Por: SEGISFREDO INFANTE

            Frente a la ruptura del tejido social en tantos rincones del mundo, y frente a la incapacidad de sostener conversaciones políticas inteligentes y flexibles, es menester la reflexión inevitable basándonos en experiencias históricas y en una visión futura anclada en lo humanístico. Porque los valores humanos concretos parecieran salir sobrando cada vez que se interpone un proyecto inmediatista o una cosmovisión rígida, anquilosada y análoga a los ferrocarriles herrumbrosos de finales del siglo diecinueve y primera mitad del hermoso, dramático y sangriento siglo veinte. Claro, el extremo contrario de la oxidación férrea, es la pasión de aquellos que todavía gustan experimentar y vivir en las burbujas financieras y económicas dogmáticas, inmensamente dañinas, alejadas de la carnalidad humana, que se pusieron en boga en las décadas del ochenta y del noventa del siglo recién pasado, hasta llegar al gran estallido burbujeante del año 2008, con sus consecuencias colaterales, en donde la clase media mundial cosechó la peor parte. Los ahorrantes de toda una vida, los pensionados y los trabajadores quedaron literalmente en la calle de un día para otro, incluso en países ricos y aparentemente estables como la República de Islandia. Empero (en tanto que el análisis riguroso debe ser integral e imparcial), se debe reconocer que ahí donde existen dirigentes racionales, sistemas parlamentarios fuertes y conocimientos históricos acumulados, las sociedades suelen recuperar el bienestar colectivo y empresarial en pocos años.

            Estas preocupaciones saltan a la vista con los sucesos recientes en Brasil, en donde una turba de vándalos con aparentes idearios, determinaron tomarse las instalaciones internas de los tres poderes del Estado, provocando daños físicos y morales por doquier, pretendiendo socavar la frágil democracia brasileña (la cual todavía existe y persiste), queriendo imitar el vandalismo y el asalto al Capitolio en Estados Unidos de Norte América, la democracia supuestamente más sólida del mundo.

No se trata de simpatizar o de estar en contra del presidente, de origen proletario, Luiz Inácio Lula da Silva. Se trata, más bien, de que el hombre es un luchador democrático que ganó las elecciones recientes con un ligero margen de ventaja, y que en el pasado tuvo un desempeño presidencial plausible, protegiendo a los hambrientos y a los bosques, pero también a la clase media brasileña, cosa que los extremistas de ambos bandos suelen ignorar, por aquello de las viejas herrumbres ideopolíticas. Y es que “Lula” pareciera comprender el funcionamiento de los mercados nacionales e internacionales. Y ha hecho llamados sinceros a la unidad de todos los bandos en pugna. La dificultad es que la palabra “unidad” ha sufrido un vaciamiento conceptual objetivo, por la tremenda insinceridad de aquellos que la utilizan. Lo mismo que el vaciamiento de los conceptos de “política” y “democracia”, términos que en la práctica mercadológica han resultado demasiado permisivos, porque han abierto las ventanas y las puertas a los ultrafanáticos y a los oportunistas de cualquier signo, a veces con nostalgias de totalitarismo, fenómeno que fue excluyente en casi todos los terrenos de la existencia física y espiritual.

La experiencia milenaria enseña que el diálogo es la mejor salida frente a las encrucijadas históricas, políticas y económicas. Pero tal diálogo debe ser fuerte, sincero, abierto, persuasivo y consistente en el largo plazo. Dialogar no significa, de ningún modo, quebrarle el brazo al contertulio, ni tampoco arreciar contra sus debilidades, sino que buscar los puntos de empalme entre los bandos en pugna y buscar a todo trance la conciliación duradera que hace posible la convivencia social. Un solo ejemplo de incapacidad de diálogo fue el de Adolf Hitler, pues cada vez que celebraba un pacto con los posibles adversarios, era con el único propósito de ganar tiempo y destruir, unos meses más tarde, a los sectores y países con los cuales había pactado la paz. Hitler es un ejemplo clásico negativo de la cerrazón ideológica y de la ambición personal desmedida. Pero hay otros ejemplos destructivos, que por ahora omitiré sus patronímicos.  

Si el hombre es por naturaleza social un “ser político” (“zoon politikón”) y en consecuencia un “ser racional”, deviene obligado a dialogar en todo momento; o a guardar silencio estratégico cuando es indispensable. Pero también deviene obligado a convivir en lo individual y en lo colectivo. De los “Diálogos” de Platón se deduce que el concepto de justicia esencial, o entrañable, consiste “en que los hombres nunca se hagan daño unos a otros”. Pero resulta que tal idea universal (o universalizante) se pierde de vista a la vuelta de la esquina. Dialogar significa, además, avanzar en los acuerdos, pero también ceder terrenos claves. Aquellos que nunca ceden terreno y son incapaces de pactar acuerdos sostenidos sólo evidencian, frente a la “Historia”, su dolorosa y pobrísima irracionalidad. Esperemos que en Brasil se resuelvan los problemas conciliatoriamente.  

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