DOCTOR HORACIO ULISES BARRIOS SOLANO Premio Nacional de Ciencia “JOSÉ CECILIO DEL VALLE”

 

Leí un libro titulado “De animales a dioses” escrito por el Doctor YUVAL NOAH HARARU historiador y escritor israelí, profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén y de él extraigo íntegramente lo siguiente porque en este segmento está la palabra mágica “credibilidad”: “Los cauris y los dólares solo tienen valor en nuestra imaginación común Su valor no es intrínseco de la estructura química de las conchas y el papel, ni de su color, ni de su forma. En otras palabras, el dinero no es una realidad material; es un constructo psicológico. Funciona al convertir materia en mente. Pero ¿por qué tiene éxito? ¿Por qué desearía nadie cambiar un fértil arrozal por un puñado de inútiles cauris? ¿Por qué querríamos preparar hamburguesas a la plancha, vender seguros de enfermedad o hacer de canguro de tres mocosos detestables si todo lo que obtendremos por nuestro esfuerzo son unos pocos pedazos de papel coloreado? La gente está dispuesta a hacer estas cosas cuando confía en las invenciones de su imaginación colectiva. La confianza es la materia bruta a partir de la cual se acuñan todas las formas de dinero. Cuando el granjero rico vendió sus posesiones por un saco de cauris y viajó con ellos a otra provincia, confiaba en que al llegar a su destino otras personas estarían dispuestas a venderle arroz, casas y campos a cambio de las conchas. En consecuencia, el dinero es un sistema de confianza mutua, y no cualquier sistema de confianza mutua: El dinero es el más universal y más eficiente sistema de confianza mutua que jamás se haya inventado. Lo que creó dicha confianza fue una red muy compleja y a muy largo plazo de relaciones políticas, sociales y económicas. ¿Por qué creo en la concha de cauri, o la moneda de oro, o el billete de dólares? Porque mis vecinos creen en ellos. Y mis vecinos creen en ellos porque yo creo en ellos. Y todos creemos en ellos porque nuestro rey cree en ellos y los exige en los tributos, y porque nuestro sacerdote cree en ellos y los reclama en los diezmos. Tomemos un billete de un dólar y observémoslo con detenimiento. Veremos que es simplemente un pedazo de papel de color con la firma del secretario del Tesoro de Estados Unidos a un lado y la leyenda “En Dios confiamos” en el otro. Aceptamos el dólar como pago, porque confiamos en Dios y en el secretario del Tesoro de Estados Unidos. El papel crucial de la confianza explica por qué nuestros sistemas financieros están tan fuertemente entrelazados con nuestros sistemas políticos, sociales e ideológicos, por qué las crisis financieras suelen desencadenarse por acontecimientos políticos, y por qué el mercado de valores puede subir o bajar en función del humor que tengan los empresarios en una mañana concreta.

Inicialmente, cuando se crearon las primeras versiones de dinero, la gente no tenía este tipo de confianza, de modo que fue necesario definir como «dinero» cosas que tenían un valor intrínseco real. El primer dinero conocido de la historia, el dinero de cebada sumerio, es un buen ejemplo. Apareció en Sumer hacia 3000 a.C., en la misma época y el mismo lugar, y en las mismas circunstancias, en las que apareció la escritura. De la misma manera que la escritura se desarrolló para dar respuesta a las necesidades de intensificar las actividades administrativas, el dinero de cebada apareció para dar respuesta a las necesidades de actividades económicas que se hacían más intensas. El dinero de cebada era simplemente cebada: cantidades fijas de granos de cebada utilizadas como una medida universal para evaluar e intercambiar todos los demás bienes y servicios. La medida más común era la sila, equivalente aproximadamente a un litro. Cuencos normalizados, cada uno de ellos con capacidad para una sila, se produjeron en masa para que, siempre que la gente tuviera necesidad de comprar o vender algo, fuera fácil medir las cantidades de cebada necesarias.

También los salarios se establecían y se pagaban en silas de cebada. Un obrero ganaba 60 silas al mes y una obrera 30 silas. Un capataz podía ganar entre 1.200 y 5.000 silas. Ni el más hambriento de los capataces podía comer 5.000 litros de cebada en un mes, (recordemos la elasticidad e inestabilidad de la demanda) pero podía utilizar las silas que no comía para comprar todo tipo de artículos: aceite, cabras, esclavos y alguna otra cosa para comer que no fuera cebada. Aunque la cebada tiene un valor intrínseco, no fue fácil convencer a la gente para que la utilizara como dinero en lugar de como cualquier otra mercancía. Para comprender por qué, piense el lector qué ocurriría si llevara un saco lleno de cebada a su centro comercial local, e intentara comprar una camisa o una pizza. Probablemente, los vendedores llamarían a seguridad. Aun así, era algo más fácil llegar a confiar en la cebada como el primer tipo de dinero, porque la cebada tiene un valor biológico intrínseco. Los humanos pueden comerla. Por otra parte, la cebada era difícil de almacenar y transportar. El gran avance en la historia del dinero se produjo cuando la gente llegó a confiar en dinero que carecía de valor intrínseco, pero que era más fácil de almacenar y transportar. Tal dinero apareció en la antigua Mesopotamia a mediados del tercer milenio a.C. Era el siclo de plata. El siclo de plata no era una moneda, sino 8,33 gramos de plata. Cuando el Código de Hammurabi declaraba que un hombre superior que matara a una mujer esclava tenía que pagar a su dueño 20 siclos de plata, esto significaba que debía pagar 166 gramos de plata, no 20 monedas. La mayor parte de los términos dinerarios en el Antiguo Testamento se dan en términos de plata y no de monedas. Los hermanos de José lo vendieron a los ismaelitas por veinte siclos de plata, o 166 gramos de plata (el mismo precio que una esclava; después de todo, era un joven).

A diferencia de la sila de cebada, el siclo de plata no tenía un valor intrínseco. La plata no se puede comer, beber ni hacer vestidos con ella, y es demasiado blanda para producir herramientas útiles: los arados o las espadas de plata se deformarían casi tan rápidamente como las hechas de papel de aluminio. Cuando son usados para algo, la plata y el oro son transformados en joyas, coronas y otros símbolos de jerarquía: bienes de lujo que los miembros de una determinada cultura identifican con un nivel social elevado. Su valor es puramente cultural. Los pesos fijados de metales preciosos acabaron dando origen a las monedas.

Las primeras monedas de la historia las hizo acuñar hacia el año 640 a.C. el rey ALIATES de Lidia, en Anatolia occidental. Estas monedas tenían un peso normalizado de oro o plata, y se acuñaban con una marca de identificación. La marca testificaba dos cosas. Primera, indicaba cuánto metal precioso contenía la moneda. Segunda, identificaba la autoridad que emitía la moneda y que garantizaba su contenido. Casi todas las monedas en uso en la actualidad son descendientes de las monedas de Lidia. Las monedas tenían dos ventajas importantes sobre los lingotes de metal sin marcas. Primera, estos tenían que pesarse para cada transacción. Segunda, pesar el lingote no es suficiente. ¿Cómo sabe el zapatero que el lingote de plata que yo le entrego para pagar sus botas está hecho realmente de plata pura, y no de plomo cubierto en el exterior por un delgado revestimiento de plata? Las monedas ayudan a resolver estos problemas. La marca impresa sobre ellas atestigua su valor exacto, de manera que el zapatero no necesita tener unas balanzas en su caja registradora. Y más importante todavía: la marca en la moneda es la rúbrica de alguna autoridad política que garantiza su valor. La forma y el tamaño de la marca variaron enormemente a lo largo de la historia, pero el mensaje era siempre el mismo: «Yo, el Gran Rey Fulano de Tal, os doy mi palabra personal de que este disco de metal contiene exactamente cinco gramos de oro. Si alguien osa imitar esta moneda, eso significa que está falsificando mi propia firma, lo que sería una mancha en mi reputación. Castigaré este crimen con la mayor severidad». Esta es la razón por la que la falsificación de moneda siempre se ha considerado un crimen mucho más grave que otros actos de impostura. Producir moneda falsa no es solo timar: es una violación de soberanía, un acto de subversión contra el poder, los privilegios y la persona del rey. El término legal era lèse majesté («lesa majestad»), y se solía castigar con la tortura y la muerte. Mientras el pueblo confiara en el poder y la integridad del rey, confiaban en sus monedas. Personas totalmente extrañas podían aceptar fácilmente el valor de un denario romano, porque confiaban en el poder y la integridad del emperador romano, cuyo nombre e imagen adornaban la moneda. A su vez, el poder del emperador se apoyaba en el denario. Pensemos simplemente en lo difícil que hubiera sido mantener el Imperio romano sin monedas, si el emperador hubiera tenido que recaudar impuestos y pagar salarios en cebada y trigo. Habría sido imposible recaudar impuestos de cebada en Siria, transportar los fondos a la tesorería central en Roma y transportarlos de nuevo a Britania con el fin de pagar a las legiones que allí había. Habría sido igualmente difícil mantener el imperio si los habitantes de la propia Roma hubieran creído en las monedas de oro, pero los galos, griegos, egipcios y sirios hubieran rechazado esta creencia y hubieran depositado su confianza en cauris, cuentas de marfil o rollos de tela.

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