Por: SEGISFREDO INFANTE

            Hace pocos días publiqué un artículo proponiendo “el sosiego” como una categoría filosófica indispensable para sortear los grandes desafíos y las celeridades vertiginosas de los sucesos históricos, a veces asfixiantes y tantas veces trágicos. No es una pura invención mía. Es más bien el resultado de observar con detenimiento que a lo largo y ancho de la “Historia” los seres humanos más o menos racionales, amén de estar inmersos en la fatiga de cada día, en el hambre, en la pugna, en la intemperie, en la excesiva comodidad y en los remolinos políticos y militares, y en medio de la jornada, o al final de la tarde, buscan una especie de placidez exterior. Por sobre todo buscan el sosiego en lo más hondo de sus almas sencillas o de sus espíritus ilustrados. Esta podría ser una subtendencia general. Con la excepción de los energúmenos y taimados, que siempre están escarbando tierra para encontrar gusanos y lanzarlos sobre los rostros de los demás.

            Desde que era un adolescente he venido escuchando que tal o cual persona ha perdido “la dulzura del carácter” en medio de una discusión. Siempre me he preguntado que si tal dulzura era consubstancial al hombre o a la mujer de que se tratara. O que si por el contrario había que alcanzarla con disciplina interna. A mi juicio el buen Sócrates logró domesticar su altanería fraguada bajo la influencia inicial de los sofistas, a pura autodisciplina interior, hasta lograr alcanzar una genuina humildad domesticada acerca de sus posibilidades y de sus límites intelectuales, enmarcado en su época peculiar, con los primeros experimentos democráticos. Sin embargo, en la plaza pública (o en el ágora) de Atenas, era dificilísimo guardar la compostura, habida cuenta de los provocadores inesperados, o pedantes que fingían “saberlo todo”, que deambulaban por aquí o por allá, en busca de camorra. Me imagino que siempre estaban provocando desequilibrar el sosiego del buscador Sócrates, sin olvidar que este filósofo mayéutico generaba animadversiones, inconscientemente, a causa de su propio método filosófico incisivo, sin jamás buscar rivalidades personales. Sócrates falleció por causa de un “homicidio” popular. Y Platón y Aristóteles, en consecuencia, se alejaron del ágora escandalosa. (He publicado varios artículos y ensayos “religados” con aquella penosa circunstancia).

            Con más de sesenta años de precaria existencia, cargada de incertidumbres a lo largo de casi toda mi vida, he aprendido finalmente algunas pocas cosas. Una de ellas es la necesidad de escuchar con asombro y silencio a los demás. A las personas jóvenes, maduras y viejas de distintas generaciones. Siempre y cuando deseen ser escuchadas y tal vez comprendidas. También he aprendido a leer detenidamente los escritos que me gustan, e incluso, a veces, los que me disgustan, porque una lectura precipitada trae consigo distorsiones y a veces acciones peligrosas. En tanto en cuanto que uno de los grandes problemas de nuestros tiempos vertiginosos y conflictivos es que nadie quiere escuchar a nadie. Por norma general la gente sólo se escucha a sí misma, en caso que posea capacidad reflexiva para auto-sincerarse. O solamente lee el párrafo que le conviene, a fin de menoscabar a cualquier autor. De ahí que vivamos en medio de una inmensa sociedad de sordos, egoístas, uniliniales y coléricos. Por eso el poeta Yorgos Seferis decía en Grecia que había que “aplicar el oído a la arena”, con el objeto de acercarse a la voz de los demás. Y el poeta Antonio José Rivas, en Honduras, sugería también colocar el oído al ras de la tierra. (Lástima que en este instante he olvidado la cita literal del poema aludido del exquisito Rivas).

            En términos teóricos no estoy descubriendo aquí nada nuevo. De hecho hay un libro de Erich Fromm titulado “El Arte de Escuchar”, que habría que releer con apertura pero con cuidado analítico. Pero es que una cosa es leer y otra cosa simultánea es ahondar personalmente en un tema o en una experiencia íntima. Digo esto porque ocurre que casi todas las semanas me encuentro con alguien que interrumpe mi silencio para montar una discusión de afirmaciones y respuestas encerradas. Hace pocos días se me acercó un “hermano protestante” para preguntarme de entrada lo siguiente: “¿Usted cree que va a ir al cielo o al infierno?”. Yo le contesté que imaginaba que él ya tenía su propia respuesta. Mi abuela materna me enseñó que el camino hacia el cielo era demasiado angosto y difícil, con muchas trampas en el camino. Pero el caballero no estaba ni remotamente interesado en escucharme. Sólo quería provocarme, acusarme y condenarme. Otro tanto ocurre en las políticas lugareñas de nuestros patios tercermundistas.

            Saber escuchar amablemente. He aquí la cuestión. Por eso frente al ruido excesivo el poeta y ensayista Cardona Chapas me recordaba hace unas semanas volver a mi viejo sueño de alejarme hacia una cabaña muy lejos de Tegucigalpa y de San Pedro Sula. Pero con mis precariedades pareciera imposible alcanzar esta ensoñación íntima. “Que me concedan un mar azul y tranquilo en el corazón de la tormenta”, expresaba Yorgos Seferis.

            Tegucigalpa, MDC, 03 de noviembre del año 2019. (Publicado en el diario “La Tribuna” de Tegucigalpa, el domingo 10 de noviembre de 2019, Pág. Siete). (Nota: Varios de estos artículos se han venido reproduciendo en el diario digital “En Alta Voz”). 

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