Por: SEGISFREDO INFANTE

            Cada nación o país produce sus propios teóricos, sean éstos buenos, regulares, malos y excelentes, que tratan de explicar la naturaleza íntima de su gente mediante abordajes históricos, sociológicos, artísticos e incluso filosóficos. En España, por ejemplo, el filósofo José Ortega y Gasset realizó denodados esfuerzos intelectuales por explicar el entramado psicológico del español a partir de la personalidad del Quijote de la Mancha, es decir, de Miguel de Cervantes Saavedra. Tal investigación tiene como punto de partida su obra fundacional “Meditaciones del Quijote”, libro que se publicó durante el año 1914, en una fecha altamente convulsiva para toda Europa. El esfuerzo de Ortega y Gasset fue acompañado por el trabajo subsiguiente de su principal discípulo directo, renovador, Julián Marías, quien también intentó comprender “el ser del español” en varios textos, que fueron escritos y meditados en el hondo fragor de la guerra civil española. O “en la hondura de los tiempos”, como le gustaba proponer al filósofo Marías.

            Domingo Faustino Sarmiento propuso que los profesores, intelectuales y pensadores argentinos, afrontaran el dilema de su idiosincrasia, a partir del choque cultural y personal entre los “civilizados” y los “bárbaros”, lo que a pesar de los pesares condujo a que los argentinos se modernizaran desde casi todo punto de vista, a finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte, con el decaimiento posterior hacia el círculo repetitivo de los populismos cuasi foráneos, un poco a la manera pálida, caricaturesca, de Benito Mussolini y de sus seguidores. El cuentista, poeta, narrador y conferencista Jorge Luis Borges se refugió, años más tarde, en la frase que “ser argentino es un acto de fe”.

            En México se discutió durante más de cien años “qué cosa eran los mexicanos”, si acaso eran españoles o bien indígenas. Al final de la jornada, poco después del oleaje revolucionario maderista, zapatista y villista, y de la “guerra de los cristeros”, los teóricos mexicanos más inteligentes de aquella época concluyeron, en forma preliminar, que simplemente eran “mestizos”. José Vasconcelos tuvo la feliz ocurrencia de proponer “la raza cósmica” (es decir la raza mestiza), cuya consigna era válida no sólo para México, sino también para varios países latinoamericanos, incluyendo a Honduras. El poeta y ensayista Octavio Paz, influido por Ortega y Gasset y con mayor arraigo filosófico que Vasconcelos, trató de penetrar en los misterios psicológicos, morales e identitarios de los mexicanos, con su luminoso pero sintético libro “El Laberinto de la soledad”, publicado en 1950.

            Aquí, en Honduras, la cosa se vuelve confusa por desconocimiento de la historia del submodelo de civilización que emergió del choque y simbiosis de tres culturas, lo cual dio como resultado un largo proceso de variado mestizaje, acerca del cual muchos catrachos no han recibido ninguna información imparcial en las aulas. Sobre todo en las aulas de primaria y de secundaria. Hay que subrayar que nuestro mestizo originario nació, como quien dice, en un campo baldío o en una tierra de nadie. Esto significa que el hijo mestizo de un español blanco y de una india nativa, era rechazado por los españoles en tanto que lo percibían como “indio”. A él y a sus vástagos. Pero también los pueblos de indios rechazaban al mestizo porque lo percibían como un “español”. El problema se agrandaba con el surgimiento de los mestizos mulatos, que también nacían en “tierra baldía”, para decirlo un poco a la manera del poeta inglés T.S. Eliot. Tales mestizos variados, que originariamente eran una minoría poblacional, con el paso de las décadas y los siglos se convirtieron en una mayoría predominante, hasta el día de hoy. Como se movían en tierra de nadie, sin ninguna legislación indiana ni tampoco española a su favor, fueron creando nichos ecológicos de sobrevivencia material y espiritual. Trabajaron como “güirises” o mineros independientes en las minas de oro y plata abandonadas o inundadas por los inversionistas españoles. También como capataces en los hatos ganaderos. Por medio de una insignificante o “invisible” acumulación originaria de capital hondureño, organizaron cofradías católicas y construyeron algunas iglesias importantes como la “Iglesia de los Dolores” en Tegucigalpa, y la “Iglesia de la Caridad” en Comayagua, construidas exprofesamente como iglesias de indios, pardos, mestizos y mulatos.

            Quizás el enigma del hondureño radique en este mestizaje complejo y hermoso nunca asumido abiertamente por la “nación” catracha. Un mestizaje que se hizo sentir en las milicias durante el periodo colonial, en la persecución interminable de los piratas que saqueaban y contrabandeaban en la costa norte del país. También en los ejércitos federales y en las milicias propias de las montoneras y guerras civiles del siglo diecinueve y primeras décadas del siglo veinte. Hay una violencia subyacente acomplejada en la personalidad íntima del hondureño promedio, que bien puede ser superada con los buenos libros; con las conversaciones edificantes; con actitudes comprensivas; con excelentes programas de radio y televisión; y con verdadero amor fraterno, nada xenofóbico, hacia los demás.

            Tegucigalpa, MDC, 09 de junio del año 2019. (Publicado en el diario “La Tribuna” de Tegucigalpa, el jueves 13 de junio de 2019, Pág. Cinco).

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