Rodrigo Soberanes / Quinto Elemento Lab / El Faro

El municipio chiapaneco que saltó a los titulares como territorio de disputa del crimen organizado es desde hace años un centro de trata donde mujeres hondureñas son explotadas sexualmente y paren hijos sin nacionalidad. Esta es la historia de un negocio ilícito que opera en la impunidad, de sus víctimas, de las parteras que les brindan cuidados y también de mujeres que lograron fugarse de sus captores. Este reportaje fue elaborado por Quinto Elemento Lab con la colaboración editorial de El Faro y las ilustraciones de Brunóf.

En una calle de Frontera Comalapa, en Chiapas, en el límite de México con Guatemala, está la casa de parto, donde Ana y Rosa, dos hermanas hondureñas, esperan para ver a su amiga Daniela, que acaba de parir a su bebé.

“Ya nos queremos ir”, dice Rosa, agobiada. Ana está de acuerdo. Llegaron hace cerca de cuatro horas y ya les pesa el calor y la humedad. 

El tiempo que pueden pasar fuera de su vivienda es limitado. Miran hacia la entrada constantemente, en estado de alerta. Ese día de noviembre de 2021 se encuentran ahí para acompañar a Daniela, pero ahora se les agotan los minutos porque sus vidas están bajo el control de alguien más, un hombre al que describen como poderoso y violento.

Ana, de 21 años, le llama “mi mexicano”. Rosa, cuatro años mayor, se tensa y respira hondo al escucharla. Ninguna de las dos menciona su nombre. Es integrante de un grupo criminal y tiene, además, una relación con Ana. Es el padre de su hija.

A esta casa de parto acuden tanto mujeres de la región como de la vecina Guatemala y, desde hace más de quince años, víctimas de trata de origen hondureño. Es una sencilla construcción de block y cemento con un cuarto de espera y otro para parir. El retrete y el lavabo están afuera, en un fresco jardín más amplio que la vivienda.

Las tres jóvenes trabajan forzadas en bares y cantinas de Frontera Comalapa –nombre del municipio y de su población principal–, donde la delincuencia organizada ha construido un lucrativo negocio de trata de mujeres hondureñas con fines de explotación sexual.

Por trata de personas se entiende “la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad, o a la concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra, con fines de explotación”, de acuerdo con el Protocolo de Palermo, adoptado por la ONU en 2000. Puede incluir la explotación sexual, los trabajos o servicios forzados, la esclavitud, la servidumbre y la extracción de órganos. 

Frontera Comalapa saltó a los titulares el pasado 23 de septiembre, cuando hombres armados identificados como integrantes del Cártel de Sinaloa desfilaron con vehículos artillados entre una muchedumbre que celebró su victoria sobre el grupo rival, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Ambas organizaciones luchan por el control del tráfico de drogas, armas y migrantes en la frontera.

El Cártel de Sinaloa tiene una presencia en la zona que se remonta a finales de los años ochenta. Pero fue en 2018, año electoral, cuando la violencia entre los grupos delictivos se intensificó, según un reportaje de Avispa Midia. La llegada del partido Morena coincidió con la incursión del CJNG.

Para realizar este reportaje, en el que la mayoría de los nombres son ficticios por razones de seguridad, se entrevistó a víctimas de trata en Frontera Comalapa, a testigos del delito, a miembros de organizaciones que documentan estos hechos, y a parteras del lugar, un total de dieciséis fuentes; se hicieron además recorridos por la ruta migratoria desde 2017 hasta 2022, y por el municipio chiapaneco entre 2019 y 2022.

‘Con nosotros o contra nosotros’

Durante años, Josefina auxilió a mujeres víctimas de trata en Frontera Comalapa. Hasta que en 2018 empezaron a llegar mujeres hondureñas “a salto de mata”, tras verse obligadas a salir huyendo de las “cuarterías” –vecindades, hoteles pequeños o construcciones hechas al vapor, con numerosas habitaciones pequeñas para alquilar– en las que vivían, porque el orden criminal había cambiado. Comenzaba la pelea entre el Cártel de Sinaloa y el CJNG.

En 2022 decidió irse del lugar; sabía que era inminente el recrudecimiento de la violencia entre los cárteles que se disputaban el control del territorio. 

Esta lucha causó en mayo de 2023 el desplazamiento de más de 3,000 personas, que abandonaron sus comunidades para escapar de la violencia. La población de Frontera Comalapa tenía dos opciones, según los testimonios publicados: huir o acatar las órdenes del CJNG a través del Maíz, acrónimo del grupo Mano Izquierda, considerado la base social del cártel.

Dos años antes, en agosto de 2021, las vías principales de acceso a Frontera Comalapa –la entrada desde San Gregorio Chamic y la salida hacia Motozintla– habían sido cerradas por integrantes del cártel de Jalisco. “Los grupos del narco que tenían el dominio agarraron a todas las organizaciones, tanto civiles como campesinas, comerciantes y demás. Se afianzaron y dijeron: ‘A ver, banda, ustedes están con nosotros o contra nosotros’”, me explicó entonces un habitante del lugar. 

Un gran número de organizaciones se disolvieron para integrarse al Maíz. Las combis del transporte público y los comercios tienen su logotipo. Si ocurre algún incidente, los delincuentes piden a sus integrantes que bloqueen las carreteras, que no permitan el paso.

La violencia no ha cesado. En los primeros días de enero de 2024 volvieron a registrarse enfrentamientos, cortes de energía eléctrica y bloqueo de carreteras en diferentes comunidades de Frontera Comalapa y de municipios cercanos como Chicomuselo y Motozintla. Reforma publicó que, según los pobladores, ni el Ejército ni la Guardia Nacional lograron entrar a las áreas de conflicto.

Frontera Comalapa es una zona silenciada. Tomó varios años obtener los detalles de cómo operan los tratantes. En cada paso del proceso hubo que atender recomendaciones de seguridad, sortear evasivas, fuentes que aceptaron hablar y después se arrepintieron, condiciones de anonimato y advertencias. 

Son las historias de Josefina, que durante años protegió en secreto a las víctimas del delito, y la religiosa Lidia Mara Silva de Souza, que en Honduras constató la violencia de los tratantes; de mujeres hondureñas como Ana, Rosa y Cony, que intentan escapar o se resignan al destino que las trajo a Frontera Comalapa, y de las parteras que se preocupan por su salud, para que puedan alumbrar bebés fuertes, las que permiten contar el recorrido de la trata, su punto de partida y su final, a veces luminoso, cuando logran dejar atrás a sus captores. 

La trata de personas forma parte de un negocio ilícito que, según la ONU, genera a nivel mundial ganancias de hasta 36,000 millones de dólares al año.

Limbo migrante

Rosa y Ana llegaron en 2018 a Frontera Comalapa. Tres años después, viven en una cuartería y trabajan en un céntrico bar de la población. Es una prisión sin rejas. Sus pasos son vigilados por la organización criminal que pagó para traerlas, encabezada en el municipio, según afirman, por “el mexicano”. 

“Yo tengo a mi mexicano que me maltrata. Se da cuenta de todo lo que hago, por eso ya no salgo”, dice Ana en la casa de parto, que huele a limpio y tiene un patio salpicado de piedritas que alguna vez estuvieron en un río que corre y se escucha muy cerca.

Antes de su fundación, en 1928, la población se llamaba Cushu, que en lengua mam significa “elote asado”. Otras versiones recogidas por la antropóloga Enriqueta Lerma Rodríguez afirman que Cushu se deriva de la cusha, el alcohol que producían las “fábricas de trago”. En su libro Los otros creyentes incluye un testimonio que atribuye el nombre de Frontera Comalapa a la voluntad de marcar el límite territorial con los guatemaltecos, que habrían habitado siempre en el lugar.

Fue en la segunda mitad de la década de los 90, escribe el investigador Nicanor Madueño Haon, cuando llegó la “primera ola migratoria” de hondureñas a Frontera Comalapa, que coincidió con el aumento de la militarización del estado tras el surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. El crecimiento del número de cantinas en esos años, atendidas por mujeres extranjeras, se relaciona con “el fenómeno” de la trata de personas en la región, apunta. 

En 2012, el Gobierno de Chiapas informó que en cinco años había logrado desarticular 33 bandas dedicadas a la trata de personas. Entre 2015 y septiembre de 2022, la fiscalía estatal inició 36 carpetas de investigación por ese delito, precisó vía transparencia. No contaba con información específica sobre el número de víctimas hondureñas.

El Diagnóstico sobre la situación de la trata de personas en México 2021, elaborado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) también con información de la fiscalía estatal, consigna un aumento en las cifras: entre agosto de 2017 y julio de 2021 se abrieron 62 carpetas de investigación por trata de personas en Chiapas, y se iniciaron 40 causas penales en el ámbito local, ninguna en el federal. También se reportaron 84 víctimas. Hubo cinco sentencias condenatorias y dos absolutorias, y ocho personas encarceladas en el estado por ese delito 

A nivel nacional, de acuerdo con el informe, se identificaron 3,896 víctimas de trata en el mismo periodo, de las cuales 2,934 eran mujeres. El 93 por ciento de quienes se pudo establecer su identidad eran mexicanas. La mayoría de las víctimas extranjeras eran colombianas (41), hondureñas (40) y venezolanas (38).

Dos funcionarios de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) que investigan el delito en Centroamérica aseguran que en la cadena de la trata entre Honduras y Frontera Comalapa, desde que enganchan a las mujeres hasta que son explotadas sexualmente, participan entre quince y diecisiete personas, incluidos funcionarios públicos. “Está el que capta, el que transporta, el que hospeda en los traslados, el que aloja [en el lugar de destino], la que les cocina”, explica uno en entrevista.

Quienes operan el negocio trabajan con personas que logran introducirse en el círculo íntimo de las víctimas. El primer contacto es un familiar o un amigo que se encarga de convencerlas para que se trasladen al municipio con la promesa de un trabajo bien remunerado.

Entre los dos extremos de la cadena hay hombres y mujeres que viajan con ellas. Es frecuente ver cómo los tratantes muestran varios pasaportes, acompañados de sus víctimas, en las ventanillas de los controles migratorios de Guatemala, sin que los agentes les hagan preguntas o intenten detenerlos. Están también las personas contratadas para recibirlas en ese país. Y los encargados de hoteles en los que nadie avisa a las autoridades lo que pasa dentro.

Una vez en México, después de cruzar por pasos fronterizos oficiales o no autorizados, intervienen más funcionarios y servidores públicos –agentes de migración, policías, fiscales–, que las ven y no actúan. Las víctimas quedan bajo el control de delincuentes e integrantes de grupos criminales.

Por eso hay un tránsito constante de hondureñas víctimas de trata, mujeres que, cuando se embarazan, acuden a las casas de parto en Chiapas para alumbrar a sus bebés, sin que puedan tramitar su nacionalidad debido a que el Registro Civil no reconoce los certificados de nacimiento que extienden las parteras, según el testimonio de las propias comadronas.

Para que estos certificados tengan validez, las parteras tienen que estar registradas en una institución del sector salud; si no lo están, el nacimiento debe ser asentado en una unidad de salud. En este último caso, las comadronas se limitan a entregar una hoja de alumbramiento, sin valor oficial.

Rosa es quien menos habla. Se arrulla en una mecedora; dice que ya quiere irse, pero sin ganas de pararse. Sin ganas de nada, con una tristeza de años. Viste un short y una blusa de algodón. Hoy descansa de la obligación de usar vestido y maquillarse.

Ana está sentada en el borde de un sillón de madera, con la espalda erguida y las manos en las rodillas, como lista para despegar en cualquier momento. Lleva un vestido naranja de tirantes. Está pendiente de las voces que llegan desde la calle y de los sonidos de los coches y las motos.

El encuentro con las hermanas hondureñas es una oportunidad para conocer el negocio de la trata. Una intermediaria, amiga suya, fijó con Rosa la fecha, la hora y el lugar de la entrevista. Lo que no se planeó es que su amiga Daniela pariera ese día.

La cuartería de Rosa y Ana está en el centro de la cabecera municipal, a pocas cuadras del parque central, en una zona llena de comerciantes ambulantes, taxis colectivos y combis. En sus otras habitaciones viven más muchachas hondureñas obligadas a trabajar para los tratantes.

Un día cualquiera en la calurosa y agitada Frontera Comalapa se ve a las jóvenes de camino a los bares. Su fenotipo las delata; aunque intenten pasar inadvertidas, se distinguen entre las mujeres de la región. Suelen ser más altas, con acento caribeño.

“Estas catrachas son putas, nos dicen siempre en la calle, de todas formas”, dice Rosa.

Algunas llegan caminando desde sus cuartos a un bar cercano, donde se dedican a “fichar”: cuanto más alcohol logren que consuman los clientes, mayor es su comisión. Otras toman taxis para desplazarse a cantinas de comunidades rurales.

A veces, las jóvenes no vuelven porque se escapan, desaparecen, o porque las matan y abandonan sus cuerpos en algún paraje. Muchas acaban en la fosa común del panteón municipal, según Josefina, la mujer que protege a víctimas de trata. “Aquí a cada rato matan a las mujeres y las entierran donde sea”, afirma Rosa.

Con el atardecer baja un poco el calor. Ana habla de su rabia, de que no acepta vivir engrilletada por su “pareja”, jefe del grupo delictivo –no quiso decir cuál– que la trajo a este lugar. Ya no desea vivir así, sin libertad. “Dicen que en Tijuana hay trabajo. Tengo contactos en Estados Unidos”, repite como si fuera un mantra.

Lo tiene decidido: planea huir al día siguiente a Tijuana; ya compró los pasajes para ella y sus dos hijos.

Pero no es fácil escapar de Frontera Comalapa.

Las jefas

Una noche de primavera de 2021, tres hombres y una mujer hondureños tomaron un autobús con el encargo de traer desde su país a unas jóvenes para ponerlas a trabajar en bares de Frontera Comalapa.

En el mismo vehículo que partió de La Mesilla, en Guatemala, a menos de 20 kilómetros del municipio chiapaneco, detrás del grupo de tratantes viajaba una persona que realiza trabajo de campo para el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS, por sus siglas en inglés), la primera organización internacional humanitaria que se estableció en Frontera Comalapa para atender a la población migrante forzada a quedarse en el lugar.

En el transporte público de la zona es frecuente escuchar en la radio anuncios de pastores evangélicos y curanderos que venden “milagros”, coyotes que ofrecen llevar gente a Estados Unidos, y prestamistas que facilitan el dinero para pagar al coyote. El espectro radiofónico está lleno de promesas relacionadas con la migración… y con la trata de personas.

Aquel día, los delincuentes enviaban audios a su contacto en Honduras, y ponían en altavoz sus respuestas. Su interlocutor era el primer eslabón de la cadena de trata, generalmente un pariente o amigo cercano de las jóvenes que planeaban recoger al día siguiente.

“Les decían dónde los iban a esperar, porque solo llegaba el camión a Honduras y se regresaban [en la siguiente salida]. Desde allá les decían que no se preocuparan, que [las chicas] ya estaban listas”, cuenta el empleado del JRS.

En el autobús, los tratantes respondían que las muchachas –no especificaron cuántas eran– iban a “regresar con bien”. Cuando dejaron de intercambiar audios, comenzaron a conversar. “Decían que una dueña de un bar, una jefa, les había prometido dinero por estas personas”.

Hay muchas jefas en Frontera Comalapa. Son fundamentales para el negocio porque se encargan de recibir a las jóvenes, hospedarlas durante los primeros días y contarles, cuando llega el momento, que cayeron en una trampa. El baño de realidad es a cuentagotas, porque una jefa se asegura de que las víctimas no escapen. Dominan el arte de la amenaza sutil y el chantaje; son ellas quienes las maquillan y entregan a los propietarios de los bares, aunque a veces también pueden ser las dueñas.

Sigue el relato del testigo de la conversación entre los delincuentes: “Hablaban de que les pagan muy bien. Estaban alegres y contentos. Íbamos de noche. Alguien les dijo ‘shhhh’ porque platicaban en voz alta”.

El autobús fue detenido varias veces en su camino por Guatemala por policías que subían, reconocían a los tratantes y les cobraban por dejarlos seguir el viaje. No era un problema, estaban preparados. “Ellos ya sabían esa situación y traían el dinero suficiente para pagar”, dijo la fuente, que lleva cinco años recorriendo esas rutas.

Cuando llegaron a la capital de Guatemala, los delincuentes tomaron otro autobús hacia Honduras y el testigo los perdió. Ignora qué fue de esas muchachas que iban a buscar.

La promesa

En Victoria, un municipio del departamento de Yoro, en el norte de Honduras, había un joven llamado José que conocía a Ana y Rosa. Vivía en su misma cuadra, era un amigo que “ya teníamos tiempo de conocer”. En 2018 les habló de un lugar muy bonito en México, con “buenos trabajos en restaurantes”.

“Trabajo seguro” era para ellas una propuesta irrechazable. Así, José las convenció y se las llevó. Fue un viaje de dos días. Salieron de Victoria hacia la Gran Central Metropolitana de San Pedro Sula, donde tomaron un autobús hacia el norte, pasando cerca de Ocotepeque, un pueblo cafetalero que es una parada usual de descanso para los tratantes y polleros.

Tras cruzar la frontera de Agua Caliente, una localidad de montaña que marca el límite de Honduras, se dirigieron a Esquipulas, en Guatemala, donde no se detuvieron para visitar al venerado Cristo Negro, un ritual que cumplen millones de migrantes centroamericanos.

En la fila que se forma en la basílica frente a la imagen del siglo XVI hay tanto adultos como niñas y niños solitarios, familias, y grupos de personas que son llevados por los coyotes para que eleven una plegaria antes de iniciar lo más difícil del camino.

Ellas siguieron de largo hasta la Ciudad de Guatemala. Ana y Rosa hablan de hoteles cercanos a la Zona 1. Ahí ninguna autoridad llega para hacer preguntas; son alojamientos y, al mismo tiempo, casas de seguridad.

En este punto, las mujeres fueron despojadas de sus pasaportes e identificaciones. El tratante se los pidió, supuestamente para realizar trámites, y ya no se los regresó. Durante su primera noche en Guatemala, alojadas en un hotel pequeño, sucio e incómodo, las hermanas sintieron que algo andaba mal. Pero ya estaban atrapadas. Se hallaban fuera de su país y sin documentos. Iban en un tren del que no podían saltar.

Recorrieron después más de 300 kilómetros hasta llegar al cruce fronterizo que separa a La Mesilla, en Guatemala, de Ciudad Cuauhtémoc, en México. En la localidad guatemalteca abundan los mochileros; acuden desde San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, para viajar a destinos turísticos del país centroamericano como el lago de Atitlán, o las ciudades de Panajachel y La Antigua.

En La Mesilla hay locales comerciales con estructuras de metal oxidado a punto de caer, personas que ofrecen cambiar quetzales por pesos y viceversa, ventas al mayoreo de alimentos básicos como frijol, arroz, leche, y de productos de limpieza e higiene, en un gran mercado informal.

Es fácil reconocer a los turistas; observan, como si estuvieran en un safari, un mundo precario, que les es ajeno.

Cruzar sin dejar rastro 

Las víctimas de trata que viajan hacia Frontera Comalapa, en cambio, no son fáciles de distinguir. Son conducidas por delincuentes escurridizos.

Hay una tienda de abarrotes en La Mesilla donde entran las personas para no volver. Atraviesan el mostrador, caminan por el interior de la casa y salen a un camino de tierra que conduce a la Carretera Panamericana, ya del lado mexicano. Así lo cuenta una de las víctimas. Las papitas fritas y los refrescos son solo parte de la fachada.

Rosa y Ana cruzaron la frontera y llegaron a Ciudad Cuauhtémoc solo con lo que traían puesto, “sin nada”. Ahí las dejó José, el amigo de la cuadra, en manos de una mujer desconocida, una jefa. Siempre será para ellas el traidor que provocó que cayeran en la red del “mexicano”.

“No me imaginé que a eso venía a trabajar”, dice Ana.

Las hermanas entraron al territorio nacional sin pasar por controles migratorios, sin dejar un registro administrativo. Como si no existieran. A los agentes del Instituto Nacional de Migración (INM), los fiscales y los policías los conocieron después, porque algunos les “tocaban las nalgas” en el bar donde trabajaban, del que eran clientes.

La jefa se las llevó hacia el norte; viajaron en coche por la Carretera Panamericana, como si fueran a San Cristóbal de las Casas, las Lagunas de Montebello o los Lagos de Colón. Pero no: tras recorrer 6.4 kilómetros giraron a la izquierda, a la altura de la comunidad de Paso Hondo. En ese momento se las tragó México.

Se dirigieron a Frontera Comalapa por una carretera paralela a la línea fronteriza. Guatemala quedó del otro lado, más allá de una cadena de montañas que parecen una sucesión de pirámides engullidas por la vegetación.

En el trayecto de 24 kilómetros desde Ciudad Cuauhtémoc hasta Frontera Comalapa atravesaron San Gregorio Chamic, una comunidad con menos de 200 habitantes que forma parte del municipio. Desde ahí es posible cruzar a Guatemala por rutas clandestinas, entre sembradíos de maíz.

Las viviendas son pocas y separadas por enormes distancias. Son parajes donde hay casas de parto. Y bares. Ahí estaba también el refugio de Josefina.

En el pueblo de Chamic, como se le conoce, y en las rancherías, mujeres hondureñas viven confinadas en cuartitos, con la vida hipotecada, trabajando en negocios miserables en los que son obligadas a servir sexualmente a los criminales que se disputan el control de “la plaza”, según el testimonio de Josefina y de habitantes de la zona.

Antes de los desfiles de narcotraficantes que dieron fama a Frontera Comalapa en el país y en el mundo, ya había temporadas en que la violencia obligaba a suspender, desde las cinco de la tarde, el transporte público por la carretera que cruza la comunidad.

El municipio de Frontera Comalapa, de intensa actividad comercial, con sus 222 localidades distribuidas en una superficie de 717 kilómetros cuadrados, es mayoritariamente rural. La población principal, con alrededor de 20,000 habitantes, es pequeña, un vehículo tarda menos de diez minutos en recorrerla; luego sigue un viaje de tres horas y media por parajes montañosos e incontables curvas hasta llegar a Tapachula, la principal ciudad fronteriza de la región.

“[Frontera Comalapa] es como una piedra angular de este rumbo. Muchos municipios tienen a Comalapa como la frontera principal. Hay un montón de pasos no oficiales, es una frontera súper permeable”, explica Sergio Torres, un profesor oriundo de la zona.

La fortaleza del quetzal –1 quetzal equivale a 2.20 pesos mexicanos, según la paridad de febrero de 2024– hace que los guatemaltecos de La Mesilla y sus poblaciones aledañas viajen a Frontera Comalapa para hacer sus compras. “Por ejemplo, en Navidad, la gente de Guatemala viene y vacía el Coppel, el Aurrerá y todas esas tiendas grandotas. Por eso Comalapa ha ido creciendo tanto”, cuenta el profesor.

Después de atravesar Chamic, Rosa y Ana llegaron a Frontera Comalapa. Las hermanas prefieren no contar cómo fueron sus primeros meses. Rosa se centra en el presente; habla del calor, de que ya debe irse, pero aún sin ganas de marcharse.

‘Es de bar la muerta’

Ofelia es partera. Vive en una ranchería de Chamic. Atiende a mujeres mexicanas y guatemaltecas, pero sus principales pacientes son hondureñas que “llegan a los últimos dolores a atenderse”, en los meses finales de embarazo, acompañadas por la jefa de un bar.

Es joven, muy activa. Se mueve por las rancherías de esa zona de Frontera Comalapa; soba vientres, acomoda bebés, escucha su corazón con un estetoscopio, los recibe al nacer.

“Ahorita hay tres [hondureñas] en la casa”, cuenta un día de diciembre de 2021. “No sé si se van a aliviar porque luego se las lleva la señora [la jefa]”.

Muchas veces, como no sabe el nombre de las jóvenes, Ofelia registra a sus bebés en una libreta con la huellita de un pie marcada en el papel.

En Chamic, Josefina recuerda que en 2005 comenzaron a llegar las primeras víctimas de trata a su negocio, pidiendo alimentos. La comida, por sencilla que fuera, llenaba sus estómagos y servía para abrirles el corazón. De los platos de sopa pasaron a las pláticas, después a las confidencias.

Le contaron que son obligadas a hacer “cosas aberrantes” en los bares y en fiestas de “gente pesada” que controla el negocio, refiere Josefina una calurosa mañana de 2022 en un predio escampado, sentada junto a una mesa de madera sin pintar, bajo un árbol de mango.

“Honduras, igual que acá, es muy religioso. La mayor parte de las jóvenes viene de una formación cristiana. Cuando tienes a una persona que ha vivido bajo el miedo y la culpa, es la mejor forma de controlarla. Comúnmente, cuando empiezan a vivir esa vida ya no quieren regresar a su país. No se sienten dignas. Es horrible”.

Durante años, las jóvenes le han abierto su mundo a Josefina, que les ha dado masajes, cariño y cuidados. Fue capaz de auxiliarlas sin que se supiera; tenía la habilidad de no ser nadie en la región. Si la hubieran descubierto, no lo contaría.

A pocos metros de donde hablamos están los cuartitos en los que ejerce sus dotes de sanadora. Ella misma ayudó a construir ese refugio donde han nacido niños y han dormido mujeres que intentan escapar de Frontera Comalapa.

“En un principio había mucho aborto”, dice. “Las obligaban a abortar incluso de forma insegura. Es muy riesgoso ese tipo de trabajo, pero las dueñas [las jefas] de las casas les daban un montón de pastillas. Llegaban aquí con dolores terribles”.

Josefina las atendía. Su único límite eran los casos en que las mujeres no podían expulsar la placenta. Si eso pasaba, debían salir de la clandestinidad e ingresar a un hospital de la región.

Cuenta que en los bares suelen darse conflictos entre las jóvenes; hay quienes “le entran a todo”, y otras que se resisten. “Si las juzgas, no entiendes. Esas prácticas [abortar] las alejan de ellas mismas hasta olvidar su origen. En los espacios que nosotras les hemos dado se pueden recuperar. Les proporcionamos antibióticos, revisiones médicas, acompañamiento emocional. Después de un aborto, ya no vuelve a ser igual una mujer. Cambia todo”.

Los dueños de las drogas suelen ser también los propietarios de los bares en los que trabajan las mujeres, asegura. “A veces, estos chicos se enamoran y es terrible. Son controladores y abusan de su poder económico; entonces dicen ‘yo ya no quiero que trabajes acá’, y [ellas] dicen ‘está bien’; siempre sueñan con que alguien las rescate y puedan tener un hogar. Se las llevan, pero no confían en ellas”.

Es una frontera sin control, dice Josefina, donde la gente está acostumbrada a encontrarse con cadáveres. “Aparecen cuerpos de mujeres en [la comunidad de El] Pacayal, [en el municipio vecino de Amatenango de la Frontera]; las matan [allá] y aparecen acá, y viceversa”.

La crisis de inseguridad en la región se intensificó en julio de 2021, cuando el CJNG se atribuyó el homicidio en Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado, del operador en Chiapas del Cártel de Sinaloa, Gilberto Rivera Maravilla, el Junior

“Frontera Comalapa se convirtió en un centro estratégico para el narco”, afirma el profesor Torres. Los pasos fronterizos son el principal botín, señala. Pero la pelea entre los grupos delictivos por el control de los negocios ilícitos ha alcanzado también a los bares, agrega Josefina. 

“Están cazando a los dueños. Los sacan y no regresan más”. Estos negocios también son un botín, porque las mujeres les generan a los delincuentes un doble beneficio: ganan dinero prostituyéndolas, y además les exigen cumplir sus caprichos sexuales.

La Fiscalía General del Estado (FGE) informó sobre dieciséis casos de mujeres hondureñas víctimas de homicidio doloso y feminicidio en Chiapas en el periodo de 2009 a 2022. Son crímenes cuya investigación está radicada en diez municipios, entre los cuales no figura Frontera Comalapa. De estos casos, en nueve hubo vinculación a proceso y en solo uno se emitió sentencia. La Fiscalía General de la República aseguró no tener información de asesinatos de mujeres hondureñas en México en el mismo lapso.

En la zona hay una frase lapidaria que se escucha con frecuencia: “Es de bar la muerta”. Es justo cuando los crímenes no se investigan. “Nunca hay nadie que las esté buscando”, lamenta Josefina.

Ana, rota

Rosa está resignada. Aprendió a sobrevivir en Frontera Comalapa. Cuando se le pregunta por qué no se va, responde con un ademán de desgana, un corte de mangas hacia el horizonte. Duda de todo; también de que Ana pueda escapar a Tijuana, pero si se queda no podrá protegerla del “mexicano”, un hombre violento que ha llegado a golpear a su hermana en plena calle.

Ana dice que “el mexicano” es un tipo que “pertenece al grupo”. Habla de episodios en que “se va a hacer esos trabajos” y vuelve. Lo que conoce es suficiente para que prefiera arriesgarse a dejarlo antes que quedarse.  

En una ocasión, cuando pasaba unos días con su hermana, Ana salió a comprar la despensa. En el mercado se sintió amenazada y tuvo un episodio de pérdida de memoria. Regresó sin las bolsas de comida. “Las olvidó y se dio cuenta cuando llegué”, cuenta Rosa. Volvieron y ahí estaban, en algún pasillo.

Ana ha vivido en estado de shock. “Rota”, como dice Josefina. Hasta la mañana en que le anunció a Rosa: “Ya compré los pasajes. Me dijeron que nos llevan directo a Tijuana”.

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