Por: SEGISFREDO INFANTE

            Roque Ochoa Hidalgo fue la primera persona a quien le escuché decir el nombre del poeta español Miguel Hernández Gilabert. Pero en aquellos lejanos días, en el segundo lustro de la década del setenta, los nombres de pensadores, dramaturgos y poetas abundaban en medio de nuestras conversaciones, cafeterías y copas de buen vino. Así que el nombre del poeta republicano pasaba como desapercibido. Pero al leer las memorias de Pablo Neruda reparé en el tránsito fugaz de aquel joven ibérico que según mi opinión fue uno de los mejores versificadores métricos de la lengua castellana, después de Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León, Francisco de Quevedo, Góngora y Argote y Rubén Darío, tomando como punto referencial la fluidez de los autores mencionados.

            Más tarde, al releer los poemas de don Roque Ochoa Hidalgo, ya en la década del ochenta, percibí que se encontraba influido por las técnicas de Miguel Hernández, más que todo en lo concerniente a los sonetos y los giros amorosos. Deseo enfatizar que Roque Ochoa (QEPD) ha sido uno de los mejores sonetistas de Honduras, y mucho más que eso; pero se le ha ignorado por su condición de humilde tipógrafo y por su rol de dirigente sindical de las industrias gráficas de Honduras. Su obra poética: “Del alba al atardecer” (recopilada en agosto de 1990) merece ser releída y reconsiderada, más por la profundidad de su pensamiento que por la excelente técnica del verso.

            Respecto de Miguel Hernández viene al caso mencionar una carta que en fecha reciente me ha hecho llegar don José Carlos Balaguer Paredes, director del Centro Cultural de España en Tegucigalpa. Junto a la carta se incluyó, en un sobre, el libro “Miguel Hernández. Antología poética”, publicado por la Editorial Universitaria de la UNAH, con palabras de Luis Larrabide y Anarella Vélez Osejo. Todo ello en ocasión de haberse celebrado, el año pasado, el “Ochenta Aniversario” de la muerte del poeta, quien falleció de tuberculosis en 1942, confinado y desatendido en una cárcel.  

            La “Antología poética” del Centro Cultural de España la he comparado, sobre la marcha, con otra vieja antología publicada en 1981 por “Ediciones Cátedra” de Madrid, bajo el título de “Miguel Hernández, el hombre y su poesía”. En ambos compendios se detecta, a simple vista, la capacidad de versificación y las técnicas que utilizaba el poeta Hernández, partiendo del verso más o menos libre, pasando por diversas métricas menores y mayores, el “pie quebrado”, hasta retornar al romancero y a las coplas tradicionales de la poesía castellana, un poco a la manera de Federico García Lorca.

            Por cronología se supone que Miguel Hernández pertenecía a la generación de “1935”; pero, por amistad y cercanía se le ubica, según Luis Larrabide, en la glamorosa generación gongorina de “1927”, en cuyo seno recibió la influencia directa del gran Vicente Aleixandre, Pablo Neruda y otros más. De hecho le dedica poemas a ambos escritores, el primero español y el segundo chileno. Pero lo que más me llama la atención es que le escribe un poema a la joven filósofa en proceso de formación María Zambrano, titulado “La morada amarilla”. Leamos algunas estrofas de tal poema: “Muy pobremente rica,// muy tristemente bella,// la tierra castellana ¿se dedica?// a ser Castilla: ¿ella?” (…) “!No hay luz! más aflictiva// ¡No hay altura! más honda// ¡No hay angustia! más viva.” (…)  ¡Soledad trina y una! castellana:// Dios: el viento, el molino y la besana.// La luz es un ungüento// que cura la mirada del espanto.” (…)  “¡Niña!, cuando tu pelo va de vuelo,// dando del viento claro un negro indicio,// enmienda de marfil y de artificio// ser de tu capilar borrasca anhelo.// No tienes más que hacer que ser hermosa,// ni tengo más festejo que mirarte,// alrededor girando de tu esfera.// Satélite de ti, no hago otra cosa,// si no es una labor de recordarte.// –Date prisa de amor, mi carcelera.” Es pertinente recordar que María Zambrano, además de filósofa, fue una republicana moderada, sin alardes, en el duro exilio transterrado, y una de mis escritoras favoritas.

            Siempre me ha impresionado releer el poemario “El rayo que no cesa” (1934-1935) de Miguel Hernández. Pero también otros textos de métrica impecable. Creo que por su inclinación popular republicana Hernández, y por el sentido de una fraternidad dolida y escindida, que desde el punto de vista hegeliano conducía históricamente hacia la reconciliación, este español entrañable ha ejercido influencia sobre otros escritores hispanoamericanos de “vanguardia”. En Honduras me parece que tanto José Luis Quesada (QEPD) como Fausto Maradiaga (QEPD) intentaron seguir sus huellas, sobre todo el segundo. A Víctor Meza le encantaba, en círculos amistosos, declamar “Rosario la dinamitera” de Miguel Hernández; pero igualmente declamaba otros poemas, de diversos autores, que él sabía de memoria.

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