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Nasralla: ¿Cambio de rumbo o salto al vacío político en Honduras?

Por Manuel Torres Calderón

Estamos en el último suspiro del proceso electoral. Dentro de pocos días se abrirán las urnas. Un alto porcentaje de hondureños y hondureñas se encuentran atrapados en el dilema de por quién votar o si vale la pena votar el 30 de noviembre, y en esa duda aumenta la tentación de favorecer a Salvador Nasralla. ¿Valdrá la pena? Si llega a ser así conviene lanzarse al ruedo del debate y empezar a proyectar qué Honduras puede esperarnos para los próximos cuatro años.

Nasralla es un caso curioso porque existe la falsa impresión de que le conocemos casi todo por su dilatada vida mediática, pero en realidad sabemos muy poco o casi nada. Su rastro es difícil de seguir. Muchas preguntas claves se responden vagamente: ¿A quién representa? ¿Dónde y cómo se formó su perfil ideológico? ¿A qué apuntan las élites de poder con su candidatura? ¿Hay grupos radicalizados de derecha detrás de Nasralla o es Nasralla el más radicalizado de su grupo?

Lo primero a evitar en el análisis es subestimar su capacidad, influencia e impacto. Su escalada en el escenario político no tiene parangón. La vida política de Nasralla se divide en varios períodos claves: entre 2011-2021 fundó el Partido Anticorrupción (2013), promovió la Alianza de Oposición contra la Dictadura (2017) y el Partido Salvador de Honduras (2020-2021). Es la etapa en la que se presentó como un político “outsider” de centro, con un programa basado en la lucha contra la corrupción y la impunidad.

Es también cuando estableció una alianza político-electoral compleja y transitoria con Manuel Zelaya Rosales, se dieron las condiciones para que hablaran y pactaran, aunque la polarización ideológica que los separa persistió.

El segundo período ocurrió entre 2021-2024 cuando lanzó su candidatura presidencial por la llamada Unión Nacional Opositora de Honduras (UNOH), conformada por su partido Salvador de Honduras y el PINU, para finalmente declinar a favor de una figura única de la oposición encabezada por Xiomara Castro, convirtiéndose en Designado Presidencial, cargo del cual renunció en 2024 para salir a la caza del poder por otra vía.

Nasralla afinó en esos años su perfil populista, dijo un nunca más a las alianzas con Libre, se desatendió de su propio partido Salvador de Honduras y negoció una nueva identidad partidaria.

Finalmente, el tercer período se abrió en julio de 2024 cuando mudó su piel política, abandonó su imagen de “outsider”, se subió al destartalado autobús del Partido Liberal, ganó con holgura su nominación presidencial en las primarias de marzo de 2025, dejó atrás el “centro” y concretó un giro claro hacia la extrema derecha.

Quizá, deslizando una herejía provocadora para muchos, la única personalidad con la que muestra más rasgos en común es la de Manuel Zelaya Rosales, su némesis política. Sus caminos se parecen, pero opuestos. Nasralla es un inventor de partidos políticos que termina siendo liberal, mientras que Zelaya es un liberal que termina inventando partidos. 

Sin entrar en mayores detalles al respecto, aunque el tema es tentador, los dos son políticos que desde su propios intereses y perspectivas se potencian a partir de la coyuntura crítica del Golpe de Estado de 2009, que avivan y se nutren de la polarización ideológica, capaces de remontar las situaciones más adversas, desbordados en la valoración de sí mismos y que no tienen agendas previsibles. Todo se puede esperar de ellos, incluso haber tenido un romance político en los comicios de 2017 y 2021.

Hoy, cuando siente que tiene la Presidencia al alcance de la mano, Nasralla construye su apoyo popular sobre una identidad anti Libre y de todo aquello que considere de izquierda o “comunista” y define como clave principal de su estrategia electoral la misma que Zelaya promovió en los comicios del 2021: incentivar el voto de castigo contra el partido gobernante. Pero detrás de esa retórica no hay solamente ambición personal sino un proyecto político, económico, cultural y social de país.

Nasralla y los sectores que lo respaldan retomaron hábilmente la polarización ideológica y política promovida por Libre para transformar esta elección en un referendo sobre el modelo de gestión del poder: si Rixi Moncada promete escorar al Estado más a la “izquierda”, Nasralla lo piensa llevar hacia la extrema derecha.

En ese sentido, de triunfar Nasralla no cabe esperar una transición ordenada puesto que no se trata de un simple relevo de partido sino de un giro radical de régimen. En su pensamiento político es prioritario dar paso a una nueva institucionalidad y a reemplazar lo que hasta ahora vagamente se ha llamado “refundación nacional” por lo que podríamos denominar “reconversión nacional”, una mezcla entre neoliberalismo económico y libertarismo ideológico. ¿Qué es eso?

En resultados concretos implica libre mercado total, la privatización de los bienes públicos, incluyendo los recursos naturales productivos; el Estado subsidiario, el recorte o retroceso de la libertad individual, social y política, lo que va de la mano con su rechazo a todos los movimientos sociales que defienden los derechos de las mujeres, las minorías sexuales y el laicismo en la educación, para citar unos ejemplos.

En economía es evidente su posición promercado. Es previsible por ello su rechazo a las demandas sociales relacionadas con el empleo, los salarios, el acceso a la tierra y la desigualdad económica. Para Nasralla no existen brechas estructurales en el país y reduce la desigualdad a la voluntad personal o no del ciudadano para salir de ella.

Sus propuestas de políticas públicas en seguridad van en el sentido confeso de imitar el modelo Bukele en lo que se refiere a dotar de mayores responsabilidades y recursos a fuerzas policiales, normas más estrictas y castigos más severos a cualquier infracción de la ley, pero sin que quepa esperar necesariamente los mismos resultados que en El Salvador.

En suma, a futuro, si gana en las urnas, Nasralla está más cerca de recortar o retroceder derechos que de promover sus avances.

Desde esa perspectiva lo que se avecina el 30 de noviembre es, en muchos sentidos, una batalla por la supervivencia y no será simbólica. Desde el golpe de Estado de 2009 no habíamos experimentado tanta incertidumbre. Ninguno de los gobiernos, incluyendo Libre, se propuso restaurar el Estado de Derecho y rehacer la maltrecha institucionalidad pública. El desastre actual de las instituciones electorales no ha hecho más que relevar la magnitud de nuestra crisis y la perdida de legitimidad democrática. Hoy pagamos las consecuencias.

Es lógico, entonces, que a estas alturas una buena parte de la ciudadanía sienta que ningún partido político merece un voto a su favor y que le cuesta decidir a quiénes respaldar. Seguir votando “en contra de” y no “a favor de” es una trampa eterna. Pero, ¿Dónde está la salida a ese laberinto?  Hasta ahora, desde 1982, hemos fracasado en encontrar la respuesta. Quizá hemos interpretado mal nuestra realidad y más que una pugna entre políticos, la verdadera pugna es entre los políticos y nosotros, la ciudadanía.

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