Por: SEGISFREDO INFANTE

            Cada vez se compran más libros y cada vez se lee menos. Esta percepción semeja una paradoja propia del mundo de Chesterton. O una antinomia kantiana. En realidad se trata de una visión particular de varias personas oriundas de las generaciones anteriores instaladas en la capital de Honduras y en las cabeceras departamentales de los pueblos del interior, sin excluir las zonas costeras frente al mar Caribe y el Golfo de Fonseca. Una de las personas que ha externado tal opinión es el profesor don Luis Alonso Gómez Oyuela, un amigo periodista que ha trabajado como asesor de la “Casa de la Cultura” de Danlí, cuyo centro de consultas, donde hay una aceptable biblioteca, ha sido abandonado por los jóvenes que ya “No leen” y por los viejos que “Han dejado de leer”. Este fenómeno debiera ser objeto de mediciones subjetivas y objetivas en cuanto a los efectos negativos causados por la ausencia de lecturas de los libros impresos. 

            Hablando de subjetividad me parece haber encontrado, en un municipio de Olancho, un rótulo de una tienda de libros que se proyectaba ante mis ojos perplejos como de un tamaño superior al de la misma librería. Entré al establecimiento con brioso entusiasmo, hace varios años por supuesto, en donde para mi desencanto sólo se vendían cuadernos, madejas, hilos, agujas y uno que otro textito de literatura de contenido tal vez insustancial. En la ciudad-puerto de Trujillo (quizás el más antiguo de nuestra tierra firme) busqué un quiosco de libros o folletos a fin de adquirir cuando menos una guía histórico-turística. No había nada de nada; excepto una subespecie de museo de chatarras. Reclamé a los vecinos y a los taxistas, por lo cual es posible que después de tantos años hayan enmendado tal limitación. (Ajá, pero ya operaban en Trujillo, en aquel entonces, las computadoras).

            Como estoy moviéndome por los bordes de la ruralidad figurada, debo recordar que Abraham Lincoln, uno de los padres de la Unión Americana y fundador del primer “Partido Republicano”, quien en sus años mozos era un hombre humilde y de condición muy pobre, vivía en una región apartada en donde los libros escaseaban como la luna llena en una noche neblinosa o de oscuridad compacta. Abraham Lincoln, por extrañas razones, era un apasionado de los libros, motivo por el cual caminaba tantísimos kilómetros, de ida y vuelta, con el único propósito que le prestaran un solo volumen de una biblioteca particular, mismo que al terminar de leerlo tenía que restituir a fin de que le prestaran un nuevo libro. Ese caballero acabó liderando enormes transformaciones materiales y espirituales en el interior de su convulsa sociedad decimonónica, por tratarse, entre otras virtudes, de un excelente lector, auténtico amigo de la democracia.

            Aquellos países que han prosperado integralmente, o que están a punto de desarrollarse, han contado entre sus diferentes estratos sociales, con nutridos grupos de personas obsesivas del libro individual ponderado como un manantial seguro que fluye en dirección al crecimiento espiritual de las naciones. Hay sociedades que se lucen ante el mundo por la cantidad per cápita de libros concretos y sus probables lectores, al margen de las innovaciones tecnológicas positivas y negativas que tienden a mermar (especialmente en los segmentos juveniles) las cantidades y calidades de lectores reales, que debieran buscar información más allá de “las frivolidades de los exámenes”, como bien lo sugeriría el escritor y profesor argentino Jorge Luis Borges. En este caso se verifica una correspondencia más o menos simétrica entre el conjunto de libros y de lectores, llenando los vacíos y desfases de las sociedades atrasadas.

            El camino orientado a superar las falencias cada vez mayores en el campo del escrutinio de los buenos libros, ofrece diversas alternativas que van desde la multiplicación de las librerías, bibliotecas y editoriales, hasta el montaje de campañas de lectura entre la población joven del país, sin olvidar a los maduros y los “viejos”. Esta campaña puede estar respaldada por las ferias de libros en diversos rincones; por las bibliotecas escolares públicas tal como ha sucedido en el departamento de Lempira en el occidente de Honduras; por las conmemoraciones de personajes importantes y por los medios de comunicación masiva. En tal sentido es plausible la “Feria Internacional de Libros” que promueve la Secretaría de Cultura y los recitales de poesía que de cuando en cuando se organizan. A esto habría que añadir la posibilidad de coloquios serios ligados a pensamientos de altos vuelos, de tendencia regional, continental y universal.

            Insisto en lo de las campañas de lectura, directas e indirectas, porque en Honduras hemos venido postergando “para nunca sin falta” cualquier sistematización que conduzca, poco a poco, al pensamiento sobrio y al enamoramiento de las nuevas generaciones en lo que respecta a las bibliotecas en general y a los buenos libros concretos en particular. ¡!Sea!!

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