Por: Segisfredo Infante

En el curso de los años he tratado de recordar quién fue el primer sabio o estadista oriental que hizo la observación y proposición que “un gran desorden debajo de los cielos conduce a un gran orden bajo los cielos”. Como fue una lectura juvenil por ahora me resulta poco menos que imposible recordar con exactitud al autor del texto. Desde luego que recuerdo el nombre del ideólogo que hace unas cinco décadas hizo famoso este proverbio. Pero para nuestro gusto, apetencia y práctica de rigor, es importante la primogenitura de un pensamiento, dado que la gente suele repetir frases e ideas ajenas sin aludir siquiera los nombres de los autores originarios. Es más, en este mismo espacio he afirmado, en dos o tres artículos previos, que detrás del desorden mundial se esconde un cierto orden mundial.

Hoy en día es habitual que las redes sociales les adjudiquen pensamientos a Miguel de Cervantes, Albert Einstein e incluso al “Papa Francisco”, que ni remotamente pasaron por sus mentes. También he leído textos que aparecen bajo los nombres de Jorge Luis Borges y de Gabriel García Márquez, que más bien son sacados de los sombreros de conejos de libros y folletos de “autoayuda”. Y los lectores de ocasión dan por hecho que tales o cuales ocurrencias, antiestilo, son propias de los autores referenciados.

Pues bien. En los días que corren es evidente la confusión que padecemos en casi todas las esferas de la existencia biológica y espiritual. Y en otras existencias. Da la impresión que un tremendo desorden y el caos dominan el mundo. Pero como hay una teoría modernísima del caos y de las matemáticas fractales, dejaremos el concepto del “caos” para otra eventualidad especial, en tanto que el caos podría ser normal en unas circunstancias; o maligno en otras; y generador de desgracias humanas.

Los desequilibrios, por otro lado, son observables y detectables en la naturaleza misma, sea lejana o cercana. No todo es bello ni armonioso en el comportamiento del Universo, aunque parezca serlo en la lejanía con el titilar de las estrellas. La verdad es que se registran explosiones cósmicas que podrían resultar horrendas para un observador hipotético cercano a tales explosiones. Sin embargo, percibimos que esos eventos naturales conducen, después de centenas o miles de años, al reacomodo de las cosas, produciendo nuevos fenómenos (o análogos) que resultan beneficiosos en el orden temporal del Universo. Aquí mismo en el planeta Tierra sabemos que las fuertes acciones sísmicas y volcánicas buscan, como por inercia, el equilibrio planetario, aunque en términos inmediatos produzcan tragedias humanas. Además los terrenos de los volcanes apagados suelen ser fértiles en el uso de diversas actividades agrícolas.

Cuando se habla de “un desorden bajo los cielos” es claro que no hay ninguna indicación de los estallidos de las estrellas, sino de las turbulencias y de los peligros en las sociedades humanas. Los hombres y mujeres de la antigüedad (incluyendo al sabio y riguroso Aristóteles) percibían equivocadamente una estabilidad cíclica permanente en las estrellas. Así que los desequilibrios gigantescos hacen alusión directa a la conflictividad interna y externa de los países y naciones. Pero sobre todo a la confusión que sufren los seres humanos frente a ciertos sucesos aparentemente inexplicables, más que todo cuando tales desórdenes son provocados por los mismos personajes que hablan de “orden”, y que en consecuencia están llamados a procurar la estabilidad y el bienestar concreto del conglomerado social, sin exclusiones. Los ejemplos específicos al respecto son múltiples. No desearía mencionar nombres, pues en la “Filosofía” intentamos, en la medida de lo posible, evitar particularizaciones individuales. Pero los lectores agudos pueden deducir a qué personajes históricos me refiero. Hubo un gobernante en la historia francesa moderna a quién se le adjudicó la frase que, “después de mí, el diluvio”, cuya manera de hablar (en caso que haya sido cierta) era como una interpretación de los modos de otros jefes que prefieren que el mundo se derrumbe, o se hunda, en caso de sus ausencias necesarias o tal vez innecesarias. Porque nada les importa la tranquilidad de los demás; mucho menos la paz del mundo. Todas sus verborreas, y sus cálculos, se centran en sus intereses individuales y subgrupales inmediatistas.

Pero lo más triste es cuando hablan de “orden” y provocan el “desorden”. Nada han aprendido de los sabios auténticos ni tampoco del libertador suramericano José Francisco de San Martín, con aquello de saber retirarse a tiempo. Sin embargo, a pesar de los pesares, históricamente hay un alto porcentaje de verdad en la proposición que “un gran desorden debajo de los cielos conduce a un gran orden bajo los cielos”. Y que las aguas metafóricas desbordadas vuelven a su equilibrio natural, aunque transcurran décadas o siglos, mediante la intervención cautelosa del “Hombre”.

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