Por: SEGISFREDO INFANTE

            A lo largo de los siglos muchos individuos famosos, y otros sumergidos en el sedimento anónimo, se han preocupado y ocupado respecto de lo que podría acontecerles en los umbrales del más allá: 1) ¿Qué podría ocurrirme después de la muerte? 2) ¿Qué podría decirse o recordarse, de nosotros y vosotros, en los rollos de la Historia, después de transcurridos los años, los decenios y los siglos? Son dos preguntas graves, en la vida íntima de cada ser humano pensante, que merecen ser reflexionadas con responsabilidad.

            La primera pregunta la dejamos en manos de los teólogos, los religiosos y los místicos que escriben con ancho margen de sobriedad, evitando las precipitaciones del fanatismo, el cual se desprende de varias confesiones. De la segunda pregunta nos ocuparemos aquí mismo, según la brevedad que exige un artículo periodístico. Quizás los primeros en magnificar la memoria histórica para la posteridad, consciente o inconscientemente, fueron los egipcios milenarios. Pero también fueron los primeros en pretender borrar para siempre los nombres de los faraones, de los individuos de la nobleza y de las comunidades (nativas o extranjeras) que caían en desgracia frente a las nuevas fuerzas emergentes. Un solo ejemplo es que los sucesores de Akhenatón maldijeron y borraron sistemáticamente las inscripciones que mencionaban a este rey monolátrico, y luego las de casi toda su familia. El historiador egipcio-griego llamado Manetón, en las postrimerías del “Imperio” y comienzos de la época alejandrina, se encargó de borrar de la lista de reyes, a varios personajes del Antiguo Egipto, por motivos religiosos, políticos o por carencia de información confiable. Sin embargo, muchísimos siglos más tarde, los arqueólogos modernos y contemporáneos han hecho caso omiso de los borrones, pues han leído fragmentos de papiros y han escarbado en la piedra y en la arena, con hallazgos esplendentes sobre la historia de los personajes más olvidados, como Hatshepsut, Smenkharé (o Semenejkara), Nefertiti y Moses, para sólo mencionar algunos nombres. En la ex-Unión Soviética Iósif Stalin pretendió eliminar física y espiritualmente a los dirigentes bolcheviques que acompañaron a V.I. Lenin. (También a varios poetas de tendencia intimista o acusados de supuesta “disidencia”).  Pero en medio, y al final de la intensa jornada, todos estos personajes revolucionarios han sido, de una u otra forma, reivindicados, tanto en sus virtudes como en sus defectos.

            Sobre estas cosas he reflexionado durante décadas, desde que era un muchacho y me interesaba por la historia y la mitología egipcias. Y por otras narrativas nacionales y del trasmundo occidental y oriental. Quizás la penúltima vez que abordé el asunto fue en un artículo póstumo dedicado a José Reina Valenzuela, hace unos quince años aproximados. Decía en aquel momento (2005 ó 2006) que el nombre de este historiador pareciera diluirse en el vacío, y que la mejor manera de rescatarlo era mediante el mecanismo de publicar sus libros inéditos, que habían sido depositados “en los baúles indecisos del olvido”. Propuse, además, que sus libros fueran revisados o enriquecidos a la luz de las publicaciones de Mario Felipe Martínez Castillo, José María Tojeira, Mario Argueta y Rolando Sierra Fonseca. (La tarea sigue pendiente).

            Con el historiador y analista político Ramón Oquelí Garay, conversamos en cierta ocasión sobre este problema del silenciamiento de los buenos autores hondureños, de unos más que de otros. Oquelí de inmediato citó las palabras de un escritor (me es difícil recordar su nombre) que había expresado que “en Honduras el que se muere se jode”. Razón por la cual nuestro gran amigo mayor siempre recordaba y mencionaba en sus artículos y ensayos los nombres de autores hondureños, aunque nadie más los mencionara. Actitud imparcial que también había mantenido Medardo Mejía en la tercera etapa de la “Revista “Ariel”, en cuyas páginas encontraremos información sabrosa sobre pensadores y escritores catrachos diversos, a veces contrapuestos, que habían caído como en el desfiladero del olvido, entre ellos los olanchanos José Antonio Domínguez, Froylán Turcios, Salatiel Rosales, Federico Peck Fernández y Guillén Zelaya; lo mismo que el cronista de Comayagua José R. Castro. (Más conocido como “Chepe” Castro). En materia educativa habría que hojear las páginas del “Diccionario Histórico Biográfico de la Educación Hondureña” de Mario Membreño González, en donde el autor hace gala de pluralismo, hasta donde le es posible.

            Lo normal es que en Honduras se escriba una gacetilla, las respectivas notas de duelo y a veces un par de artículos cuando fallece un escritor o un político. Pero varios meses más tarde se desvanece su nombre como si nunca hubiese existido, salvo por aquellas plumas persistentes como las de Rafael Heliodoro Valle, Medardo Mejía, Miguel Ángel García, Julio Rodríguez Ayestas, Ramón Oquelí y Rolando Sierra. O por la extraordinaria memoria oral de Mario Hernán Ramírez. En otro momento hablaremos de aquellos cuyos nombres son tachados o soterrados, ignominiosamente, inclusive cuando todavía están vivos.

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