FERNANDA VANEGAS

Especialista Derechos de las Mujeres e Igualdad de Género en CIDH – OEA.

Como cada año el 8 de marzo, en nuestro vasto y desigual continente, las organizaciones de defensa de los derechos de las mujeres han convocado manifestaciones, actos conmemorativos, huelgas feministas y ‘paros de mujeres’. En México, San Salvador, Quito, Bogotá, Lima, Santiago de Chile, Buenos Aires, Rio de Janeiro y en tantas otras ciudades, miles de mujeres, de todas las edades recorrerán las calles con pañuelos verdes, cruces moradas, banderas arcoíris, vendas en los ojos y señas de #NiUnaMenos. ¿Por qué, año tras año, miles de mujeres salen a las calles el 8 de marzo? ¿Por qué, en América latina y el Caribe, estas movilizaciones han tomado tal fuerza?  

Porque aún hoy, las mujeres continúan siendo objeto de violencia y de discriminación, porque siguen enfrentando innumerables y profundos obstáculos para gozar plenamente de sus derechos fundamentales y porque, en definitiva, ser mujer continúa siendo considerado ser menos que un hombre. El 8 de marzo, las mujeres no quieren ni flores ni bombones, quieren igualdad.

Si bien el derecho de las mujeres a la igualdad es un principio fundamental de las sociedades democráticas modernasLatinoamérica es hoy la región del mundo más peligrosa para ser mujer, según Naciones Unidas. Aunque de forma generalizada los Estados, garantes de los derechos fundamentales, han adoptado las normas buscando otorgar derechos y protección a las mujeres, los marcos normativos continúan siendo desiguales, poco efectivos, muchas veces deficientes y a veces, incluso, regresivos. En algunos países la discriminación contra las mujeres no está penada, a la vez que subsisten normas claramente discriminatorias contra ellas. Por ejemplo, normas de regulación patrimonial del matrimonio que establecen al hombre como ‘representante del hogar’ en Nicaragua y en Honduras, en Santa Lucía el Código Civil estipula que el esposo debe protección a su esposa y ella le debe obediencia a su marido, y en Chile tras el matrimonio, el marido se vuelve el administrador de los bienes de la mujer bajo el régimen de sociedad conyugal.

Además, existen múltiples factores que perpetúan la discriminación contra las mujeres e incrementan su situación de riesgo: el machismo, el patriarcalismo y la prevalencia de estereotipos sexistas sobre los roles y responsabilidades que deben tener hombres y mujeres continúan profundamente arraigados en las sociedades latinoamericanas y caribeñas. La normalización de la violencia contra las mujeres y la tolerancia social frente a actos de violencia física, psicológica, sexual, económica cavan una profunda brecha entre las normas existentes y la vida cotidiana de millones de mujeres. Una consecuencia directa de la prevalencia de patrones estereotipados en la sociedad es el trato que reciben las mujeres víctimas de violencia por parte de las autoridades que deberían protegerlas. En todos los países de la región y sin excepción, las mujeres son tildadas de ‘histéricas’ y ‘exageradas’ al intentar denunciar una forma de violencia contra ellas. Cuando las madres reportan a sus hijas desaparecidas, escuchan que ‘no es grave, seguro se fue con el novio’ o simplemente, que ‘ya regresará’. Esto le dijeron a la madre de Juliana Compoverde en Ecuador o a las compañeras y familiares de Solisiret Rodriguez en Perú cuando las autoridades desestimaron las denuncias de desaparición, solo para encontrar, tiempo después, los cuerpos de las mujeres que buscaban. ‘Algo habrá hecho’, ‘son cosas de pareja’, ‘eso pasa por andar sola’ y así, en un sinfín de actitudes estereotipadas y discriminatorias que socavan el acceso a la justicia de mujeres y niñas en todos los países.

La violencia contra las mujeres y las niñas en la región toma diversas formas, pero en todos los casos tiene el mismo origen, y el mismo fin. Es una violencia resultado de las relaciones de poder históricamente desiguales entre hombres y mujeres que busca, justamente, reafirmar la superioridad del hombre sobre la mujer. Los asesinatos, la violencia sexual, el acoso, las amenazas, la violencia económica y las demás formas de violencia de género son violencias cometidas contra la mujer por el hecho de ser tal. Por ejemplo, el tipo penal de feminicidio busca justamente visibilizar la comisión del asesinato de una mujer por motivos de odio o menosprecio en razón de su género. A pesar de que este delito ha sido tipificado en 18 países de la región, su investigación y sanción sigue siendo tarea pendiente. En países como Colombia o México, la impunidad de estos crímenes supera el 90% de los casos y envía un mensaje social de tolerancia que favorece su repetición. El carácter misógino de estos asesinatos se ve claramente reflejado en el terrible ensañamiento con el que son cometidos: en Guatemala se contabilizan por decenas los casos de mujeres decapitadas; en El Salvador y en Honduras, las mujeres son desmembradas a hachazos; y en México, el crimen de Íngrid Escamilla –asesinada, desollada y mutilada– ha sido un trágico ejemplo más de los miles de casos que ocurren en el país cada año.

En América latina y en el Caribe, las niñas siguen estando gravemente desprotegidas e invisibilizadas. Es un hecho que las mujeres están en riesgo o sufren violencia a lo largo de todo su ciclo de vida: a todas las edades, en todos los países. Las niñas pasan desapercibidas bajo la categoría sin edad de ‘mujeres’ que no consideran las necesidades especiales de protección que requieren por su condición de crecimiento y de desarrollo; o quedan invisibilizadas bajo la categoría ‘niñez’ que no tienen en cuenta su género y lo que enfrentan precisamente por su condición femenina. Algunas formas de violencia se dan específicamente contra ellas, como por ejemplo el matrimonio infantil y las uniones de hecho, socialmente aceptadas pero que ponen a las niñas en graves situaciones de riesgo; la violencia sexual, mayormente por personas de su entorno o en sus escuelas, resulta igualmente en elevadísimas tasas de embarazo infantil en la región. Diversas formas de explotación laboral afectan a miles de niñas en el continente, como el trabajo doméstico o incluso el trabajo esclavo, como los terribles casos de niñas esclavas en Haití o la práctica de las ‘criaditas’ en Paraguay.

Además, subsisten formas de violencia que permanecen invisibilizadas o inadecuadamente abordadas dado el menor grado de desarrollo de normas, de iniciativas de políticas públicas o de normas especializadas al respecto. Por ejemplo, la violencia obstétrica está ampliamente difundida en la región mientras que pocos son los países que han abordado integralmente esta problemática. En el marco del conflicto armado en Colombia, niñas y mujeres fueron obligadas a abortar contra su voluntad, en procedimientos salvajes, dolorosos y peligrosos. En Perú, Canadá y México, miles de mujeres pobres, campesinas o indígenas han sido víctimas de esterilizaciones forzadas. De manera cotidiana, cientos de mujeres encuentran tratos degradantes y humillantes en el marco de sus maternidades, antes, durante o después del parto, a través de la región. Muchas de ellas no saben siquiera que han sido víctimas de abusos, no existen leyes para protegerlas y rara vez los responsables son sancionados.

Los cuerpos de las mujeres continúan siendo un asunto público y no un tema privado de cada una de ellas. Dados los roles de género atribuidos a las mujeres y construidos socialmente alrededor de la maternidad y de las tareas de cuidado, el estereotipo de la mujer como madre constituye una pieza central en las sociedades latinoamericanas y caribeñas. Este estereotipo constituye una carga adicional para las mujeres y uno de los principales obstáculos para lograr la igualdad de género al impedir su pleno acceso y desempeño escolar, laboral, su participación política o su toma libre de decisiones. Un punto fundamental de la agenda feminista latinoamericana es el derecho a la autonomía de las mujeres y en particular, de su autonomía sexual y reproductiva. En la región, únicamente Cuba y Uruguay disponen de acceso al aborto libre y legal. En los países en que el aborto ha sido legalizado en diversas modalidades, numerosos son los obstáculos que las mujeres deben enfrentar, como ha quedado evidenciado en la reciente discusión de la Corte Constitucional en Colombia. En El Salvador, Honduras y República Dominicana, la interrupción del embarazo está prohibida en todos los casos, para todas las mujeres, incluso para niñas, aunque fueran casos de violencia sexual, o a pesar de que el embarazo ponga en riesgo la vida de la mujer. La interrupción legal del embarazo y el pleno goce de los derechos sexuales y reproductivos es un tema de salud pública, un tema de violencia y de discriminación contra las mujeres y una deuda histórica para todas ellas.

Además, no todas las mujeres sufren violencia por igual. Ser mujer indígena, afrodescendiente o con discapacidad; ejercer como periodista, defensora de derechos humanos o tener compromisos políticos; ser mujer migrante o mujer privada de libertad; ser niña o ser adulta mayor; ser mujer lesbiana, bisexual, trans o ser percibidas como tal, todos éstos son factores que agravan y agudizan el riesgo de sufrir violencia en cualquiera de los países de América Latina y del Caribe.

¿Por qué, año tras año, miles de mujeres salen a las calles el 8 de marzo? Porque la violencia y la discriminación se da todos los días, en todos los países, para todas y en todos los espacios: en los hogares, las escuelas, los hospitales, en el trabajo, en el campo, en la calle, en los transportes e incluso en las manifestaciones y protestas. Porque las mujeres, más de la mitad de la población del continente, continuarán exigiendo la igualdad, la protección y los derechos del que son depositarias. Sin flores, ni bombones: con pañuelos verdes, con cruces moradas, con banderas arcoíris, con pancartas, con cantos, con consignas, con sus voces. Para lograr una sociedad igualitaria, justa, libre de violencia y plenamente democrática, la movilización será cada vez más grande, cada 8 de marzo y cada día.

Ilustración: CIDH

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