Luis Ángel y Luisa Reina. 55 años de casados, 6 hijos, 9 nietos. 

Por Stefanie Pareja 26 de Marzo de 2020

Un debate intenta surgir en medio de la pandemia de COVID-19: ¿qué vidas son más valiosas salvar? Desde la cuarentena en casa de sus abuelos en Lima, la periodista peruana Stefanie Pareja cuestiona el verdadero valor de la edad.

Hasta el día de hoy me cuesta relacionar la vejez con mis abuelos. Yo tengo 32 años y ninguno de ellos ha llegado a los ochenta. Incluiría en este texto la edad exacta de cada uno pero me metería en problemas con mi abuela. Ambos, sin importar los años acumulados, tienen más vigor que mi grupo de amigos y se valen por sí mismos. Por eso, cada vez que alguien se entera que vivo con ellos y me dice «Ay, qué lindo. Tú los cuidas», yo sonrío. Por ahora no es así. Al menos no de la forma geriátrica en que lo imaginan. Mi abuelo juega una hora de tenis todos los días y mi abuela es la última en irse a dormir cuando hay fiesta. Ella literalmente baila hasta las seis de la mañana. Yo veo Friends, leo libros y me rompo los meniscos. Mis abuelos son la energía de la casa.

Nunca he pensado tanto en la vejez como en estos días de aislamiento. Al igual que el poeta Pablo Neruda, yo tampoco creo en la edad. No la considero una categoría confiable para definir el comportamiento de un grupo de personas: he visto demasiados niños con la responsabilidad de un adulto, cuarentones con caprichos infantiles y ancianos de ochenta con el ímpetu de un adolescente. «La edad es una categoría social con un fundamento biológico, pero la biología nos dice poco acerca de su sentido y significado», explica la socióloga británica Sara Arber, investigadora de envejecimiento y género. La edad sirve para los estudios demográficos y las investigaciones médicas, pero no debería ser un indicador del derecho de una persona a seguir viviendo. La vejez no es un diagnóstico.

Hace unos días, el director general de la Organización Mundial de la Salud, el Dr. Tedros Adhanom, declaró que algunos países han respondido con lentitud a la amenaza del coronavirus porque consideraban que sus primeras víctimas mortales merecían menos esfuerzos para frenarla. Se refiere a ese primer dato que periodistas y autoridades han repetido hasta el cansancio: el COVID-19 solo es un verdadero peligro en los adultos mayores. ¿Solo? «Si hay algo que va a lastimar al mundo es la decadencia moral. No considerar la muerte de las personas de la tercera edad un serio problema es decadencia moral», dijo Adhanom.

Mientras tanto, en el país que parece no entender la amenaza invisible de un virus, el Vicegobernador de Texas ha dicho estar dispuesto a arriesgar su supervivencia a cambio de mantener la economía de Estados Unidos. Dan Patrick, un republicano de 69 años, está seguro de que muchos otros abuelos se unirían con gusto a su sacrificio. Lo harían por los niños. «Mi mensaje es que debemos volver al trabajo, volver a vivir, seamos listos acerca de todo esto. Los mayores de setenta ya cuidaremos de nosotros mismos», declaró en un programa de televisión. «No sacrifiquemos al país». Como si los jóvenes fuésemos algo más que un puñado de polvo. Me pregunto si Patrick les habrá consultado primero a sus nietos. La niña que fui no podría haber imaginado un mundo sin sus abuelos. La adulta que soy tampoco quiere hacerlo.

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No hemos controlado la pandemia pero ya nos preocupa la situación económica después de esta. Aunque me parece innecesario, para quienes quieran saberlo, hay cifras al alcance que cuestionan con sencillez la estrategia del Vicegobernador de Texas para salvar la economía de un país. En Perú, por ejemplo, en lugar de sacrificar a la población de adultos mayores, podría ser más rentable protegerla y apoyarla. El 57% de los peruanos con más de sesenta años pertenece a la Población Económicamente Activa (PEA). Un 27,6% de todos los hogares del país es sostenido por un adulto mayor: una abuela o un abuelo que sale a trabajar todos los días para mantener su casa. La mayoría labora en rubros tan fundamentales para nuestra vida cotidiana como la agricultura, pesca y construcción. En nuestro país, miles de personas mayores no se pueden dar el lujo de «ser una carga». No tienen quién los sostenga.

Los adultos mayores deberían tener el derecho de envejecer en paz. Sin cuestionamientos ni prejuicios. Hay otros aportes mucho más valiosos y necesarios en nuestra sociedad que los económicos: la sabiduría de mis abuelos no tiene precio. El efecto de su amor en mi vida tampoco: soy menos egoísta, trabajo mejor y hasta me sano más rápido gracias a ellos. Es cierto que la vejez es una serie continua de pérdidas, pero con la empatía, el interés y el conocimiento suficiente los más jóvenes podemos suplir esos vacíos. Una vez leí que con el paso del tiempo los músculos de la mandíbula pierden el 40% de su masa y los huesos de la quijada el 20% de su densidad. Ahora en casa siempre tenemos frutas blandas y bizcochos.

En su libro «Ser mortal: la medicina y lo que importa al final», el cirujano y escritor Atul Gawande señala que es tiempo de que su profesión controle mejor su arrogancia y deje de considerar a la muerte como una derrota profesional. Si la mayoría de doctores entiende su trabajo como un oficio de arreglar y salvar, cuando no puedan hacerlo corren el riesgo de perder interés y actuar con desconcierto. Obviamente, las circunstancias que plantea el coronavirus en estos días son especiales y los trabajadores de salud hacen todo lo que pueden. Sin embargo, no estaría mal analizar nuestro concepto de medicina. Para Gawande, los doctores tienen que estudiar la vejez con la misma curiosidad científica con la que estudian a las enfermedades. En Estados Unidos el 97% de los alumnos de medicina no lleva cursos de geriatría. Con la esperanza de vida en aumento alrededor del mundo, Gawande propone ampliar el propósito de los servicios de salud: «Es natural que el ser humano evite pensar en la decrepitud. Sin embargo, pagamos un precio muy alto por cerrar nuestros ojos ante la realidad. No aprendemos a adaptarnos a los cambios que exige nuestra sociedad y nos cegamos ante las oportunidades que hoy existen para que cada individuo envejezca mejor».

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Como vivo con mis abuelos desde que nací, pensar en ellos no es el resultado de una angustiosa coyuntura mundial sino un acto recurrente en mi cabeza. Aún así, tengo mucho por entender. A veces, en broma, cuando mi abuelo me dice que cada vez tiene menos cejas o que sus piernas están muy delgadas, yo le digo que tiene prohibido envejecer. Los dos reímos. Creo que esa broma se quedará en esta cuarentena. Que cuando todo esto pase, me esforzaré por seguir haciendo zumba en casa con él y aprendiendo a cocinar con mi abuela. Aprovecharé la autonomía que aún tienen para demostrarles que pueden confiar en mí. Que pueden envejecer tranquilos porque el cuidarlos será una obligación feliz. Haré todo lo posible para que nunca duden de que el resto de sus vidas, sin importar la bulla fuera de casa, es una de las motivaciones más grandes que tengo en la mía.

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