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La caravana migrante, las miles de personas que desde el 15 de octubre han salido de Honduras rumbo a Estados Unidos, nos recuerda que en los países del Triangulo Norte Centroamericano (TNCA), sobrevivir resulta inviable.
No es que se nos haya olvidado, pues también ocurre a diario en Guatemala y El Salvador; pero la caravana migrante nos interpela como nunca antes. Nos encara de manera real y cruda con las dimensiones de un problema estructural, que la simple lectura de cifras no logra revelarnos: ¡son miles y hemos visto sus rostros! ¡Sabemos sus nombres! ¡Son niños y niñas! ¡Son familias! Personas dispuestas a derribar las fronteras de la miseria, el hambre, el desempleo, la violencia y la corrupción, y a cambio, algunas ya perdieron sus vidas.
Pero el hecho que los países del TNCA sean de los más corruptos, los más violentos y de los más desiguales, no es sólo culpa de los gobiernos y sus políticas. Compete a la ciudadanía que ejerce su voto en cada elección, así como a quienes lo anulan y sobre todo, a quienes ni siquiera votan. Incumbe también a quienes pagan impuestos y no exigen transparencia, y especialmente a quienes evaden o eluden su pago.
Concierne además a los organismos internacionales; a quienes apoyan a presidentes, diputadas y diputados, al funcionariado y, en general, a personas y estructuras políticas comprometidas con la corrupción, con los intereses del gran capital o incluso, que se rinden servilmente ante el presidente Trump.
Atañe a quienes ejercen algún tipo de violencia (económica, física, sexual o psicológica), ya sea en el hogar contra su cónyuge o grupo familiar, o bien en las calles o en los lugares de trabajo.
Corresponde, entre otros, a padres y madres que inculcan a los niños y niñas la ley del ojo por ojo, los celos como expresión de afecto, o los roles antagónicos según sexo. También, a quienes ondeando la bandera de las buenas costumbres, la moralidad y la religión, satanizan la educación sexual y el aborto (incluso aunque las madres se encuentren en peligro de muerte o se trate de niñas víctimas de violación); discriminan y vulneran los derechos de las personas según sus preferencias sexuales; y consideran natural la desigualdad entre hombres y mujeres.
Compete a empresarias y empresarios que atropellan los derechos de los trabajadores, que promueven la competencia desleal y la depredación ambiental para reducir sus costos. También, a los trabajadores y trabajadoras que se apegan a la cultura del nepotismo para ascender, en lugar de preocuparse por reunir méritos. A las personas en puestos de poder, jefatura o influencia que actúan cual caciques, imponiendo estilos autoritarios de gestión. A quienes compran productos contrabandeados. A algunas organizaciones de la sociedad civil o medios de comunicación que apoyan las luchas sociales únicamente si éstas se apegan a la ideología de sus financistas.
Podría continuar mencionando ejemplos, en los ámbitos económico, fiscal, social, cultural, político; en los espacios de la familia, la comunidad, el mercado y el Estado; en las relaciones personales, laborales y sociales, y finalmente concluir que todos y todas somos responsables de la desigualdad, en su sentido amplio, así como de la cultura de violencia y corrupción. Pero lo somos unos más que otros, según nuestros recursos, obligaciones y competencias, y según las oportunidades a las que hayamos tenido acceso y logrado aprovechar.
En este sentido, cada hombre y mujer, cada niña y niño, cada joven y cada persona adulta mayor que emigra arriesgando su vida, refleja el fracaso de toda una sociedad. Pero también expresa que el sistema actual es excluyente: no integra a todas las personas por igual, como sujetas de derechos.
Es hora de decir ¡basta! Debemos erradicar las causas de este flagelo social, que tiene una base económica, fiscal, social, política y cultural. Para ello, el principal responsable es el Estado, pero como ciudadanía debemos configurar el Estado que queremos. Urge un cambio que permee la base material, política y cultural de todas las estructuras sociales (familia, mercado y Estado); lo que demanda políticas y finanzas públicas que las hagan inclusivas y democráticas.
Esta columna fue publicada el 25 de octubre de 2018 en el diario El Mundo de El Salvador.