Por Rafael Delgado Elvir
Economista. Catedrático universitario

La quiebra de las instituciones y empresas públicas no es ninguna sorpresa. Desde hace muchos años atrás los hondureños nos hemos ido dando cuenta sobre ese final programado ante el atraco al que estaban siendo víctimas. Fue tiempo valioso que se pudo haber aprovechado. Pero nada sustancial se quiso hacer para su rescate y para su fortalecimiento. Para estas instituciones ya se había definido su fatal destino. Dos fuerzas se unieron: por un lado, la decisión tomada por las autoridades del país con la venia de los organismos internacionales, en el sentido que estas instituciones no tenían sentido que existieran, que había que debilitarlas quitándoseles atribuciones y recursos; incomodaban mucho, les quitaban demasiado espacio a otros intereses que bajo el argumento de ser innovadores y eficientes deseaban el mercado. Por eso al frente de esas instituciones se colocaron autoridades que prácticamente se convirtieron en liquidadores que debían acompañar a las instituciones en el recorrido hacia el matadero.

Por otro lado, la corrupción institucionalizada capturó las instituciones. En efecto, los corruptos vieron una fabulosa oportunidad de tomar parte en el último capítulo decretado para las instituciones. Si la decisión era de liquidarlas, allí encontraron el espacio para acompañar a las autoridades en ese camino, despojándola de sus valiosos recursos a través de las diferentes vías que ya se conocen. Por eso, en contra de la legalidad y en perjuicio de su patrimonio se firmaron contratos absurdos donde todos los derechos eran para los corruptos y todas las obligaciones y responsabilidades para la institución; la compra de bienes y servicios descomunalmente sobrevaloradas y de mala calidad se convirtió en la costumbre; beneficios para la alta gerencia más allá de lo que normalmente se paga en salario y de lo que se concede en beneficios; personal fantasma cuya única obligación es recibir su pago y ser fiel al grupo gobernante.

Esos son los hechos concretos que sucedieron en perjuicio de BANADESA, HONDUTEL, ENEE y otras más. Nada de lo anterior son leyendas, cuentos o verdades a medias. Todo esto es posible verificarlo a través de las principales disposiciones, cartas de intenciones y planes de los últimos gobiernos. Se encuentra también en muchas denuncias y en los pocos juicios que la justicia hondureña ha permitido abrir en sus instancias. Lo demás sí es parte de las leyendas e historias inventadas. Me refiero a las comisiones interventores nombradas para salvar las instituciones y los planes de rescate para sacar a flote la institución que en efecto no hicieron más que levantar polvo.

Todo este despojo contra el Estado ha sido muy caro y va más allá del valor que las empresas e instituciones representaban. Además que creó una cultura de corrupción, debilitó las funciones reguladoras del Estado en los tiempos de la globalización, la pobreza extrema y el cambio climático. Es precisamente cuando más se necesitan herramientas efectivas para responder a estos retos para los cuales el mercado se queda muy corto. Por eso el profundo descontento de la ciudadanía que conoce sobre el daño que se ha hecho y no cree en discursos que pretenden hacer creer que después de diez años de conspirar contra la salud de la institucionalidad ahora se van a dedicar a construirla.

Ese nefasto legado de destrucción y asalto es el que pasa factura a la camarilla gobernante y la pone ante situaciones que ya no solamente definen su prestigio o poder, sino su sobrevivencia. Ante el dilema que se enfrentó JOH, mi vida o la de la MACCIH, tuvo que decidirse por su vida y darle el tiro de gracia a la Misión pese a todo el descontento que eso significó en la población. De esa misma forma transcurrirá el tiempo: con la cúpula maniobrando, supeditando todo a sus instintos de más años en el poder para asegurar su sobrevivencia.

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