Por: SEGISFREDO INFANTE

            Varios autores y colegas han comentado, y comentarán, la obra cuentística, teatral, profesoral y cinematográfica de Eduardo Bähr, de tal modo que nuestro artículo podría ser uno más, entre tantos otros. Pero el fallecimiento de uno de los narradores más prestigiosos de la llamada “vanguardia de la literatura” hibuerense, merece que me detenga a colocar un ramillete sencillo sobre una corona fúnebre abundante. Así que me concentraré en rememorar aquellos encuentros ocasionales con el amigo, desde que nos conocimos en el viejo Paraninfo de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, en una presentación de teatro popular, allá por la década del setenta.  

            Eduardo Bähr será de grata recordación para aquellos que lo conocimos en distintas fases y facetas de su vida personal e intelectual. La segunda vez que nos encontramos, siempre en los años setenta, sucedió en una fiesta de profesores y dirigentes estudiantiles de secundaria. Los estudiantes representados éramos Aníbal Barrow (QEPD), Ana Varela y el autor de estos renglones. La mayor parte de los profesores provenía de la vieja “Escuela Superior del Profesorado”. Eduardo era un hombre joven, simpático, un poco pálido y excesivamente delgado.

            El tercer encuentro memorable con Eduardo Bähr ocurrió cuando el hombre recién había retornado de realizar unos estudios en Estados Unidos, también en el segundo lustro de la década del setenta. En su retorno hablaba de autores como Jorge Luis Borges y Ray Bradbury, escritores que por aquellos días eran poco mencionados en nuestro restringido medio catracho. Aunque seguíamos viéndonos ocasionalmente, a comienzos de la década del noventa elaboré sobre la marcha un dictamen favorable sobre su libro atractivo “El Diablillo Achís”. Eduardo le insistió al licenciado Oscar Cerrato, a la sazón director de la vieja Editorial Universitaria (1991), que dicho dictamen se introdujera como prefacio de la obra. Al final el dictamen se incluyó (contra mis deseos) en las páginas de la primera edición del libro juvenil, suceso que se convirtió en motivo de escarnio contra mi persona y la casa editora, en capillas ardientes y transitorias de nuestro medio lugareño.

            Una sola vez, en el segundo quinquenio de la reiterada década del setenta, le hice un reclamo respetuoso por los resultados de un concurso universitario de narrativa, en el cual había participado un discípulo y admirador suyo, y amigo muy cercano nuestro. Educadamente me explicó que la persona que habían premiado estaba pasando por una situación económica precaria, y que era indispensable auxiliarle. Y que lo disculpara con el discípulo aludido. Nunca más hubo reclamos. Ni de una parte ni de la otra. Excepto silencios, saludos, conversaciones rápidas y apretones de manos.

            A mediados de la década del noventa Eduardo Bähr me invitó, de modo inesperado, a ofrecer una charla sobre mi poesía en la Universidad Pedagógica Nacional “Francisco Morazán”. Como aquella conversación con sus alumnos discurrió por caminos confidenciales, la situación resultó sincera y cargada de gratuidad. En aquel contexto conocí a la profesora Ubelia Celis, quien después llegaba con mucha frecuencia a mi oficina universitaria, por temas, creo, relacionados con la promoción de libros.

            Años más tarde fui a la casa de Eduardo, con el propósito de invitarlo a ofrecer una charla sobre literatura infantil, en el colegio “Abraham Lincoln”, de Tegucigalpa, en donde estudiaban mis pequeñas hijas. La conversación entre Bähr y los chicos (de ambos sexos) fue divertidísima. Todo mundo quedó contento; o por lo menos satisfecho. Después las relaciones entre nosotros dos se enfriaron, paulatina y misteriosamente. 

            Sin embargo, en nuestro penúltimo encuentro, en una reunión del “Consejo Hondureño de la Cultura Juan Ramón Molina”, dirigida por Mario Hernán Ramírez (QEPD) y realizada en la Biblioteca Nacional el 21 de agosto de 2019, nunca olvidaré que me quedó mirando fijamente, luego se levantó de su sillón y me regaló un abrazo prolongado como nunca antes lo había hecho. Le salía del corazón. Entonces pensé que en el fondo Eduardo Bärh era un hombre bueno, que a veces se dejaba ennavajar, pero que al final sabía apreciar quién era quién en el medio intelectual hondureño.

            En la Editorial Universitaria de la UNAH se le publicaron por lo menos tres libros: “El cuento de la guerra”, “Guerra a la guerra” y “El Diablillo Achís”. Y algunos artículos y textos aislados. Debo confesar, en honor a la sinceridad, que de todos los libros de Eduardo Bähr mi favorito siempre fue “Fotografía del peñasco”, tal como se lo he externado a varios amigos. No se trata de un análisis pormenorizado, sino de una mera percepción personal, sin ninguna pretensión crítica. Aparte de lo anterior tengo pendiente la lectura de su tesis “Juan Ramón Molina, vocación suicida de la poesía hondureña”, con la cual se graduó, en noviembre de 1967, como profesor de educación media. Tal vez alguien poseído de buena voluntad, le hace llegar el presente artículo a sus hijos.

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