Por: SEGISFREDO INFANTE

            En medio de un torrente de noticias, es difícil encontrar un momento propicio que permita la recordación detallada de todos los amigos y conocidos que han fallecido en los últimos tres o cuatro años. Uno de ellos es Pablo Rosetti, quien falleció en Santiago de Chile, en el mes de mayo del año 2019. No sabía nada de su paradero. Ni mucho menos de su muerte, hasta que un amigo me facilitó la información el domingo antepasado. La primera vez que lo miré con la guitarra desafinada entre sus brazos, fue hace unos veinte años aproximados, en el restaurante “Mediterráneo” (ya desaparecido) en el centro de Tegucigalpa. Se me acercó y me expresó que deseaba cantarme una canción sin cobrarme nada; excepto que yo quisiera darle una propina voluntaria. Recuerdo que cantó “Osito de felpa” y otras melodías agradables. Entonces nos hicimos amigos, y conversábamos después en “Café de Pie”. Finalmente lo invité a dos programas de televisión.

            Pablo Rosetti era una subespecie de trovador medieval, de origen chileno, en tiempos de posmodernidad. Aunque su padre había sido diplomático y cuando era niño había disfrutado de una larga estancia en París, el cantor viajaba de un país a otro con el objeto de ganarse la vida con su voz singular, pausada y rasgada, cantando baladas en inglés, francés y en español. Finalmente daba la impresión que se había asentado en San Pedro Sula, en donde acompañaba, eventualmente, a Moisés Canelo. Pero su verdadero motivo sampedrano era su novia “Martita”, mujer por la cual se desvivía trabajando en las tardes y en las noches hasta la madrugada. En varias ocasiones me la puso al teléfono y hasta la trajo a Tegucigalpa, a fin de que la conociéramos. Era obvio que su “Martita” no lo quería para nada. Y que más bien lo despreciaba. Quise consolarlo diciéndole que lo más importante es amar, aunque seamos evadidos o rechazados.

            En otras oportunidades Rosetti expresó que después de su “Martita” sólo amaba a tres amigos hondureños: Ruddy Thompson, Segisfredo Infante y a un expresidente de la República de Honduras, quien lo invitaba a cantar en casa presidencial. En distintas ocasiones me llamó por la vía celular desde Chile, Panamá y Perú. Le sugerí que cuidara su salud, pues en los últimos años lo miraba renguear de una de sus piernas. Hoy siento un inocultable pesar, por su desaparecimiento físico.

            También debo recordar a Jorge Barahona, un excompañero del Instituto Central “Vicente Cáceres”, fallecido hace unos cuantos meses. Fuimos condiscípulos en el “Primero 48” de ciclo común de cultura general. Su especialidad era ser simpático y clavarles apodos inofensivos a casi todos los compañeros. Por eso él se ganó su propio sobrenombre: “Pérez Prado”, le decíamos con cariño. La principal virtud de Barahona era su capacidad para convocar a los viejos compañeros que habíamos sido allegados en el primer año de secundaria. Lo normal es que se reúnan los estudiantes de último año de cualquier promoción colegial “equis”. Pero en el caso nuestro nos reuníamos los amigos más cercanos de la sección “48”, por la fama que había obtenido aquel curso con un grupo teatral y en otras actividades estudiantiles. (Me informaron sobre su triste deceso los excompañeros Fredy Sosa y “Raulito” Ramírez). En otra ocasión subrayaré los nombres de los amigos y compañeros más cercanos de aquel año (1972), entre ellos los de César Augusto Barrientos, Dionisio Guevara, José Antonio, Siú Portillo, Nohemí, Nazaria y la tímida y despejada Brenda, cuyos paraderos desconocemos.

            No puedo pasar por alto el nombre de Ramón Matamoros (hermano del economista Guillermo Matamoros), fallecido en el curso del presente año. A “Moncho” lo conocí en Choluteca, allá por 1986, cuando realizábamos una investigación documental pionera sobre el tema de las extranjerías en Honduras, con un marco histórico-metodológico que cubría los años 1900 a 1947 para Choluteca, con antecedentes en Amapala, desde mediados del siglo diecinueve. La investigación la realizamos, grupalmente, en los archivos judiciales, municipales y catastrales de la localidad, con las respectivas entrevistas que fueron enfrentadas y procesadas unas con otras.

            Recuerdo que en cierto momento, mientras investigábamos, nos visitó el profesor y escritor Oscar Soriano. Entonces fuimos a buscar a “Moncho” a su casa de amplios corredores coloniales cholutecanos. Ahí me enteré que Matamoros había estudiado Filosofía en una universidad de un país de Europa del Este. Años más tarde nos reuníamos con “Moncho” en el bar y restaurante “Cataluña” (ya desaparecido) del centro de Tegucigalpa. Hablaba con un timbre de voz firme, altisonante y seguro, que parecía ser típico de aquellos que habían estudiado dentro de los países que pertenecían a la órbita del “Bloque Soviético”. Finalmente nos encontrábamos en el parque central, en donde intercambiábamos opiniones amistosas sobre algunos artículos publicados. Por último, deseo mencionar el nombre de “Daysita” Avilez (QEPD), exempleada de la UNAH.

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