persona que dio el testimonio decisivo en contra suya recibió a cambio la oportunidad de exiliarse en Europa. Ese testigo protegido había aportado dos retratos hablados que, cuenta German, no tenían ningún parecido con él. Según la organización Cattrachas, lo que sucedió es que se robaron el retrato hablado original y lo sustituyeron por uno que era exactamente igual a él.

La primera semana después de su arresto, German contactó a Cattrachas para que le ayudaran a aclarar su situación. Le pidió a Indyra que revelara los correos que él había mandado desde México, en los que preguntaba por Walter y por la situación de los grupos LGBTI en Honduras.

Aunque varios grupos y personas vinculadas con su caso, incluyendo investigadores estadounidenses, insinuaron, según cuenta German, su inocencia, seguía corriendo peligro de que lo mataran. La fiscal desestimó todos los alegatos a favor de él y, supuestamente para protegerle la vida, la jueza lo envió desde los separos del juzgado, donde permaneció siete días, a la penitenciaría nacional Marco Aurelio Soto, en Támara, Francisco Morazán, con una carta en la que le pedía al director de la penitenciaría que resguardara la vida del privado de libertad.

Durante 10 días de los más de 15 meses que permaneció en Támara, German estuvo en máxima seguridad, encerrado en una minúscula celda de dos metros por dos metros, gritando sin que nadie lo escuchara, peleándose con los ratones la comida que le tiraban en una bolsa de plástico. Estando en la prisión sufrió abuso sexual y torturas; según su testimonio, las golpizas de los policías le dañaron permanentemente el hombro y la rodilla. La dieta de frijoles y arroz mal cocinados lo hizo perder el sentido del gusto: habría podido comerse una libra de sal sin sentir nada. Para visitarlo en la cárcel, su madre tenía que viajar desde un día antes y hacer fila hasta las 10:00 am. Si no lograba entrar a esa hora, no le quedaba más remedio que esperar hasta las 2:00 pm y solo podía verlo media hora porque las visitas se terminaban a las 3:00.

Para salvarle la vida, la jueza decidió trasladarlo al penal de El Progreso, en el norte de Honduras, pero el traslado se atrasó varios días. El hermano de German pagó 3,000 lempiras para que, al final, pudieran llevarlo. El día del traslado, German, esposado y tirado en la paila de la patrulla policial, salió de Támara a las 10:00 am. Cuenta que los custodios se detuvieron a medio camino, en el Lago de Yojoa, le robaron 1,900 lempiras que andaba en la bolsa y con ese dinero comieron pescado frito mientras él esperaba asoleándose en la paila del carro.

En El Progreso, su situación mejoró. Al llegar barbudo y peludo al penal, un recluso le ofreció recortarle la barba y el pelo. Aunque los seis meses que estuvo en el reclusorio progreseño era un nudo de nervios y pegaba saltos cada vez que alguien se le acercaba, poco a poco se fue ganando el respeto de los privados de libertad, se dedicó a alfabetizarlos, organizó y manejó la biblioteca de la prisión. Consiguió una donación de 750 libros y la Secretaría de Educación lo nombró maestro del año. Sus alumnos de sexto, noveno y décimo grados obtuvieron excelencia académica y altas calificaciones en caligrafía, inglés, español y matématicas. German no solo mejoró la educación de los reclusos, también se involucró en las actividades sociales y organizó las celebraciones para los niños, madres y padres del penal. ”Si me toca vestirme de payaso, lo hago”, dice German, “de todos modos, la cara de payaso ya la tengo”.

En el penal, German aprendió a respetar a los reclusos, a preocuparse por su bienestar. Antes de sus dos años en prisión, pocas veces había pensado en ellos y, si los recordaba, era porque los noticieros mencionaban sus peleas y fugas. Todo eso cambió: ahí dentro, cuenta German, le tocó curar enfermos y heridos. “Los costuraba con cáñamo”, relata, “porque los doctores los devolvían sin suturarlos”.  Estando encarcelado ayudó a una transexual condenada a alcanzar su libertad bajo palabra con ayuda de Cattrachas.

El martirio de German terminó en 2015.

Cattrachas apoyó desde el principio al defensor público, pero este abandonó el caso. Después le asignaron a otra defensora y jamás tuvo comunicación con German ni la organización. A dos meses de celebrarse el juicio oral y público se contrató al defensor privado Erasmo Jiménez. Durante el juicio, el Ministerio Público presentó dos testigos protegidos y por la defensa llegó un amigo de German que le ofreció posada en la casa de su familia en México. También declaró su madre.

El 23 de marzo, la jueza reclamó por la tardanza en resolver el caso y dos días después le dio la libertad condicional a German.

A dos días del fallo, defensores de la comunidad LGBTI pidieron anular la decisión de la jueza. El Ministerio Público presentó, el 7 de diciembre de 2015, un recurso de casación para anular el juicio. Exactamente desde hace un año, la Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia de Honduras declaró no ha lugar el recurso de casación presentado por la fiscalía, lo que significa que dejan la sentencia de libertad firme.

El asesinato de Walter Tróchez sigue impune.

Las autoridades trataron al principio de hacer pasar su muerte por un crimen pasional, pero la teoría se les vino abajo.

El investigador Javier Acevedo dice que, hasta donde él sabe, no ha habido investigación para encontrar a los responsables del crimen de Walter porque entre ellos se incluye a quienes atentaron contra él una semana antes y a quienes lo perseguían.

Hay tantos casos y tan pocos investigadores, agrega Acevedo, que no se llega a solucionar el 10% de los crímenes. De 100 casos que llegan al Ministerio Público, menos de 10 se investigan y se castiga a un culpable.

Walter está enterrado en el cementerio Amor Eterno de Tegucigalpa. A ocho años de su muerte, su crimen sigue sin resolverse.    

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