Escrito por Eugenio Sosa, analista senior del CESPAD

23 de abril, 2020

Una de las narrativas sobre la pandemia COVID-19 es que no discrimina entre clases sociales ni entre ricos y pobres. Lo que no se atreven a decir es que quien discrimina son las sociedades, los Estados. Como lo señala la académica feminista Judith Butler, «el virus por sí mismo no discrimina, pero nosotros, humanos, seguramente lo haremos, formados y animados como estamos por los poderes entrelazados del nacionalismo, el racismo, la xenofobia y el capitalismo[1]”.  Las ideas de Butler no tardaron mucho en confirmarse. En Estados Unidos existen datos que muestran que el 50% de las personas con COVID-19 son hispanos y negros, y de las muertes alcanzan el 75%[2]. El libro sobre la desigualdad de Goran Therborn fue publicado por Alianza Editorial como “La desigualdad mata” y el Fondo de Cultura Económica lo publicó bajo el título de “Los campos de exterminio de la desigualdad”. Therborn enfatiza: “la desigualdad mata. La desigualdad de estatus acorta la vida de los desiguales […]”[3]. Los diferentes hechos sociales generan diferentes narrativas y las narrativas también son parte de la realidad o del fenómeno, a pesar de que son despreciadas muchas veces bajo la acusación de ser “subjetivas”. ¡Claro que son subjetivas! pues provienen de los sujetos. No pueden ser de otra manera.

La desigualdad no aparece de manera natural, es una construcción social y política. Como se ha dicho de manera reiterada, Honduras es de los países más desiguales de América Latina, que a su vez es la región más desigual del mundo. Pero esta afirmación tiene referencias empíricas concretas: 64.7% de la población en situación de pobreza, lo que significa 5, 776,400 (casi seis millones) de personas. De la población anterior, el 41.7% se encuentra en pobreza extrema, lo que equivale a 3,725.048 (casi cuatro millones) de personas; el 38.5% de la población sobrevive con un dólar americano o menos al día, que equivale a 3, 432.746 (tres millones y medio) de personas.   Más 800 mil niños y jóvenes se encuentran sin posibilidades de estudiar y trabajar[4]. Más allá de estas cifras estadísticas, hay rostros de personas buscando trabajo, buscando sobrevivencia.

La pandemia COVID-19 se instaló sobre los escombros que a su paso ha dejado la larga y profunda noche del neoliberalismo.  La situación del sistema de salud hondureño está muy por debajo de los estándares de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Honduras tiene 9.5 camas hospitalarias por cada 10,000 habitantes, con una cobertura de 0.4 hospitales por cada 100,000 habitantes y se estima que existen 10.1 médicos por cada 10,000 habitantes. Ninguno de los 18 departamentos tiene el indicador mínimo establecido por estándares internacionales que es de 25 médicos por cada 10 mil habitantes. En el caso de las enfermeras es aún más bajo. Es de 2 por cada 10 mil habitantes y 8 auxiliares de enfermería por cada 10 mil habitantes. Lo que recomienda la OMS es de 50 enfermeras por cada 10 mil habitantes[5].

En Honduras el derecho a la salud no va más allá de una buena idea constitucional. El artículo 145 de la Constitución reconoce “El derecho a la protección de la salud. El deber de todos a participar en la promoción y preservación de la salud personal y de la comunidad. El Estado conservará el medio ambiente adecuado para proteger la salud de las personas”. En su artículo 149, establece que “El Poder Ejecutivo, por medio del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social, coordinará todas las actividades públicas de los organismos centralizados y descentralizados de dicho sector, mediante un Plan Nacional de Salud, en el cual se dará prioridad a los grupos más necesitados. Corresponde al Estado supervisar las actividades privadas de salud conforme a la ley[6]”. Se necesita una reforma profunda del sector salud para acercarse al cumplimiento del mandato constitucional, pero los cambios que se han impulsado como las concesiones al sector privado y ONGs son de orientación neoliberal, que precariza aún más el derecho a la salud del pueblo hondureño.

Según el Plan Nacional de Salud 2014 – 2018, gran parte de los recursos del Sistema de Salud de Honduras se encuentran en una etapa de descentralización, especialmente los hospitales.  Se han descentralizado 10 de un total de 28 hospitales y un Instituto Nacional Cardiopulmonar.  En Tegucigalpa existen 4 clínicas llamadas periféricas (CLIPER). El mapa de cobertura de la Secretaría de Salud es del 60%. Unos 934 médicos laboran en el IHSS, unos 3,035 para la Secretaría de Salud y más de 7,000 médicos están desempleados o no trabajan en ninguna de las dos instituciones[7].

Una fotografía del drama del sistema de salud se encuentra en un informe del 2018 del Comisionado Nacional de los Derechos Humanos (CONADEH), donde evidencia que: “Honduras es uno de los países con las tasas de cobertura hospitalaria más bajas a nivel regional e internacional. En base a la población de 2017, la tasa fue de 0.78 camas por cada mil habitantes. Esta cifra se encuentra por debajo del promedio de América Latina que es de 2-3 camas por cada mil habitantes. Ésta es una de las principales razones por la que muchas de las personas que ingresan a los establecimientos no son atendidas o tienen que esperar largas horas o días. Durante la inspección en el año 2018, se observaron pacientes en el suelo, cuatro personas descansando en una misma cama, personas atendidas en sillas y familiares esperando en el suelo”[8].

Esta precarización del sistema de salud, tiene mayores impactos negativos en los grupos desiguales y excluidos. Como lo sostiene CONADEH, “los grupos en condición de vulnerabilidad son los principales grupos de personas afectados por la falta de atención y de trato digno, de insumos, medicamentos, y los principales afectados por cualquier problemática que se presente en cada establecimiento. Las denuncias interpuestas por estas personas ante el CONADEH reflejan que los grupos de mujeres, niñez, personas con discapacidad y adultos mayores, son, en general, las personas más afacetadas por el sistema de salud en Honduras”[9]. Esta situación de desigualdad que sufren los sectores más excluidos ante el sistema de salud, se profundiza en los momentos de crisis como la del COVID19.

La educación es uno de los sectores fuertemente golpeados por el COVID-19, en un sistema educativo que se ha caracterizado por ser desigual y excluyente. Para el 2019, aproximadamente 900 mil (casi un millón) menores entre 3 y 17 años estaban fuera del sistema educativo. La desigualdad no es sólo económica y social, también es tecnológica. “Solamente el 16.6% de los hondureños tienen acceso a internet en su casa, y apenas el 12.8% acceden a este servicio desde una computadora y el 87.2% lo hacen desde un teléfono móvil o celular”[10]. En este contexto de desigualdad, ¿qué posibilidades hay de enfrentar los desafíos educativos desde una situación de cuarentena en el contexto del COVID-19? Las posibilidades son nulas o casi nulas. O en todo, caso significa seguir reproduciendo una educación pobre para pobres.

Las medidas económicas que ha tomado el gobierno están orientadas, sobre todo a favorecer al sector empresarial, incluyendo a los grandes productores agrícolas y en menor medida a los trabajadores formales de la economía, quienes tienen un empleo y un salario permanente, con medidas como la “aportación solidaria”. Sin embargo, al sector informal de la economía y los que sobreviven de sus actividades e ingresos diarios, la única media es el “saco solidario”, que se ha entregado en medio de denuncias de clientelismo político o de no llegar a los beneficiarios.

En el contexto de COVID19 se ha denunciado al gobierno por gestionar la crisis de manera opaca, sin transparencia y sin rendición de cuentas. También se han denunciado actos de corrupción a través de la compra de equipo biomédico sobrevalorado, como se está conociendo con las compras realizadas por COPECO. La corrupción, en tanto drena las finanzas públicas que deberían destinarse para bien común y los traslada a grupos y redes que tienen poder y recursos, amplía la brecha de la desigualdad y la exclusión.

Los desiguales enfrentan una situación difícil desde el momento mismo de la pandemia y seguro son los que más sufrirán las consecuencias en la post-pandemia. Los que viven o sobreviven con los ingresos diarios, enfrentan la disyuntiva de desobedecer la cuarentena, exponerse al contagio del COVID-19 y salir a la calle a buscar comida o mantenerse en la cuarentena acosados por el hambre y las carencias, suyas y de sus familias. Si la curva del contagio se dispara hacia el peor escenario que han previsto los expertos, los millones de empobrecidos serán quiénes se llevarán la peor parte. En uno de los peores escenarios, los expertos proyectan que de los 3.5 millones de personas viviendo en los principales centros urbanos, el contagio sería de un 20% que equivaldría a 700 mil personas. El 80% serán personas con síntomas débiles o asintomáticos, lo que equivaldría a unas 560 mil, el 5% llegarían a un estado crítico y requerirían ingreso a las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI), equivalentes a unas 35 mil personas y 25% de ellas requerirían ventilación mecánica, equivalentes a unas 8,750 personas[11].

Los sectores medios, que en su mayoría mantienen ingresos aún en la cuarentena, y los medios de comunicación, producen un discurso que criminaliza los excluidos, les consideran irresponsables por no seguir la cuarentena y sus medidas, y hasta aplauden las fuerzas del orden cuando les someten y hacen cumplir las reglas de no circulación. Hay una diferencia muy grande entre tener movilización un día a la semana para ir al sistema financiero y supermercados para abastecerse, y tener que salir a la calle para conseguir los recursos con los que se alimentará la familia ese día. Para los excluidos, la calle no es un espacio de esparcimiento o simple tránsito. Para los excluidos la calle es el espacio vital de reproducción de sus condiciones precarias de vida.

Es importante anotar que esta situación de desigualdad y exclusión es un acumulado histórico y estructural durante años y décadas. No aparece con la pandemia, COVID-19 sólo la profundiza y desnuda de manera cruda. ¿Qué salidas han tenido millones de personas del pueblo hondureño ante esta situación? Las salidas han sido la migración irregular internacional masiva, la economía de la violencia, el fundamentalismo religioso, la sobrevivencia día a día en la economía informal y la rebelión a través de los movimientos sociales. En el contexto de la pandemia, de la cuarentena en particular, varias de estas válvulas de escape se han cerrado, como la migración internacional y otras. Esta situación ha llevado a dos formas de rebelión o desobediencia civil. Una de ellas es salir a la calle a buscar la sobrevivencia diaria como lo han hecho toda su vida. La mejor imagen de este tipo de desobediencia son las agrupaciones masivas en los mercados y calles del Distrito Central y de San Pedro Sula, ante la cual el gobierno ha mostrado cierta permisividad.

La otra forma de rebelión son las protestas en los territorios urbanos excluidos, demandando sobre todo alimentación, aunque también se han desarrollado protestas en mucha menor cantidad, de los trabajadores de la salud demandando equipo biomédico[12]. Las demandas o peticiones en la mayoría de estas protestas son básicas, solicitan que el gobierno cumpla llevándoles alimentos a través del “saco solidario”. Hay quienes desde diferentes miradas pronostican posibles estallidos sociales. Sin embargo, éstos “no se ven a la vuelta de la esquina”, primero porque si consideramos las protestas que tiene registradas el CESPAD, que son 128 entre el 18 de marzo y el 17 de abril, son 4.26 protestas por día, caracterizadas por ser de pequeños grupos y dispersas. Además, las protestas no tienen una tendencia creciente sostenida ni en cantidad de eventos ni en masificación de los participantes. En segundo lugar, el miedo al contagio de la pandemia limita que algunas personas desafíen el orden y cuando lo desafían es más probable que lo hagan desarrollando alguna actividad de sobrevivencia en la calle, que tomando el riesgo de participar en las protestas. Finalmente, en tercer lugar, estas protestas carecen del acompañamiento de otros sectores como defensores de los derechos humanos, gremios, estudiantes, organizaciones populares y partidos políticos, pues estos actores se encuentran viviendo su propia cuarentena, en la incertidumbre y esperando que Juan Orlando Hernández autorice a la ansiada “normalidad”.

Descargar: Análisis17 – CESPAD

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