Por: SEGISFREDO INFANTE

Todo se percibe de color gris brumoso. Como indeterminado. Inclusive en las grandes metrópolis. Porque con las salvedades del caso los pueblos transitan, en la actualidad, por los puentes, desiertos, selvas, mares, ríos y las junglas de la incertidumbre con inocultable desencanto. Parafraseando a Rubén Darío, no sabemos ni de dónde vienen ni hacia dónde van. En medio de las continuas confrontaciones los seres humanos que anhelan la tranquilidad y la relativa paz, buscan los recodos del camino con el fin inmediato de respirar oxígeno; o salvaguardar sus vidas; o escalar una colina escabrosa con la bella ilusión de atalayar mejores enrumbamientos.  

Siguiendo en este punto específico al filósofo neomarxista alemán Ernst Bloch (exiliado en Estados Unidos en los tiempos hitlerianos), la “Esperanza” se convierte en un principio vital, pero también racional, misma que los hombres y mujeres resguardan en sus hogares o en el fondo de sus corazones, con el añadido que siempre se trabaja, desde el centro del “ser”, en la tarea de convertirnos en mejores seres humanos. Aquellos que han hojeado el “Principio de esperanza” de Ernst Bloch, saben que en medio de sus páginas utópicas hay fuertes sedimentos griegos, pero igualmente bíblicos, en los que se anexa la personalidad y el discurso de Jesús de Galilea. Al releer sus páginas se vuelve a respirar algo del oxígeno espiritual que han buscado, y siguen buscando, los pueblos de diferentes confesiones, en distintas partes del globo. (Ernst Bloch, lo mismo que Erich Fromm, son dos pensadores moderados a quienes he citado en varios artículos en el curso de las décadas y los años).

Después de las dos grandes guerras mundiales, las más cruentas represiones, los genocidios más espantosos, las hambrunas y los conflictos regionales acaecidos en el discurrir del siglo veinte, varios pensadores y escritores creyeron que había llegado el momento de caer en una absoluta frialdad; o en el “sinsentido” de la existencia. Otros continuaron, a pesar de todo, cultivando la esperanza de los individuos y los pueblos, y realizando trabajos tesoneros de reconstrucciones nacionales e internacionales, con los ojos puestos en la posible o probable libertad.

El caso de Vietnam es digno de estudiarse imparcialmente, en tanto que después de los desastres derivados de la espantosa guerra regional, en vez de decaer en terribles lamentaciones y xenofobias, se pusieron a trabajar, a reconstruir su país y a abrirse a los mercados internacionales, con un crecimiento económico promedio que oscila entre el ocho y el seis por ciento anual, reduciendo la pobreza extraordinariamente, análogo al caso de China Popular, en las últimas cuatro décadas. Quizás algo tenga que ver en ello la poesía tranquila de Ho Chi Minh, misma que nunca estuvo recargada de odio, y que releo de cuando en cuando. Otro ejemplo análogo interesante es el de Singapur, un país insular con cuatro religiones, que padeció calamidades derivadas de la “Segunda Guerra Mundial”, y que hoy brilla entre las pequeñas naciones capitalistas desarrolladas del mundo, a pesar de que en mi fuero interno me provocó incomodidad el tipo de personalidad autoritaria que se desprendió de su jefe fundador: Lee Kuan Yew.

Dadas las actuales circunstancias es harto difícil rehabilitar la alegría de existir que merecen todos los seres humanos, al margen de los estratos sociales y de los credos de los cuales provengan. No hablo de la felicidad suprema, en tanto que ésta es un cúmulo de dichas que colindan con la mera utopía. Hablo del simple deseo de continuar viviendo y respirando; de poseer esperanzas e ilusiones; lo mismo que un techo digno bajo el cual guarecerse en los días y en las noche inclementes; con ingresos monetarios estables y accesibilidad a los servicios médicos; con las respectivas vacaciones y la oportunidad espléndida de leer buenos libros de diversas proyecciones intelectuales, tal como debe ser en sociedades que aspiran a un desarrollo integral, según lo han sugerido varios autores, incluyendo al mismo “Barbudo de Tréveris”.

Creo que el filósofo francés Jean-Paul Sartre (la memoria podría traicionarme) fue quien propuso que en la apariencia se encuentra la esencia. Aunque disiento de la consistencia final de tal postulado, la verdad es que hay una relación categorial innegable, directa e indirecta, entre la esencia y la apariencia, aun cuando sean cosas diferentes, como el ser y los modos accidentales del ser, de acuerdo con Aristóteles.

Según mi limitado juicio, los pueblos que aparentan desdicha, es que en el fondo son desdichados. Ahora mismo lo percibimos con las crisis humanitarias ligadas a las grandes migraciones como pocas veces se había visto en la “Historia”. Por otro lado, los pueblos desdichados que aparentan felicidad, es para consumo de los turistas.      

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