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SAN SALVADOR — No quiero volver a El Salvador. Ese país, como ningún otro en América Latina, me hizo sentir miedo de ser mujer. El taxista que me recogió en el aeropuerto, el primer salvadoreño que conocí, me mostró que estaba entrando en territorio hostil. Viajábamos por la carretera y por hacer conversa, le pregunté por su familia. Me dijo que tenía un bebé, un gordito llamado JJ, y me enseñó su foto en la pantalla del teléfono.

-¿Vas a tener más?

– Quisiera tener otro pero que también fuera niño.

– Sabes que eso no se puede escoger.

– Sí, pero no quisiera tener una niña, las niñas son un problema.

Las niñas son un problema para una sociedad que viola y mata a niñas, adolescentes y mujeres todos los días. No lo sabía cuando llegué pero El Salvador ocupa desde hace algunos años uno de los primeros lugares en feminicidios a nivel mundial, detrás de Siria y Lesoto, y es el primero en América Latina.

Solo en 2016 hubo 524 mujeres asesinadas en el país, es decir, una de cada 5000. Pero eso es un subregistro. Se cuentan los cuerpos que llevan a la morgue, no los que se encuentran desmembrados en los cementerios clandestinos. ¿Quién las está buscando? ¿Quiénes están haciendo algo por las desaparecidas? Muy pocos.

Que las ‘vidas perfectas’ de Facebook no te depriman

Las salvadoreñas muertas no son un problema. Son, tal vez, la última prioridad. Los gobiernos de los últimos años han intentado planes de seguridad o treguas con las maras, las pandillas criminales que están presentes en casi todas las ciudades salvadoreñas e incluso en zonas rurales, para bajar la cantidad atroz de hombres muertos que deja la guerra entre las pandillas o entre las pandillas y el Estado. Ese indicador ha oscilado, hacia abajo con la tregua, hacia arriba con la represión. En cambio, la cifra de las mujeres asesinadas se ha mantenido prácticamente igual, según el monitoreo que realiza el Observatorio de la Violencia de Género contra la Mujer.

Las mujeres que sobreviven a la violencia física y a las agresiones sexuales —10 cada día— sí son un problema para la sociedad salvadoreña. Más aún cuando acuden a buscar ayuda a la policía, a la fiscalía o los hospitales, y se atreven a señalar a sus agresores.

Lo entendí cuando pasé una mañana en el consultorio de Zulma Jennifer Méndez, quien dirige el programa de pacientes con virus de inmunodeficiencia humana en el hospital público San Rafael de San Salvador. Durante varias horas escuché las historias de algunas de sus pacientes. Una de ellas se había fugado de las maras que la tenían secuestrada. Como sus hermanos no quisieron entrar a la pandilla, los mataron. Y, en venganza, la raptaron y la violaron varias veces. La infectaron con VIH.

La violencia que las maras ejercen contra las salvadoreñas —incluso contra las mismas mareras— aterra a los médicos que las atienden. Pero lo más perturbador es que las pandillas no son las únicas responsables de toda la violencia contra las mujeres. Los hombres que las violan también son sus propios maridos, sus padres, sus tíos, sus amigos, sus vecinos. El 74 por ciento de los hechos de violencia sexual ocurren en el lugar de residencia de las víctimas. Siete de cada diez son menores de 20 años. Por eso muchas ni se atreven a buscar ayuda, ni siquiera cuando quedan embarazadas.

El aborto es penalizado en El Salvador, en todos los casos. Pero algunas de las mujeres que han abortado o tenido partos extra hospitalarios en los que no sobrevive el bebé, como el caso de una joven de 19 años llamada Evelyn, han sido condenadas, no por aborto sino por homicidio agravado. El castigo es de 30 años en prisión, lo mismo que un marero condenado por asesinato. Y es común que sean los mismos médicos en los hospitales quienes llamen a las autoridades o amenacen a las mujeres con denunciarlas porque abortaron o intentaron hacerlo.

“Una vez me amenazaron con cárcel, acusándome de querer ayudar a una mujer que fue violada y el anticonceptivo de emergencia no funcionó. Llamé a Medicina Legal, toda inocente, diciéndoles lo que había pasado. La persona me dijo que ni me metiera a ayudarle porque presa podía ir”, me dijo Méndez.

¿Qué tipo de sociedad amenaza a quienes cuidan, atienden y protegen la salud física y mental de las mujeres? Una sociedad que también es incapaz de cuidarlas y protegerlas cuando van a denunciar los delitos de los que han sido víctimas para que no queden impunes.

Muchas salvadoreñas sienten que no pueden confiar en el sistema. A pesar de que la Ley de igualdad y la Ley especial integral para una vida libre sin violencia para las mujeres, ambas de 2011, ordenaron que las instituciones públicas empezaran a brindarles atención especializada, no todas han respondido con la misma celeridad y entusiasmo.

Los tribunales especializados en violencia de género tan solo ahora están empezando a funcionar, como me lo dijo una fiscal. Y aunque la policía ha creado decenas de unidades por todo el país, conocidas como Unimujer, tampoco puede protegerlas de la retaliación cuando su agresor se entera de que ha sido denunciado.

Si fuera una de esas víctimas, si tuviera que enfrentarme al sistema y a las respuestas de la sociedad salvadoreña, probablemente me habría ido del país. Sería una más entre decenas de miles que se han marchado en los últimos años porque creen que no pueden vivir tranquilas en su país. Tampoco quieren que sus hijos crezcan entre hombres y mujeres, en todos los sectores sociales, que siguen aceptando, perpetuando y a menudo justificando la violencia contra ellas.

¿De dónde sale tanto machismo y misoginia? Se lo pregunté a Méndez y a varios especialistas. Quería que sus respuestas me dieran alguna claridad y, sobre todo, algo de esperanza. Pero varios de ellos me dijeron lo que un extranjero nunca quiere escuchar cuando pregunta por un fenómeno aparentemente endémico: “Somos así”.

Cualquier iniciativa y apuesta por pensar y tratar distinto a las mujeres, impulsada desde el sector público o por las organizaciones de la sociedad civil, tendrá un impacto marginal si esa es la respuesta —o la disculpa— que una sociedad asume, como si fuera una condición genética inmutable. Como si no fuera posible cambiar.

Catalina Lobo-Guerrero es una periodista colombiana.

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