Carlos Roberto Flores, Presidente; Edgardo Dumas, Ministro de Defensa
Juan Ramón Martínez
Honduras del tiempo de las guerras civiles, hasta la dictadura institucional, ha pasado por democracias, frágiles, algunas deliberadamente imperfectas. La guerra civil de 1924, fue el fin de una época y el inicio de otra. Significó el cambio del fusil, la pistola y los caballos, a otra época en que los caudillos, sin quitarse las espuelas, aceptaron humildemente, la superioridad frente al desconocido horizonte de las urnas. Con la mejor voluntad, la mayoría lo intentaron; pero al final, el sistema no funcionó.
Gregorio Ferrera, fue el factor disonante. No solo por díscolo y belicoso, sino porque es el primero de la generación de los caudillos pre modernos que defienden una idea de Estado Nación precariamente concebida con las armas en las manos, pero ratificada por la voluntad de los electores en elecciones libres, con la participación de precarios partidos políticos. Estos, recién nacidos – 1919 dice Mariñas Otero que es el inicio del bipartidismo –, sin mayor capacidad para abandonar el personalismo caudillista no conocían el camino hacia la ciudadanía. El levantamiento de Ferrera en contra de Vicente Mejía Colindres, elegido democráticamente por el pueblo en una contienda frente al general Carías Andino, confirma que la época de los caudillos a caballo, no había terminado (Vicente Tosta había muerto para entonces) y que estaban dispuestos a levantarse nuevamente en armas, para dirimir las cosas, irrespetando los procesos electorales, los periodos presidenciales, la voluntad de los electores y el imperio de la ley. Solo para cumplir sus caprichos elementales.
No habían entendido muy bien el concepto de nación—estado; no les era aceptable la voluntad de las urnas, y la idea de la soberanía popular todavía constituía una cerrada nebulosa, distante y desconocida. Es en este escenario en que todos los caudillos se sienten iguales y legitimados, que se perfila la figura de Tiburcio Carías Andino que, siendo el más caudillo de los caudillos, levanta como bandera la necesidad de terminar con todos los que no se sometieran a su autoridad. Para que solo quedara imperando su voluntad personal, único medio por el que creía que, se podía establecer el orden y el progreso. Y establecer la urgente y necesaria paz de la República. El problema es que la base de su razonamiento, era ilógico con los propósitos que buscaba, porque la paz sin democracia y sin desarrollo, no tiene ningún sentido y solo pospone para otra oportunidad, el levantamiento armado o la dictadura institucionalizada que el caudillo de Zambrano, anticipó con su olfato de viejo mastín de la mortandad civil, en la figura dócil y maleable según su juicio de Oswaldo López Arellano, frente al emergente caudillo civil (Modesto Rodas Alvarado), que será la fase en que el país, terminara atrapado hasta 1979.
Las urnas terminaron imponiéndose; pero otra vez, como ocurrió con la “paz del cariato”, no fueron por ellas mismas y la adhesión popular, capaces de producir estadistas responsables, con capacidad para el arreglo civilizado que permitiera el desarrollo, con participación de todas las fuerzas; la democracia sin trampas y engaños, evitando la continuidad de las fuerzas responsables de la pobreza y la desigualdad.
Desde 1847, la Universidad Central se dedicó a formar abogados y empleados públicos; pero nunca pudo forjar políticos y crearle a la política una base científica vinculada con el desarrollo nacional. En cambio, los militares, desde 1957, formaron profesionalmente a sus oficiales, dentro de una óptica institucional y responsable. Esta diferencia de enfoque va a seguir pesando en la estabilidad de Honduras y explicara en mucho la crisis del 2009. Aun ahora, seguimos sin contar con una Facultad de Ciencias Políticas donde se forjen los cuadros superiores de la nación. Lo que muestra el distanciamiento que sigue manteniendo la universidad pública con la consolidación democrática, el desarrollo y la paz de la nación.
De modo que, evitando simplezas, ahora – mucho tiempo después que lo dijera Rafael Heliodoro Valle que “la historia de Honduras se podía escribir en una lagrima” y que Roberto Sosa, intentara modificar, anclado en una virilidad no probada y animado por teorías de la guerra civil modificadas por la revolución cubana y especial por Ernesto Che Guevara “en la punta de un fusil” – la historia de Honduras es más bien, un proceso poco ordenado de búsqueda a tientas de la libertad, de la civilización y la paz, por medio de urbanización de los caudillos desarmados, del irregular fracaso de la democratización de los partidos, de las variaciones interpretativas de la soberanía popular; y otra vez, de la pérdida de capacidad para entrever en las brumas de las dificultades, el camino hacia la forja de la democracia de ciudadanos y el desarrollo asentado en propietarios libres, capaces de establecer la dirección del país.
Intentar explicar el atraso del país, pensando en la guerra civil como excusa, no tiene fundamentos teóricos sólidos. Tampoco es feliz, desde la perspectiva marxista mecanicista, explicar el atraso de Honduras como una fatalidad heredada de la distribución de la riqueza entre las naciones más antiguas y, mucho menos resultado de la cercanía a los Estados Unidos que nos “ha explotado e impedido el crecimiento, la felicidad ciudadana y la forja de la identidad nacional”. Es igualmente, desafortunado, atribuir el atraso, la pobreza y la pérdida de autonomía e identidad nacionales, a circunstancias vinculadas con el clima, la religión católica y las condiciones de la geografía económica. Hace falta hundir el dedo en la llaga que no cicatriza, en la herida de carne tierna, para palpar más bien que el atraso nuestro; que la continuidad de “la patria vacilante” como la llamaba Morazán, tiene que ver con la incapacidad de los líderes políticos para pasar de arreadores de ganado, agitadores de masas hambrientas, a estadistas de tiempo completo.
Así como al poco esfuerzo que hemos hecho para que los electores, pasen de numero a contar, engañosamente o en forma certera, en las urnas, a ciudadanos conscientes de ser depositarios de la soberanía popular. Que exigen que el poder este a su servicio y como mandatarios, ejerzan la función para que los burócratas y políticos le rindan cuentas.
De repente no es el camino seguido; ni los errores cometidos por egoísta imprudencia o por cesarismos rurales, la causa de nuestros males, sino que la lentitud del proceso para que sobre la marcha, los caudillos bajen del caballo; se quiten el sobrero, para desde la tribuna, buscar el asentimiento popular en las urnas, construyendo mentalmente un proyecto de nación estado; que aunque fracase, vía la auto critica lograr transformarse en estadistas que anticipan los hechos, que se sienten esclavos de la ley, que crean agendas y las cumplen; y, que fundamentalmente escuchen el clamor y reclamos de sus pueblos por una vida mejor. Es aquí, donde se encentra la explicación del atraso y porque no, el fracaso total al que hemos embrocado a Honduras en los últimos años. En donde pareciera que el propósito fuera olvidar lo que hemos hecho bien, en un proceso casi inconsciente y poco articulado mentalmente, con el ánimo de reinventar la historia nacional, para ordenarla detrás de los nuevos caudillos que, sin valor para la fatiga de la montura y el olor de la pólvora amenazante, ha escogido el molote de la calle, la amenaza enmascarada, y el asalto vandálico a la propiedad privada, como medio para llegar al poder.
El libro que usted tiene en sus manos, “Los Idus de Marzo”, escrito por el ex presidente Carlos Flores (Tegucigalpa, marzo de 1948), ayuda a arrojar luces para confirmar o negar las tesis que hemos presentado y con las cuales buscamos,– él, como yo, junto a muchos otros compatriotas– desarrollemos ideas puntuales, estrategias perfiladas y cursos de acción que nos sirvan para reencontrarnos en el camino que nos lleva de nuevo al logro de objetivos que, en algunos momentos, la colectividad nacional, ha anticipado vacilantemente, para construir su futuro.
No se trata de un libro de historia; ni tampoco una biografía de un hombre o de una agenda cumplida por una administración. Para lo primero le faltan nombres y fechas puntuales, documentos fehacientes. Para lo segundo, no tiene argumentos defensivos, apoyos testimoniales; ni mucho menos datos comparativos para demostrar como cambiaron las cosas, bajo la dirección del autor mientras fue titular del Ejecutivo. Es más bien, una opinión puntual de los hechos vividos y de los que fue testigo, con la vista puesta hacia una reacción puntual frente a los hechos del presente, por quien echa en menos falta el ejercicio reflexivo, el compromiso con los destinos nacionales; y que anticipa, con olfato periodístico y sensibilidad de hombre de pensamiento, que le ha tocado vivir momentos álgidos en la historia reciente del país, y que desde allí quiere contribuir evitando lo que le pasara a Honduras, si su clase política, los partidos casi inexistentes –destripados por los nuevos caudillos desarmados y las masas descuidadas y sometidas a una praxis de exagerado individualismo, en donde se endiosa al gobierno como factor decisorio de la problemática nacional y se rompen los límites de la unidad local y el compromiso con la nación inconclusa– continúan haciéndole daño a Honduras.
Como es natural, en la medida en que recuerda las cosas en las que le toco participar, nos permite a los lectores – desde afuera – entender mejor porque a nuestro juicio, el país se anticipó a desmontar la independencia de las Fuerzas Armadas, para impedirles el ejercicio por cumplir lo pactado en la Constitución de 1982, lo que ha facilitado de nuevo, la inestabilidad política, la emboscada caudillista, la pendencia pandillera y la inestabilidad económica. Un diagnostico que muestra lo que tiene de malo el cuerpo social, las causas de sus enfermedades más graves; y como no podía faltar, las recomendaciones puntuales para a partir del pasado, entender el presente y anticipar las acciones para que el futuro sea mejor.
II
Como dijimos antes, no se trata de un libro de historia ni de un tratado de ciencia política, porque es política pura, acción política neta. “Idus de Marzo” no flota en el vació, sino que se refiere a un tiempo histórico definido que, para comodidad de los lectores, por lo menos hay que esbozar. Se trata del tiempo que transcurre entre 1981 y 2019. Es decir que son 38 años, caracterizados como de superioridad de los civiles – ningún militar o ex militar – ha sido presidente de la república o del Congreso Nacional; en que estos – los militares — regresaron a sus cuarteles, imponiéndose el poder de los civiles. Además, creció la población en forma no esperada y el desarrollo de las ciudades, unido al poco dinamismo del sistema económico, favoreció el crecimiento de la delincuencia común y organizada en forma nunca antes vista. Todos estos elementos, aunque no lo reconoce el libro que prologamos, se materializaron como anticipación en la Constitución de 1982, un gran acuerdo nacional entre civiles y militares, por medio del cual, estos dejaban la escena política a cambio que no se investigara su paso por el poder y que los políticos civiles se someterían al cumplimiento de la ley, manteniendo vigente la constitución de 1982. Y preservando, frente a todas las amenazas, el sistema democrático, la soberanía popular, el crecimiento económico y la inalienabilidad en el ejercicio de la titularidad del ejecutivo. Esta transición, fue estimulada por algunos factores muy identificables: el fracaso del proyecto militar de desarrollo que encabezado por López Arellano, pretendía demostrar que los políticos eran incompetentes para dirigir y desarrollar al país; la caída de Somoza que obligó a Honduras a formar parte de la estrategia “sanitaria” de los Estados Unidos contra Nicaragua; los desacuerdos internos sobre el futuro institucional de las Fuerzas Armadas de continuar prestando su marca para que el Partido Nacional gobernara a la nación; y los roces discretos entre las actividades empresariales de las Fuerzas Armadas – cemento, aseguradoras, bancos, financiadoras y cementerios – y los espacios que, en forma natural consideraba para sí, la empresa privada dentro de un esquema de tímido capitalismo emergente con ciertas tendencias nacionales. Por supuesto, para los civiles que querían el retiro de los militares del ejercicio formal del gobierno, el tema fundamental era encontrar la fórmula de frenar al Partido Nacional en unas futuras elecciones, para lo cual, contaban con el Partido Liberal, fresco, fuerte y lozano, con posibilidades de convertirse en una sólida alternativa ante los nacionalistas, desgastados por el uso del poder que encabezaba en calidad de “hombre malo”, Ricardo Zúñiga Agustinus.
Para los militares, en cambio el temor lo representaban los liberales que, tradicionalmente eran más distantes con sus posturas y que como era natural, para entonces resentían la forma como los habían tratado en 1963, cuando en forma violenta y con excesivo uso de fuerza, depusieron al Presidente Ramón Villeda Morales. Un incidente que visto en la distancia puede parecer poco importante es que, frente a la postura de los militares que no aceptaron que la Asamblea Nacional Constituyente eligiera al nuevo presidente de la República y que más bien, deseaban que Policarpo Paz, Jefe de la Junta Militar de Gobierno, fuese nombrado Presidente Constitucional provisional, los liberales aceptaron con la condición que hiciera un juramento en donde reconocían errores del pasado y se comprometían a nunca más, volver a intentar gobernar al país. Al final, el Presidente Provisional Paz García, ejerció el mando sin haber hecho la “promesa” constitucional que exigían los liberales.
Mientras este incidente público era magnificado por algunos, entre los militares se había abierto una doble postura: la de los duros que querían continuar gobernando con los liberales de pantalla; y los moderados que buscaban cierta formula de continuidad por medio del nombramiento de Paz García como Jefe de las Fuerzas Armadas. Este grupo lo encabezaba el coronel Torres Arias, Jefe de Inteligencia y verdadero poder tras el trono en el gobierno de la Junta Militar. Aquellos en cambio,– es decir los liberales–, encabezados por su líder Roberto Suazo Córdova, pactaban con los más nerviosos que si ganaban las elecciones elegirían para el cargo al coronel Gustavo Álvarez Martínez, graduado en la Argentina, en donde había sido enviado por el Presidente Villeda Morales, en compañía de Carlos Castillo – ahora empresario radicado en Danlí–, en el ánimo de introducir oficiales liberales en el alto mando de la institución dominada por oficiales forjados en el pensamiento del cariato y, posiblemente, el más profesional de todos los líderes militares de entonces.
III
Los temas principales que ocupan a Carlos Flores en “Los Idus de Marzo” son en orden de importancia, la Constitución, sus esencias y fortalezas, la soberanía nacional ejercida por el gobierno hondureño, la autonomía del gobierno en sus relaciones con sus aliados tradicionales, – especialmente los Estados Unidos – la reforma de la Constitución por otros medios diferentes a los indicados, las pretensiones continuistas de Manuel Zelaya Rosales, la subordinación de los militares a las autoridades civiles y sus efectos, entre otros, el resurgimiento de otra forma larvaria de caudillismo rural que, puede inferirle nuevos daños a Honduras. Reconoce Flores, como nadie lo ha he hecho antes, que este texto constitucional fuera el resultado de un juego de suertes. Tampoco fue por condescendencia de los mandos militar – que por 16 años tuvieron las riendas del poder – que solícitos deseaban retirarse del poder. “Los violentos conflictos intestinos que sacudían la región urgían una solución”. Poco tiempo antes, los militares encabezados por Juan Alberto Melgar Castro, intentaron constitucionalizarse, creando el llamado Consejo Asesor del Jefe del Estado que, redacto una ley electoral, confirmando con ello que no estaban dispuestos entonces a entregar el poder público. (CONTINUARA).