Por: SEGISFREDO INFANTE
Nunca olvido que en las festividades de la “Patria Grande” diferentes profesores de educación primaria gustaban de ponerme a leer, en el estrado, la “Oración del hondureño” de Froylán Turcios. En el texto se vaticinaba el florecimiento de unas “industrias” y “riquezas” espléndidas “bajo un cielo de zafiro.” El prosista y poeta olanchano sugería que teníamos que huir “del alcohol y del juego” y de todo cuanto pudiera “disminuir” la personalidad del autor y de cualquier otro hondureño. O centroamericano. No siempre hemos sido coherentes con la prédica turciana; ni siquiera sus amigos más cercanos de aquella época.
A propósito del “Día de la Bandera Nacional” y del inicio de las fiestas patrias en que mi amigo Atanasio Herranz ofrecía una charla sobre “La influencia de las lenguas indígenas en el español de Honduras” en una universidad catracha, al evento llegaron varios ancianos y adolescentes a cantar, a leer poesía y a danzar con diferentes tipos de música. Mientras observaba que los jóvenes danzaban con inmenso entusiasmo se combinaron en mi ánimo fatigado dos sentimientos contradictorios pero complementarios: Por un lado la alegría compartida con los jóvenes universitarios y de secundaria. Y por otra parte un sentimiento de indefinible tristeza al meditar, para mis adentros, en el posible futuro sombrío de las nuevas generaciones de hondureños, con una promesa turciana alicaída. No por culpa de Turcios sino por culpa nuestra y por causa de la dinámica histórica nacional e internacional que suele escaparse de nuestras manos e hipotéticos designios. Como sugeriría el Barbudo de Tréveris, somos simples criaturas acorraladas por los hechos históricos y económicos.
Una persona sensata sugirió, en medio del evento, que “Honduras es un gran país que merece salir del pozo…, y que cada uno ponga lo mejor de sí mismo.” Considerando que los pozos pueden ser sombríos y a veces tenebrosos, pensé que los retos inmediatos y de largo plazo son inmensos para los hondureños de buena voluntad, y sobre todo frente a las nuevas generaciones que caminan con hermosos ensueños (o desilusiones) al borde de los precipicios ya conocidos que nosotros los catrachos exageramos más allá de todo límite, sin dejar un espacio indispensable a la reflexión cautelosa. Digo esto porque de lo poco que he viajado he logrado colegir que otros “latinos” menos dados a la autoflagelación hacen fuertes críticas a sus propios países pero sin salirse jamás de sus carriles. Nosotros los hondureños, en cambio, perdemos de vista que cuando flagelamos en forma desmesurada a alguien o a los demás, nos flagelamos nosotros mismos, sin ninguna esperanza inmediata.
Leí en fechas pasadas, en la medida de mis posibilidades muy limitadas, la verdadera entrevista del tecnócrata Mark Zuckerberg sostenida con el historiador y publicista Yuval Noah Harari. Zuckerberg se empeñó en mencionar a Honduras alrededor de cinco veces o quizás siete. Harari hizo apenas un par de referencias respecto de Honduras. Es más, en otra entrevista posterior Harari expresó más o menos lo que sigue: “Soy historiador. No soy profeta de ningún país”. Lástima grande que no tengo la segunda entrevista a la mano a fin de citarlo con más propiedad. Esto es importante en tanto que debemos analizar las terribles dificultades hondureñas, inmediatas y futuras, sin perder la esperanza en ningún momento (lo he dicho tantas veces) y sin decaer en los tremendismos consabidos y en los odios paralizantes de la vida nacional.
Es cierto que los rencores derivan de los instintos tribales que todavía padecemos en los albores del tercer milenio. Rencores que pueden ser domesticados hasta alcanzar una auténtica vida civilizada. Los rencores y los odios son parientes genéricos de la misma especie; pero aquí conviene puntualizar que con los odios de por medio jamás se construyen sociedades sólidas. Ni éticas. Con odio ni siquiera se puede organizar una pequeña empresa exitosa, construir una aula moderna, montar una biblioteca pública con libros plurales y mucho menos insertar a un país en el concierto de las naciones en donde los “Estados” e idiosincrasias suelen ser diferentes. Cuando predomina el odio se paralizan todas las acciones creativas de un individuo, una comuna, una ciudad o de un país entero. Nada prospera en los territorios estériles del rencor y del odio.
La solución, a mi juicio, es la reflexión sosegada y sistemática, la crítica moderada y la búsqueda de factibilidades eficaces para el desarrollo concreto. Es decir, buscar los puntos de encuentro de todos los sectores sociales y económicos posibles. En mi caso personal mis reflexiones son históricas y filosóficas. (Sin desdeñar la poesía). Es absurdo que alguien me pida que razone por fuera de la gran “Filosofía” de todos los tiempos. Así que mis humildes contribuciones sólo pueden ser canalizadas por el sendero lógico del sosiego. Yo camino con la esperanza promisoria, “froylanturciana”, de una Honduras espléndida cargada de riquezas por doquier, aunque sea muy a mediano plazo.