Por: SEGISFREDO INFANTE

            Hubo un tiempo en que se conjeturaba que en Honduras se exportaba uranio, en medio de las brozas, y que por eso su posición estratégica era peleada por los bloques geopolíticos viejos y nuevos, incluyendo a algunos subgrupos ambientalistas que suelen oponerse a toda actividad minera y a todo desarrollo económico. No ha pasado de ser, hasta la fecha, una mera conjetura digna de una novela de mal gusto. La República de Chile, como ejemplo, se convertiría en un país miserable si acaso la población chilena saboteara su propia producción de cobre y de otros ricos minerales.

            Traigo el tema del uranio por la información internacional más reciente en el sentido que este elemento de la naturaleza será utilizado en las municiones antitanques en la guerra escenificada sobre el territorio de Ucrania. No deseo hablar del “uranio enriquecido”, en tanto que ya se conocen sus usos y consecuencias que podrían ser catastróficos en una conflagración atómica. O, a renglón seguido, en la fuga de otros gases y partículas radiactivas hacia la atmósfera en un colapso accidental, o deliberado, de cualquier planta termonuclear productora de energía eléctrica.

Pero el hecho específico es que el “uranio empobrecido” es como la broza sobrante de este elemento radiactivo, y sabemos que en el actual momento está provocando respuestas inmediatas y susceptibilidades políticas y humanitarias por doquier. En última instancia se comprende que el uranio abundante (“enriquecido” o “pobre”) es un químico tóxico que incluso en pequeñas cantidades afecta la piel, los riñones, el cerebro, el hígado y el corazón de las personas, y quizás podría incidir en mutaciones genéticas. Parece ser que el “uranio empobrecido” fue utilizado en proyectiles bélicos durante las dos guerras “del Golfo” y en las guerras civiles xenofóbicas de la vieja Yugoslavia. Ignoramos si acaso se han realizado estudios sobre las consecuencias de tal material radiactivo en unas guerras meramente convencionales.

Nuestro tema conecta, de cierta manera, con el colapso de uno de los cuatro reactores nucleares en Ucrania el 26 de abril de 1986, catalogándose, en aquel entonces, como la central atómica más poderosa del mundo, localizada en la frontera entre Ucrania y Bielorrusia. Por un tiempo las autoridades soviéticas escondieron los datos y la dimensión de la catástrofe, sin precedentes históricos. Pero, como la contaminación atmosférica cubrió casi toda Europa, y los subsuelos de tres países vecinos, se vieron en la circunstancia de explicarle al mundo y solicitar ayuda. Años después se construyeron, con financiamiento internacional, principalmente europeo, dos sarcófagos “seguros” que se supone durarán cien años, con el fin de aislar la radiación, motivo suficiente para que las demás naciones opinen, cuando menos, sobre las confrontaciones bélicas que fluyen entre Rusia y Ucrania. (A este respecto he leído un libro sobre el viejo desastre de Chernóbil, y he visto una película y un documental escalofriantes).

Las tropas de la Federación Rusa se tomaron, por la fuerza, los reactores nucleares de Chernóbil, el 24 de febrero del 2022; pero los soldados rusos que cavaron trincheras y se refugiaron en ellas, fueron contaminados por la radiación subsistente en el suelo, y tal vez en el agua. Así que en marzo del mismo año determinaron abandonar la zona, en parte por presiones internacionales, pero también por el peligro del contagio.  

No sabemos qué cosas mayores se juegan tras los telones del conflicto bélico. Pero la “Razón” racional indica que es apocalípticamente peligroso provocar a una potencia que posee un gigantesco arsenal atómico. Nadie ha elegido a los dirigentes actuales de las principales potencias del mundo (ni siquiera de Ucrania) para que determinen el destino negativo de todas las naciones y de la humanidad entera. Ni nos han preguntado absolutamente nada. Es cierto que configuramos entidades “inexistentes”, sobre todo en países orilleros como Honduras. Pero como seres humanos racionales y pacíficos tenemos el derecho de pensar y opinar. ¡Qué lejos se encuentra aquella utopía positiva de “la paz perpetua” postulada y pregonada por el filósofo alemán Immanuel Kant! 

La negatividad, en “Filosofía”, es un largo proceso de superación dialéctica y metafísica, desde la tesis, pasando por la antítesis hasta llegar a la síntesis, según la obra de Kant que influye a la de Hegel. Pero en una guerra regional caótica, con signos termonucleares impredecibles, lo negativo se podría convertir en un ente aniquilador absoluto, tal como lo percibió Robert Oppenheimer al comparar el estallido de la primera bomba atómica con el dios o “ángel de la muerte”, que se sugiere en la obra hindú “Bhagavad-Gita” y en los mismos textos bíblicos veterotestamentarios. Me parece, de manera metafórica, que algunos desean acariciarle las barbas y pezuñas a Satanás. (Ojalá que en Nueva Delhi, en la India o “Bharat”, se equilibren los desequilibrios mundiales).

 

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