Dunia Orellana[1]

Con su perfil académico y profesional podría vivir cómodamente en el extranjero, pero prefirió quedarse en Honduras para ofrecer un mejor futuro a los jóvenes que han sido marginados por la sociedad. Es ingeniero y profesor, acumuló cientos de anécdotas que hacen su plática vivaz y apasionante e incluso aprendió a apreciar las cualidades de música urbana como el reguetón y la utilidad de las herramientas digitales. Con tanta experiencia a sus espaldas, sigue siendo modesto y asegura que no le ha enseñado nada a nadie y que, al contrario, los demás han sido sus maestros.

Fernando Ferrera está por cumplir sesenta y cinco años de edad y sigue haciendo lo que ha hecho siempre: ayudar al prójimo. Para este sampedrano padre de tres hijos, abuelo de cinco nietos y casado desde hace treinta y ocho años con Margarita Pineda, su misión más importante es cambiar permanentemente la vida de la gente. “Para mejorarla, por supuesto”, agrega.

La suya no es solo una misión, sino una pasión que lo ha hecho viajar fuera de las fronteras de Honduras y ha regresado siempre a su tierra con la impresión de que los hondureños son brillantes, capaces y sobresalientes en el estudio y el trabajo. Tiene, como es de esperar, docenas de anécdotas que respaldan esa idea.

Para ser quien es ahora, Ferrera pasó, según sus palabras, por tres etapas en su vida. “La primera etapa fue en la industria, como ingeniero. La segunda en la universidad como maestro y la tercera en el área de desarrollo como director de la Fundación para el Desarrollo de Honduras (FUNADEH)”, dice. Pero el comienzo de su formación se remonta, por supuesto, a muchos años antes.

“Mi abuela me enseñó a leer”

Nacido en la clínica Bendaña de San Pedro Sula el 21 de febrero de 1954, Fernando Enrique Ferrera Murillo es hijo de Bertha y Héctor Ferrera y nieto de la famosa maestra, poetisa y cuentista Fausta Ferrera, integrante de la generación del treinta que incluye a célebres escritores como Froylán Turcios. Cuando Fernando tenía cuatro años, su abuela le enseñó a leer y escribir. “Ella tuvo un enorme impacto en mi vida personal y profesional”, cuenta. “No solo me enseñó a leer. Con ella aprendí que hasta en la gente mala hay algo bueno y que hay un poquito de malo en la gente buena”.

Esa formación temprana lo “enganchó” al aprendizaje. Se graduó de ingeniero mecánico electricista en el TEC de Monterrey, México, y sacó la maestría en calidad en la Universidad de Wisconsin-Madison. Su primera etapa de vida como ingeniero comenzó cuando aún era estudiante de posgrado. Ya para entonces lo apasionaba la búsqueda de la calidad en todos los ámbitos. Con el afán de implementar cambios en la empresa para la que trabajaba, Fernando envió cuarenta trabajadores, desde obreros hasta ingenieros, a formarse en Costa Rica. Cuando regresaron a Honduras, formaron doce grupos de trabajo tan creativos y productivos que desbancaron a los propios japoneses y estadounidenses en esas áreas.

 “Todos estaban sorprendidos al ver nuestras presentaciones”, relata Fernando. “Un tercio de las ganancias de la empresa se debieron a las ideas de esa gente”. Creó un programa en el que cada trabajador daba una cantidad de ideas al año. “En Estados Unidos, un empleado da doce ideas anuales y, en Japón, doscientas. Somos mejores que los gringos y peores que los japoneses, así que daremos veinticinco cada uno, les dije”.

A los 45 días, 300 empleados tenían un ritmo de trescientas cincuenta ideas anuales cada uno. Eran más de noventa mil ideas. “¡Imposible procesarlas todas!”, se ríe Fernando. Experiencias como esa cimentaron en él la idea de que el hondureño es tan brillante y capaz como el ciudadano de cualquier país desarrollado. A veces más.

Durante un viaje por California, Fernando preguntó de dónde eran los tres mil empleados de la Toyota en la región y le dijeron que seis de cada diez eran latinoamericanos y que ciento ochenta de ellos eran hondureños. Y era una empresa eficientísima. Eso lo hizo pensar en las razones de que esa gente fracasara en Honduras y fueran “estrellas mundiales” en el extranjero. Son los líderes, pensó, y no los trabajadores los responsables del fracaso. Eso sembró en él la semilla de la inquietud y lo hizo buscar formas de cooperar en la búsqueda de soluciones. Fue apenas el comienzo de un largo camino lleno de retos y éxitos.

Un encuentro en el metro

En mayo de 2018, un joven hondureño se acercó a Fernando en el metro de Los Ángeles. “En Honduras no hallaba trabajo, pero con ayuda de ustedes hallé empleo acá en Estados Unidos”, le dijo el joven. “Ahora planeo convertirme en jefe de la empresa”. Fernando estaba conmovido. Ya se habían despedido cuando el joven regresó para agregar: “Prométeme que no te vas a rendir y vas a seguir trabajando por nosotros”.

Ese encuentro casual trajo a la memoria de Fernando el trabajo de más de una década a favor de la juventud hondureña. Tan casual como esa plática en el metro fue la forma como Fernando comenzó su trabajo en la dirección de FUNADEH. Todo empezó en 2008, cuando un ex jefe suyo lo contactó para trabajar en el área social de FUNADEH. Fernando planeaba trabajar un año y terminó quedándose diez.

Pero lo que le sucedió en el metro angelino es solo una entre cientos de anécdotas de las que está cargada la estancia de Fernando al frente de uno de los principales organismos sociales en Honduras.

Muchas historias que contar 

La historia de Fernando está estrechamente ligada a las de muchas personas de zonas de San Pedro Sula, Choloma y Chamelecón adonde llega el radio de acción de FUNADEH. Una de esas historias es la de Erica, joven voluntaria de la institución.

“Estoy preocupada por la prueba del himno, así que me voy a aprender la guía de memoria”, dijo Erica, jovencita vivaz y brillante de Chamelecón, una mañana de 2010. Fernando se rio, le dijo que a nadie lo aplazaban en ese examen y reflexionó sobre el problema de la educación que obliga a aprender cosas de memoria. Se ofreció a llevarla a su casa en la colonia Ebenezer. “Es peligroso”, dijo Erica. A Fernando no le importó.

Cuando ya estaban en una de las colonias más peligrosas de Chamelecón, Fernando se tomó un café con la mamá de Erica mientras platicaban. “Allí descubrí que la llegada del director de FUNADEH a esa casa era un suceso extraordinario. También descubrí lo sencilla que es nuestra gente. Yo no les enseñé nada, pero ellos me enseñaron la sencillez y la esperanza”, dice Fernando. “Al día siguiente, Erica llegó jubilosa”.

Personas como Erica y su familia son lo que más interesa a Fernando y hace todo lo que está a su alcance  para alcanzarlas. Recuerda lo que le dijo el joven voluntario Edgardo: “Ustedes son extraños acá”. Fernando le preguntó por qué. “Por que nos escuchan”, dijo Edgardo. Fernando le dijo que tenía la cabeza al revés. “Eso no debe parecerte raro. Lo raro es que nadie los escuche, pero para pensar así tenemos que cambiar nuestras ideas”.

A veces, ese cambio de ideas puede ocurrir un poco tarde, como le sucedió a un joven de veintidós años, hermano de un voluntario de FUNADEH. El joven llegó a dejar a su hermano y se acercó a Fernando para platicar. “No tengo esperanza”, se lamentó el muchacho. Fernando le rogó que no pensara así y le ofreció ayudarle. “Vamos a armar un grupo de estudio y te aviso para que te inscribas. Tenés el mundo por delante”, le dijo.

Fernando lo esperó durante más de una semana. Al final, el hermano del muchacho le contó lo que había pasado: “Lo mataron en un tiroteo. Se tiró al suelo, pero lo alcanzó una bala perdida”.

Una pasión interminable

Tres etapas ha tenido la vida de Fernando, pero parece que queda tiempo para una cuarta etapa, tal vez la mejor y más productiva de su existencia. “El encuentro en el metro de Los Ángeles me hizo reflexionar. Me hizo ver que todavía me queda mucho que dar a Honduras desde mi nuevo trabajo como consultor independiente”. Ha visto lo que les ocurre a los jóvenes de las zonas marginales cuando buscan trabajo y quiere seguir ayudándoles a conservar la esperanza.

“Cuando en las empresas los muchachos dicen dónde viven, los rechazan y eso no puede seguir ocurriendo. Los obligan a mentir, a decir que vienen de otros barrios, de Guamilito, de El Centro”, se queja.

Con décadas de experiencia, su predisposición al servicio comunitario, su empatía natural y su valor para llegar a los sitios adonde no llegan otros, Fernando esté seguro de que puede dar mucho más a la sociedad. “En FUNADEH buscábamos todo lo que estaba a nuestro alcance para ayudar. Hay que ir, estar entre la gente, interactuar con ella, conocer sus historias y problemas, sus resentimientos y recelos”.

Ayudar a los demás es la pasión sin fin de Fernando Ferrera. En sus proyectos se ha impuesto la meta de desarrollar las habilidades y competencias de la juventud, pero sabe que por cada joven hay veinte mil jóvenes iguales. “¿Cómo podemos llegar a esos otros veinte mil?”, dice.

Esa es una pregunta que Fernando trata de responder día a día.


[1] Periodista y documentalista, consultora en comunicación y en temas de desarrollo en Honduras y Centroamérica

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