Por: SEGISFREDO INFANTE

            En diferentes momentos de mi juventud, existían dos opciones: o refugiarme en los cinematógrafos de Tegucigalpa, o bien en los libros; o viceversa. Por aquellos días entraba a contemplar películas, a precio de gallo muerto, sin ningún juicio estético previo ni mucho menos crítico. Justamente en mi adolescencia, como estudiante de secundaria de primer año en el Instituto Central, cuando la vieja Biblioteca Nacional se encontraba localizada frente al “Cine Variedades”, adopté la decisión preferencial de penetrar en sus anaqueles con el objeto de leer, estudiar y acariciar antiguas ediciones de libros de autores hondureños y extranjeros que aún se conservaban intactos. Así que nunca tuve problemas de elección en lo que se refiere a los valores nacionales y universales. Para mí existía un empalme casi natural, y continúa existiendo, entre los valores universales y los provincianos. No miraba ninguna contradicción de fondo en leer a varios autores catrachos y, simultáneamente, a los historiadores franceses; o bien a los poetas españoles, chinos, ingleses, rusos, japoneses, mexicanos, estadounidenses y argentinos, por sólo decir algo. Por eso no tengo, en la actualidad, ningún problema grave con la Filosofía europea en general; ni tampoco con el pensamiento oriental, especialmente del Cercano Oriente. Mis problemas tal vez sean con algunos autores específicos, de diversas coordenadas.

            Más tarde, ya en la segunda juventud, añadí la costumbre de leer muchos cuentos y varias novelas con cierta intensidad, y continué escudriñando algunas obras de “Filosofía” y de “Historia”. Pero también permaneció la manía de refugiarme, en mis horas libres, en varios cines del centro histórico de Tegucigalpa, como una práctica espontánea que subsistía en mi alma de cinéfilo juvenil impenitente. Los libros y las películas eran parte de mi cultura espiritual conjugada. Desde luego que comenzó a emerger en mis contemplaciones un cierto nivel crítico discriminatorio. Pude apreciar las excelentes, las regulares, las buenas, las malas y las pésimas películas que por aquellos años llegaban a Honduras. Algunas de las mejores nunca llegaron.

            La idea de refugiarme en los cinematógrafos era con la noción subconsciente de alejarme del estrés laboral semanal y del “mundanal ruïdo”, con mucha perorata política e ideológica estéril que ya comenzaba a inundar nuestro entorno. También rehuía de varios malos profesores, “como alma que se lleva el viento”. Algunos eran tóxicos, superficiales e ignorantes hasta dar náuseas. Y a otros les encantaba perseguir o acorralar a los estudiantes talentosos o brillantes, para minimizarlos, humillarlos e incluso reprobarlos, como una exteriorización de su propio complejo de inferioridad profesional. O psíquica. Con los buenos y excelentes profesores (que los había) me gustaba quedarme conversando después de las clases universitarias; o a tomar un cafecito por ahí. Debo, en este momento, recordar con buena voluntad a personajes singulares como el ex–sacerdote y licenciado Juan Antonio Vegas, profesor de filosofía medieval, raíces de latín y un gran ser humano; y al doctor Mario Felipe Martínez Castillo, experto en historia y arte coloniales de Honduras y de América Central. Los dos ya fallecidos. (A otros buenos profesores los he mencionado en otros contextos académicos más o menos personalizados).

            Pero bien. Es imprescindible confesar que en algún momento de mi vida dejé de visitar los cinematógrafos. Percibí que los nuevos filmes eran, por regla general, demasiado violentos, ruidosos, pornográficos y hasta sin sentido. Tanto ruido ensordecedor en las novísimas salas de cine generaba desconcentración y fastidio. Quizás se deba a una fisura generacional. Quizás el problema sea mío. Pero creo que el “viejo” cine, en sus diversos géneros, era a veces educativo e incluso trascendente. Hasta el cine “western” poseía un cierto nivel de calidad. Ahora se ruedan y producen películas como “Los ocho más odiados” (2014, 2015), de Quentin Tarantino, que dan ganas de vomitar. Se salva alguna que otra película del “oeste” como “Unforgiven” (“Los Imperdonables”, 1992), que a mi juicio ya es un clásico, dirigida y actuada por Clint Eastwood, acompañado de Morgan Freeman, Gene Hackman y Richard Harris.

            También abandoné, ahí por el año dos mil uno, la lectura de novelas “best sellers” que hoy inundan las librerías, por razones y motivos que he conversado con Enrique Cardona Chapas y otros amigos apasionados de la novela. Podría decirse que me he quedado con los novelistas y cuentistas clásicos. En algún momento escribiré un artículo aclaratorio sobre este asunto particular.

            Resumiendo. El cinematógrafo se convirtió, desde mi temprana edad, en una especie de refugio frente a un mundo que a veces me ha resultado incomprensible. Por otro lado el refugio sosegado de los libros clásicos continúa vigente, sobre todo los de la gran Filosofía central y de la Historia, sin excluir los libros de buena Poesía, senderos que han significado una constante durante casi toda mi vida, incluyendo la época otoñal. 

            Tegucigalpa, MDC, 02 de febrero del año 2020. (Publicado en el diario “La Tribuna” de Tegucigalpa, el domingo 09 de febrero de 2020, Pág. Siete). (También se reproduce en el diario digital “En Alta Voz”).               

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