En la última entrega de la serie de investigación periodística sobre la impunidad en los crímenes LGBTI compartimos la historia de esta hondureña, quien estuvo dos años en prisión acusada del secuestro de su novia, un delito de que nunca cometió y más bien ella fue víctima.

La impunidad en Honduras tiene una larga sombra.

No solo se asesina impunemente, en especial a personas LGBTI. También, como en el caso de Sandra Iluvina Sarmiento Medina, las autoridades les pisotean sus derechos elementales y los culpables de esos hechos despreciables no reciben ningún castigo.

Sandra tenía apenas 25 años cuando el destino le hizo la peor jugada de su vida.

A las 12:30 de la madrugada del domingo 21 de abril de 2013, Sandra acababa de salir con su novia y una amiga del Karaoke Club, en el primer anillo de Circunvalación, en San Pedro Sula, cuando una camioneta negra se le cruzó en el camino al taxi en que iban las muchachas después de haber comprado cervezas en una gasolinera. Cuatro hombres se bajaron, obligaron al taxista a que se detuviera y metieron a Sandra en la camioneta y a su novia en el baúl. A la amiga la dejaron irse. Los raptores se fueron velozmente del lugar y media hora después cambiaron de carro.

Las dos chicas pasaron 22 días cautivas y durmiendo en colchonetas en una casa en la aldea Los Laureles, La Sabana, San Manuel, Cortés.

La familia de Sandra denunció el secuestro y, el siguiente domingo, 28 de abril, los familiares de la novia de Sandra recibieron llamadas de los raptores. “Queremos cinco millones de lempiras por liberarla”, exigieron, “si no, la matamos”. Las negociaciones entre la familia y los delincuentes continuaron durante dos semanas.

Mientras todo esto ocurría, los secuestradores abusaron sexualmente de Sandra, aunque ella prefirió tratar de olvidar que eso le había ocurrido. Su novia le dijo que también habían abusado sexualmente de ella muchas veces, pero que había decidido ocultárselo porque, según ella, la amenazaron.

Las autoridades empezaron a investigar el paradero de las muchachas mientras el rescate exigido por los secuestradores bajaba de cinco a dos millones. Entretanto, los secuestradores que vigilaban a las dos muchachas en la casa empezaron a descuidarse: uno de ellos se había cubierto al principio la cara con pasamontañas, pero con el paso de los días empezó a quitárselo delante de ellas para ir al baño o para fumar marihuana.  

El lunes 13 de mayo de 2013, los raptores redujeron el rescate a 100,000 lempiras y los familiares aceptaron pagar. Esa noche, los delincuentes recogieron el dinero en una bolsa de plástico que el emisario de la familia colocó en una valla publicitaria en Cofradía. Poco después, entre las 8.00 y 9:00 pm, liberaron a Sandra y a su novia en Villanueva.

Sandra estaba libre, pero ese había sido apenas el primer capítulo de su pesadilla.

“Vos sos Sandra, ¿verdad? Subite al carro”, dijeron los policías.

Los agentes llegaron sin orden de captura, según Sandra, el 26 de junio de 2013, a la casa donde ella vivía en el barrio Cabañas, y las obligaron a meterse a ella y a la hija de su prima en el automóvil policial. Habían pasado dos meses y cinco días desde el secuestro. Las autoridades allanaron ese mismo día la casa donde Sandra y su novia estuvieron cautivas y detuvieron al dueño de la casa y miembro de la banda de plagiarios.

“Nos llevan detenidas”, le dijo Sandra por teléfono a la dueña de la casa para que le avisaran a su prima.

Un violento giro de las circunstancias había hecho que Sandra dejara bruscamente de ser víctima y la había convertido en criminal. En poco más de un mes desde su liberación, sus problemas se habían multiplicado y ella ni siquiera lo sabía.

Todo comenzó cuando las autoridades averiguaron que Sandra había mantenido comunicación desde su celular con los secuestradores. La novia de Sandra acabó de enterrarla al declarar que no la había visto en ningún momento durante los 22 días que duró el secuestro en la casa de Los Laureles. Inmediatamente después de las revelaciones policiales sobre los supuestos vínculos entre los delincuentes y Sandra, su novia decidió romper con ella.

Durante la captura y cuando iban en camino a las oficinas de Antisecuestros no le dijeron a Sandra por qué las llevaban. En las oficinas preguntó por qué las tenían allí, pidiéndoles huellas e identificaciones, y les dijeron simplemente “porque están detenidas”.

Si el secuestro la había deprimido y el abuso sexual le había dejado una herida tan honda que se negaba a aceptar que algo así realmente le había ocurrido, recibir el choque de su detención por siete delitos fue ya demasiado para Sandra. Se derrumbó al saber que su arresto se debía a las supuestas llamadas hechas desde su celular a uno de los secuestradores. En qué cabeza cabía algo así, pensaba Sandra.

A Sandra, la suerte se le había dado vuelta dos veces.

Los siete delitos de los que acusaban a las tres parientes se redujeron al final a uno solo: el de secuestro. Todo parecía parte de un plan cuidadosamente tramado para hundir a Sandra y llevarse de encuentro a sus parientes. A pesar de estar deprimida y derrotada, Sandra fue capaz de atar cabos y sospechar que había algo más siniestro detrás de las acusaciones contra ella. Estaba segura, ya desde esos días, de que sus problemas procedían de un agente policial que se estaba encargando de sembrarle el camino de pruebas incriminatorias. Así, por ejemplo, el agente insistió en que Sandra y el secuestrador arrestado estuvieran lo más cerca posible siempre que los llevaran esposados. “Para que la familia viera que nosotros éramos los secuestradores y yo tenía que ver con él”, dice Sandra.

Las sospechas de Sandra quedaron confirmadas cuando, tiempo después, averiguó que el agente del que sospechaba era realmente el cerebro del secuestro. Y no solo eso: además era el amante de una pariente de la novia de Sandra. El motivo detrás del rapto era la aversión que la familia de la novia de Sandra sentía hacia sus preferencias sexuales; estaban dispuestos a hacerla a cambiar y para lograrlo planearon el plagio de las dos muchachas.

Sandra y su prima pasaron seis días encarceladas, esperando la audiencia inicial; entretanto, a la hija de su prima le dieron arresto domiciliario porque acababa de dar a luz un bebé. El abogado público asignado a Sandra no se anduvo con rodeos: “Estás hasta la madre”, le dijo, “mejor declarate culpable”.

Para Sandra, aquello fue el colmo: ¿por qué echarse la culpa de algo que no había hecho? Le parecía ridículo. “Déjenlas ir, aunque sea”, rogó, refiriéndose a sus parientes. “¿Qué tienen que ver? Quieren conmigo. Es a mí a quien van a hacer daño. No que por unas llamadas”.

Seis días después, en la audiencia inicial, continuaron ocurriendo cosas extrañas. Dos pruebas importantes no se presentaron: la denuncia de la desaparición o secuestro presentada por la familia de Sandra en la Primera Estación policial sampedrana y el dictamen de abuso sexual emitido por la médica forense. “El tamal está hecho”, dijo un abogado.

En cambio, nunca se presentaron pruebas decisivas en contra de Sandra ni de su prima que, por los enredijos del sistema, fue a dar con ella al Centro Penal sampedrano. Aunque los acusadores aseguraron que había escuchas telefónicas que implicaban a Sandra, tales evidencias nunca se presentaron y los policías que supuestamente iban a declarar en contra de ella jamás lo hicieron. Un informe de la Coalición contra la Impunidad parece resumir la experiencia de Sandra y de otras mujeres como ella; el documento indica que las leyes hondureñas no garantizan el pleno goce de los derechos de la diversidad sexual. Las ideas equivocadas sobre las personas LGBTI, añade el reporte, permiten que se cometan contra ellas toda clase de acto violentos y violaciones de sus derechos.

El dinero se les acabó a Sandra y a su familia.

Al quedarse sin los servicios del abogado porque cobraba honorarios que ni Sandra ni sus parientes podían costear, a ella no le quedó más remedio que aguantarse y prepararse para lo peor.

Y lo peor ocurrió: estuvo dos años en prisión. “Lo único que me tocaba era esperar”, dice Sandra.

Pero no solo el sistema le dio la espalda. Sus familiares también la abandonaron y la culparon de arrastrar con ella a sus parientes. Las relaciones con la familia de su prima se volvieron imposibles. Solo la hermana de Sandra se preocupaba por ella y llegaba a visitarla.

Por suerte, durante la larga espera, Sandra conoció dentro del penal a una mujer con la que tuvo una relación amorosa. Si no hubiera sido por esa persona, Sandra no sabe qué hubiera sido de ella en el ambiente enrarecido y rudo tras las rejas. Durante los dos años de encierro, Sandra compartió espacio con casi 100 mujeres. Algunas de ellas le propusieron tener romances, pero ella se resistió hasta que conoció a la reclusa con la que vivió en prisión.

Nadie se atrevió abusar sexualmente en el penal porque el conocido preso Chepe Lora, en aquel tiempo coordinador del penal, mantenía a raya a los violadores, moviéndose de celda en celda en medio de más de una docena de guardaespaldas armados. A Sandra le tocaba esconderse cada vez que había reyertas en las celdas.

En el penal había una estricta separación de grupos. En un único módulo en el centro estaban las mujeres revueltas con los hombres y, en los módulos a derecha e izquierda, los miembros de las dos pandillas más conocidas de Honduras.

La visita de su hijo de 13 años fue uno de los momentos más duros del encarcelamiento de Sandra. Aunque desde los 12 años de edad prefería tener relaciones con mujeres, quedó embarazada a los 16, pero se resistió a la idea de atarse a un hombre. Había escapado de ese yugo y desde los 17 había ido de trabajo en trabajo: desde comedores hasta talleres de carros.

En 2015, su pesadilla acabó.

Indyra Mendoza, coordinadora de la organización Cattrachas, la ayudó a salir de prisión. La defensa privada constató que habían sido implantadas todas las pruebas en contra de Sandra y sus parientes y la fiscalía retiró los cargos contra las tres. Sandra dice que toda la trama en su contra fue una manera de hacer que se alejara de su novia. “Si me hubieran dicho, la dejo en vez de hacerme pasar por todo esto”.

Aunque salió de prisión y hoy está tranquila, se le ha hecho difícil hallar trabajo porque todo el mundo conoció su caso. Vive con su hermana y su hijo llega a visitarla los fines de semana.

“Justicia”, dice Sandra, “es lo que no hay aquí para nadie. Hay justicia cuando tenés cómo pagar”.

El 14 de octubre de 2016, el agente que conspiró contra Sandra fue depurado de la policía.

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