Por: SEGISFREDO INFANTE

            Es una expresión popular. Se la escuché por primera vez a mi abuela materna María de los Ángeles López Hernández, con otros apellidos incluidos. (QEPD). Ella decía que el color “verde-esperanza” era el más adecuado para los vestidos de las muchachas jóvenes y bonitas, para que los “buenos mozos” los ofrecieran en regalo a sus parejas. En verdad que la expresión se presta a varias interpretaciones. Una de ellas es que el color verde es predominante en las frutas que están muy lejos de madurar. Seguidamente la “esperanza” es un insecto de color verde-volador que aparece, por regla general, una sola vez durante todo el año; y a veces es un insecto de color café. Que nunca aparece. Así que el color “verde-esperanza” de mi abuela implicaba una ambigüedad propia de la mejor poesía, que dejaba un sabor de indecisión en la boca. Que conste, en honor a la verdad, que a aquella recia mujer le encantaba leer pero nunca escribió un poema, en tanto que apenas alcanzó el tercer grado de educación primaria. Sin embargo, cuando rezaba las viejas salmodias y letanías en tardes y noches chubascosas, rodeada por sus nietos, bajo un cielo estremecido con rayos y con truenos, ante los ojos del Dios Eterno, parecía ejercer un control poético sobre la naturaleza. (Cuando menos a mí me lo parecía). Eran tiempos aquellos en que los aguaceros semi-diluvianos abundaban por todos los rincones del país.

            Siempre, desde niño y adolescente, me quedé pensando en el trillado vocablo popular de “esperanza”, pues mi abuela repetía, además, que “la esperanza es lo último que se pierde”. Otros agregarían que lo último que se pierde es la fe. Yo espero nunca perder la esperanza, la fe, la amistad, la gran Filosofía ni tampoco la Poesía. Espero, por ejemplo, que Honduras llegue a desarrollarse, integralmente, sin jamás destruir los recursos naturales básicos para la vida humana y la vida en general. “Guardo escondida una esperanza humilde” que los hondureños aprendamos a coexistir armoniosamente unos con otros, a pesar de las fuertes diferencias ideopolíticas, y creo que hasta religiosas.   

Me imagino carreteras y caminos sombreados, a ambos lados, por árboles frutales arqueados, de toda especie. Con Abraham Pineda Corleone (QEPD) y Josué Danilo Molina, conversábamos hace más de tres meses, dentro de los predios de la Escuela Agrícola Panamericana de El Zamorano, que si hubiesen muchos kilómetros de árboles de mango cultivados en las orillas de diversas carreteras hondureñas, igual que los mangos de jade de la universidad aquí mencionada, los niños pobres disminuirían ostensiblemente su pobreza, su hambre y su nivel de desnutrición. Pues a la par del tema de los mangos estaba pensando, mientras conversábamos, en aquellos aguacates que Wilson Popenoe (QEPD), apoyado por Doris Stone (QEPD), trajo desde México y de otras partes para injertarlos en el hermoso Jardín Botánico de Lancetilla, y en los mismos terrenos de El Zamorano. No todos los días nacen hombres visionarios, prácticos y desprendidos como el estadounidense Popenoe, cuyo lema científico y agropecuario principal era “aprender haciendo”.

Con hombres y mujeres como Wilson Popenoe podríamos elevar y convertir a Honduras en una especie de paraíso tropical, en “donde mane la leche y la miel”, porque los egresados de las universidades agrícolas, en vez de trabajar en las oficinas del último piso de un edificio psicodélico de Tegucigalpa o de San Pedro Sula, viajarían a las zonas rurales, y se instalarían en ellas, a fin de instruir a los campesinos pobres y también a los hacendados menos tradicionalistas, mediante estudios inmediatos de la estratigrafía y propiedad de los suelos; terracerías agrícolas; sumideros de agua dulce; mercados internos y externos; a la par de los sistemas de riego por goteo. Etc. Pienso que esta práctica habrá de convertirse, en un futuro más o menos cercano, en una decisión de vida o muerte en países, hoy por hoy, resecos como Honduras.

El jueves 14 de febrero del año 2019, publiqué un artículo titulado “Podría ser un paraíso” (ver LA TRIBUNA de la misma fecha), refiriéndome a las potencialidades productivas de nuestro país. Sin olvidar en ningún momento sus limitaciones. Recuerdo que tal artículo le gustó a mi amigo Bernardo Gorgún Pineda. El amigo conoce de cerca las posibilidades productivas modernas de ciertos paisajes desérticos. No digamos de la República de Honduras. Así que la idea de reconvertir el paisaje nacional para que vuelva a ser un paraíso atractivo de los migrantes y productores de tierra adentro (pero ahora con nuevas perspectivas técnicas sin perder de vista los problemas climáticos), es como un nuevo imperativo de sobrevivencia nacional.

Aparte de las necesidades inmediatas de sobrevivencia colectiva, el tema de la esperanza fue rescatado, cuando menos, por un importante filósofo del siglo veinte. Me refiero a Ernst Bloch y sus tres tomos del “Principio de Esperanza”, que he reseñado en artículos viejos. Al margen de la inclinación ideológica predominante de este filósofo, vale la pena realizar ciertas consideraciones filosófico-humanísticas imparciales al respecto.   

Tegucigalpa, MDC, 22 de septiembre del año 2019. (Publicado en el diario “La Tribuna” de Tegucigalpa, el jueves 26 de septiembre de 2019, Pág. Cinco).

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