Por: Ariel Torres Funes

Fotos: Horacio Lorca

Portada e ilustraciones: Guillermo Burgos / Critero HN

¡Bienvenidos a la tierra prometida! —grita sonriente un viejo poblador garífuna que se asoma desde una destartalada caseta de seguridad.

Pero antes de llegar a la «tierra prometida», se deben cruzar un par de fincas, la primera, una extensa plantación de palma africana del Grupo Dinant, propiedad del extinto Miguel Facussé, y la segunda, de los Montes Bobadilla, un clan señalado de controlar el narcotráfico en el Caribe hondureño.

Detrás del portón de la comunidad de Vallecito, un agotado soldado consulta la razón de la visita. Desde que en 2014 secuestraran a 18 garífunas, incluida a la lideresa Miriam Miranda, el pueblo permanece bajo custodia militar. Debido a las amenazas, los pobladores no tuvieron otra opción que aceptar la medida.

Para escapar un poco del calor, Junior, un joven garífuna, pide jalón. Envuelto en sudor comenta que después de vivir dos décadas en Nueva York, donde residen sus dos hijos, fue deportado desde hace cinco años. «Estoy volviendo a aprender el garífuna», añade antes de indicarnos dónde encontrar a Miriam.

Vallecito se ubica en el municipio de Limón, en el departamento de Colón, a 75 kilómetros de la ciudad de Trujillo. Desde 1804, la zona es habitada por los garífunas, uno de los dos grupos afrodescendientes en Honduras. Pero su permanencia en estas tierras ha sido compleja, sobre todo en la última década.

Mientras la coordinadora de la Organización Fraternal Negra Hondureña (Ofraneh) supervisa los linderos de la comunidad, platicamos con Gabriela, una pobladora que vive en Vallecito desde hace siete años.

«Me vine de Cusuna porque la mayoría de los jóvenes emigraron, también me gustó la tranquilidad de este pueblo», explica esta joven de 32 años, mientras prepara una machuca para el almuerzo, una sopa a base de caldo de pescado servida con plátano machacado.

Vallecito se sitúa en el municipio de Limón, a 75 kilómetros de Trujillo. Son 1,600 hectáreas con presencia garífuna desde 1804, tras ser desplazados por los españoles de la bahía de Trujillo hacia el río Sico.

Cusuna es una comunidad garífuna situada en el municipio de Iriona (Colón), en una zona donde se expande la producción de coca y los laboratorios clandestinos para procesar cocaína, una problemática cada vez más frecuente en las regiones circundantes a los territorios garífunas.

Después de unos minutos aparece Miriam Miranda, resguardada por lo que ella describe risueña como su «cola verde», cuatro militares que son parte de las medidas cautelares otorgadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) desde 2011.

Al llegar, Miranda saluda a Gabriela mientras los soldados buscan la sombra de un cocotero. «No fue una decisión fácil, eso de andar militares no es sencillo. Porque la inteligencia anda detrás, son riesgos que se asumen», explica la líder de Ofraneh, actualmente la defensora de los pueblos originarios de Honduras con mayor proyección internacional.

«¿La tierra prometida? ¿Eso les dijeron al entrar? Me gusta, porque Vallecito es justamente así, un lugar, una esperanza para quienes perdieron todo en otras comunidades», comenta orgullosa Miriam.

La comunidad abarca 1600 hectáreas, donde vive una centena de garífunas y muchos otros que temporalmente llegan a colaborar o a refugiarse en estas tierras, encontrando un resguardo en el pueblo, a pesar de sus constantes conflictos con la industria palmera y los narcotraficantes.

En el departamento de Colón, donde 2,095 personas fueron asesinadas en los últimos diez años, los productores de palma africana y los traficantes de drogas conviven codo a codo, dos actores mimetizados según los pobladores, que orillan a Vallecito, enfrentan una férrea defensa y recuperación de sus tierras desde 1991.

«Acá siempre ha sido garífuna, pero en un periodo los narcos se apropiaron de estas propiedades», explica Karen García, la coordinadora de la comunidad.

A principios de la década de los noventa, un grupo de garífunas, afiliados al movimiento «Iseri Lidamari» y al Ofraneh, retomaran los esfuerzos por recuperar las tierras de Vallecito, obteniendo en 1995 el título comunitario. En total, tienen seis títulos que les adjudica como dueños de esta propiedad.

García se refiere a Raimundo Villalobos, quien en 2004 desterró a los garífunas para montar un rancho que llamó El Dorado, donde funcionó una pista de aterrizaje para las avionetas sudamericanas. Los pobladores aún recuerdan con dolor aquel despojo, cuando fue torturado y asesinado Santos Euquerio Bernárdez, músico y líder de la comunidad. Un crimen que permanece impune.

Pero como ocurre con frecuencia en el negocio de las drogas, el reinado de Villalobos junto a su esposa, de origen colombiano, fue relativamente efímero, al morir en 2012 y 2013, respectivamente. De él se dice que falleció ahogado, mientras ella fue asesinada.

La muerte del matrimonio posibilitó que los garífunas derribaran los seis portones montados por estos invasores, aún conscientes que los años venideros podían ser todavía más violentos.

«En esta última década hemos enfrentado nuestro tercer destierro», expone Miranda, mientras respira hondo al recordar la desaparición forzada en 2020, en pleno confinamiento por la pandemia, de cinco líderes garífunas en Triunfo de la Cruz, un pueblo a casi 300 kilómetros de Vallecito.

La historia de los garífunas se remonta a 1655 cuando dos buques españoles que transportaban esclavos desde África, naufragaron frente a las costas de Barbados y San Vicente, islas caribeñas que eran disputadas entre Francia y Gran Bretaña.

El hecho ocurrió el 18 de julio de 2020, cuando una treintena de hombres uniformados como agentes de la Dirección Policial de Investigación (DPI), secuestraron a Milton Martínez, Suami Mejía, Gerardo Tróchez, Junior Juárez y Sneider Centeno, este último, presidente del patronato. Desde ese día se desconoce su paradero.

Los jóvenes desaparecidos exigían el cumplimiento de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), quien en 2015 ordenó al Estado proteger y respetar el derecho de propiedad sobre las tierras tradicionales en Triunfo de la Cruz, una sentencia ignorada por la anterior y actual administración, como también ocurre en el pueblo de Punta Piedra.

El secuestro de los jóvenes se convirtió en un símbolo del conflicto en los territorios de esta etnia, que, según la Ofraneh, ha dejado desde 2019 unas 75 muertes violentas en las comunidades garífunas.

Del fútbol a la lucha

En Vallecito, cada poblador tiene una causa para estar ahí, nadie llega por casualidad. La violencia y las invasiones que afectan a las 48 comunidades garífunas del país es una de las principales razones. Así sucedió con Arnold Solórzano, un exfutbolista profesional que dejó las canchas después de la desaparición de sus amigos en Triunfo de la Cruz.

«Como futbolista vivía en el sistema, viéndome en la tele, sin saber la problemática que vivíamos como pueblo, pero desde que desaparecieron a mis amigos me integré a la lucha», relata a Criterio.hn este corpulento garífuna con trenzas rasta, mientras pinta las paredes de la casa comunal de Vallecito.

Para la Ofraneh, lo ocurrido en Triunfo de la Cruz es un crimen de Estado. Como evidencia, las autoridades de investigación no muestran voluntad para resolver el caso, con base a las medidas provisionales adoptadas por la Corte IDH en 2020. Para agilizar las indagaciones, la organización que coordina Miranda creó el Comité Garífuna de Investigación y Búsqueda de los Desaparecidos de Triunfo de la Cruz (SUNLA).

En el siglo XIX los garífunas se expandieron en las costas hondureñas, al ocupar -con el beneplácito de la Corona de España y luego de los gobiernos republicanos- lo que ellos llamaron la «terra nullius» (tierra de nadie), zonas colindantes a las desembocaduras de los ríos, en su mayoría, territorios deshabitados.

Pero el SUNLA tiene limitantes, considerando que 90% de los líderes de la Ofraneh enfrentan sus propios procesos de criminalización, acusados por el Estado de usurpar las propiedades de los invasores. «Somos la organización más perseguida del país», señala Miranda.

Como sucede con los demás grupos originarios, el Estado se ampara en el decreto 93-2021 para criminalizar a los defensores de los territorios, utilizando la figura de «usurpación de espacios públicos». La derogación parcial de este decreto es una demanda hasta ahora engavetada por el Congreso Nacional.

«El plan es callarnos y generar temor en los pueblos», opina Arnold, al tiempo que enciende un cigarrillo y explica que el abandono del gobierno les coloca en una situación extrema, «muchos salen de sus casas porque no pueden enfrentarse al narcotráfico, frente a esa gente que está armada para la guerra».

Solamente en Triunfo de la Cruz, se estima que unos cuatro mil garífunas emigraron en los últimos años, el 37% de su población. En ese mismo periodo, decenas de empresarios y políticos montaron sus negocios en los territorios ancestrales, construyendo complejos turísticos y habitacionales a gran escala, en la mayoría de los casos, aparentemente con dinero ilícito.

El 17 de julio de 2014, Miriam Miranda y otros 17 habitantes de Vallecito, fueron amenazados a muerte y raptados por hombres armados que intentaban rehabilitar la pista de aterrizaje utilizada para la narcoactividad en las tierras del pueblo.

Miriam coincide con Arnold y opina que sin el apoyo del Estado es imposible enfrentar a los invasores armados —más si estos también son funcionarios—, aunque la experiencia les deja nuevas formas de lucha. «Hemos trabajado la resistencia con sabiduría, por ejemplo, donde ahora está la escuela antes era el bebedero del ganado de Villalobos», señala.

«El gobierno de Xiomara Castro no cumple las sentencias por falta de voluntad, porque adentro mantienen y protegen ciertos intereses privados, de gente cuestionada, por ejemplo, como el alcalde de Tocoa», añade Miriam Miranda.

La coordinadora de Ofraneh se refiere a Adán Fúnez, alcalde de Tocoa (una ciudad a 90 kms de Vallecito) y coordinador del Partido Libertad y Refundación (Libre) en el departamento de Colón, señalado de ser aliado de las empresas mineras y de tener supuestos nexos con la narcoactividad.

Desde Tegucigalpa, el gobierno respalda a Fúnez y argumenta que el modelo extractivista que heredaron tras doce años nacionalistas no se puede desmontar de la noche a la mañana. Se trata de un modelo que aprobó en los territorios garífunas dos concesiones mineras, una para generar energía eléctrica y el único permiso que hay en el país para explotar hidrocarburos.

«No estoy diciendo que no se va a hacer (desmontar el modelo extractivista), pero no en la dimensión de como los pueblos quisieran», declara Naama Ávila a Criterio.hn, una garífuna que pasó de la militancia social a ser la directora de la coordinación intersectorial de la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL).

Por más de 300 años los garífunas desarrollan su cultura, en respuesta a las necesidades y a través del contacto con otras poblaciones. Con el respeto y fomento de lo ancestral, mantienen sus tradiciones caribes, africanas y coloniales.

Después de más de un año de gobierno, la SEDESOL mantiene en esencia los programas que criticaron como oposición en las administraciones anteriores. «No podemos negar que brindamos asistencialismo, porque la gente que se muere de hambre no puede esperar», justifica Ávila, hermana de Milton Benítez, ministro asesor de Estrategia y Comunicaciones del gobierno.

Pero las demandas de los garífunas van más allá de recibir un bono solidario o una bolsa con víveres, «lo que necesitamos es que apliquen las sentencias», resume Miranda mientras recorre la fábrica de aceite de coco que montaron en Vallecito, sin ninguna ayuda pública.

Contrario al camino que tomó Naama Ávila, quien dejó el activismo garífuna para ser funcionaria, Arnold Solórzano abandonó su profesión para convertirse en un defensor territorial, «como futbolista ganaba más dinero, pero ahora mi pueblo es primero», y al despedirse, sonríe, «como jugador fui volante de contención, o sea que siempre he estado en la lucha».

Karen García es la coordinadora de la comunidad de Vallecito, a la que llegó en 2011, procedente de San Juan Tela, donde en 1937 fueron fusilados 19 garífunas durante la dictadura de Tiburcio Carías Andino.
El tercer destierro

La vida de los garífunas es una historia de resistencia. Desde sus orígenes han remado a contracorriente, frente al abandono de un Estado que cuando aparece les ha atacado, como sucedió en 1937 con el fusilamiento de 19 garífunas en San Juan Tela, durante la dictadura de Tiburcio Carías Andino.

Karen García es justamente originaria del pueblo de San Juan Tela, descendiente lejana de una de las personas fusiladas, pero desde 2011 llegó a Vallecito en pleno ocaso del «reinado» de los Villalobos.

Al llegar, García se encontró con apenas cuatro habitantes, porque el resto había sido desplazado. Frente aquella desolación, su objetivo fue generar condiciones para repoblar la comunidad, una tarea nada sencilla si se está rodeado de narcotraficantes y palmeros.

«Somos conscientes que esta tierra nos pertenece, eso nos permite perder el miedo y luchar por lo nuestro. Aunque las amenazas persisten, por ejemplo, hace dos semanas entraron unas personas armadas para intimidarnos», señala Karen, aun afectada por un accidente cerebral sufrido durante la pandemia.

A pesar de las adversidades, García mantiene intacto su compromiso y optimismo, «en Vallecito damos el mensaje que los garífunas podemos trabajar lo nuestro sin emigrar».

«Berta Cáceres es muy reconocida por nosotros, no es casual que la Ofraneh le hizo un tributo en Intibucá antes que la sembráramos, fuimos los primeros en llegar. Salimos a las calles con los tambores, mostrando nuestra espiritualidad, pidiendo justicia y respeto hacia ella», comenta Miriam Miranda.

Históricamente, esta etnia describe su migración como una «diáspora» que alcanza los cien mil garífunas en Estados Unidos. Se estima que en Honduras son cerca de 300 mil (representan el 6% de los indígenas y afrodescendientes del país). Para dimensionar esta movilidad, en la última década, 25 garífunas murieron durante los viajes transnacionales.

«Los garífunas emigramos por la pobreza, por no tener fuentes de trabajo. Yo he pensado en irme, pero mientras tenga un poco de tierra y todavía pueda pescar, prefiero quedarme», dice Aparicio Castillo, un agricultor procedente de Cusuna, instalado temporalmente en Vallecito.

Para Ofraneh, más que una diáspora, enfrentan un tercer destierro. «El primero fue en San Vicente, donde surgimos como pueblo. El segundo se dio con la masacre de San Juan Tela. Y el tercero es la masiva migración de la gente que es expulsada de sus comunidades», explica Miranda, reconocida en 2019 con el Premio de Derechos Humanos de la Fundación Friedrich-Ebert en Alemania.

«No tenemos que rendirnos ante el presente desesperanzador, para enfrentar el destierro, el modelo que planteamos en Vallecito no es precisamente de desarrollo, sino del buen vivir», señala la coordinadora de la Ofraneh.

Dariana Güity es una integrante de la Ofraneh, organización que la ha apoyado en su proceso de transición de género desde hace seis años.
Berta Cáceres en Vallecito

Dariana Güity tiene 21 años y es originaria de la comunidad de Sambo Creek, en el departamento de Atlántida. Después de un encuentro LGTIBQ+ de la Ofraneh, ella decidió iniciar un proceso de hormonización para transitar de género. De eso hace seis años.

«No le hago daño a nadie con mi decisión», subraya Dariana.

Para su transición física, la organización le facilitó sicólogos y atención médica. «Con todo este apoyo el camino no ha sido tan difícil para mí como para otras personas», detalla Dariana, quien llega a Vallecito a pasar largos periodos, «acá jamás he sentido discriminación», añade.

Desde el 2018 la Ofraneh empezó a organizar a los garífunas LGTBIQ+. En su primera asamblea, en 2019, ya contaba con 180 integrantes, quienes encuentran en Vallecito una casa refugio para quienes no tienen dónde vivir, o que son discriminados en su comunidad por su identidad de género.

Como símbolo de su resistencia, los garífunas construyeron la escuela de Vallecito donde antes era el abrevadero de la finca narcotraficante de El Dorado.

La Ofraneh junto al Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh) son las únicas agrupaciones afrodescendientes o indígenas que trabajan por la defensa de las personas LGTBIQ+, un tema todavía tabú para la mayoría de las organizaciones sociales en Honduras.

La Ofraneh y el Copinh siempre han caminado juntas. Un ejemplo, Berta Cáceres, la líder del Copinh, fue la primera en llegar a Vallecito tras el secuestro en 2014, «acá montó una carpa de prensa para denunciar lo ocurrido», recuerda Miriam. Dos años después, los garífunas fueron los primeros en llegar a La Esperanza para solidarizarse con los lencas tras el asesinato de Cáceres.

Junto a Berta, Miriam también fue una de las fundadoras del Frente Nacional de Resistencia Popular (FNRP), un movimiento surgido después del golpe de Estado de 2009, pero desmovilizado con la creación del Partido Libre en 2011.

«Ambas pensábamos que no era el momento de hacer un Partido, teníamos que seguir acumulando fuerzas movilizadoras, pero no para las urnas, era la oportunidad de hacer una apuesta política no partidista, pero había otros intereses bajo la mesa, por eso surge Libre», opina Miranda.

Un modelo contra el destierro

La apuesta de la Ofraneh, similar a la del Movimiento Amplio por la Dignidad y la Justicia (MADJ) con los tolupanes, son las fuerzas locales para defender sus territorios y construir un modelo autosuficiente, basado en el fortalecimiento de su identidad. Vallecito es la punta de lanza de este desafío garífuna.

«Producimos plantas y árboles para protegernos de la erosión costera, donde muchos pueblos garífunas desaparecen debido al cambio climático. Estas plantas se van a sembrar acá y en esas comunidades», explica Karen García, mientras muestra el vivero que construyeron en Vallecito.

Melisandry Nelson es una estudiante de la escuela de Vallecito que a diario visita el vivero como parte de su formación. Con 14 años, llegó desde Barra Patuca, en La Mosquitia, como parte de un intercambio educativo que promueve la Ofraneh con los miskitos, dos pueblos unidos frente al proyecto de explotación de hidrocarburos que impulsa el gobierno de Xiomara Castro.

Vallecito es el único pueblo garífuna que no está a la orilla del mar Caribe -se encuentra a tres kilómetros-, pero más que un inconveniente, los pobladores lo consideran una ventaja, debido a la erosión costera que enfrentan las demás comunidades debido al cambio climático.

«Allá tenía muchos problemas para estudiar, acá me dieron uniformes y cuadernos», comenta Melisandry. En total son 18 miskitos los que estudian en Vallecito, en las instalaciones académicas que construyeron donde estaba el abrevadero de la finca narcotraficante de El Dorado.

«Yo les enseño misquito y ellos nos enseñan garífuna», dice la joven estudiante, mientras se despide para apoyar en la cocina comunitaria del pueblo, esa tarde, como encargada de hacer las tortillas.

«Vallecito es la tierra que promete el futuro garífuna para esa juventud que emigra, es un lugar para reaprender nuestra cultura, el significado de ser garífuna», exclama Miriam Miranda al recorrer el pueblo, el corazón de la resistencia garífuna frente a su tercer destierro.

En otras palabras, para el narcotráfico estas tierras no son más que potenciales pistas de aterrizaje, para la agroindustria son extensiones millonarias de palma africana. Para los garífunas, esta es su tierra prometida.

Gabriela prepara una machuca para el almuerzo, una sopa a base de caldo de pescado servida con plátano machacado. «Me vine de Cusuna porque la mayoría de los jóvenes emigraron, también me gustó la tranquilidad de este pueblo», explica esta joven de 32 años.

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