La magistrada Stella Conto Díaz del Castillo fue víctima de su esposo durante años. Entrevista.

Por: Armando Neira

De puertas adentro, su vida era el infierno. Hacia fuera, en cambio, Stella Conto Díaz del Castillo exhibía una realidad soñada: magistrada del Consejo de Estado, una hija con doctorado, otro con dos maestrías y un MBA y la menor, en la universidad. ¿Qué más podía pedir?

“Parar el maltrato psicológico”, responde. Una forma de violencia que empezó a sufrir, muchos años atrás, en su casa y por parte de su esposo, Virgilio Albán Medina. “Eran tiempos difíciles: ¿Cómo hace una para pedir ayuda? ¿Quién puede tenderle a una la mano cuando no ve heridas físicas?”

Un drama del que no hay sólidas estadísticas porque escasean las denuncias. Sin embargo, los estereotipos creen que es un problema de sectores marginales, de hogares sin educación. El caso de ella demuestra lo contrario.

Stella Conto Díaz del Castillo es una brillante abogada de Nuestra Señora del Rosario, con una especialización en esta universidad y dos más en los Andes y en la Javeriana. Tenía tanta fe en ella –siempre fue una de las mejores en clase– como en el hombre al que le dio el sí en una elegante ceremonia, en diciembre de 1978, en la iglesia de Santa Bibiana de Bogotá.

El tiempo de felicidad fue breve. En un abrir y cerrar de ojos empezó a sentir una mano invisible que la golpeaba. Una mala palabra, un grito, un insulto. “Era tanto el daño que en ocasiones llegaba a creer que yo era la responsable. A una la atrapa el sentimiento de culpa”, anota. “El maltratador es consistente y hace uso de una violencia metódica y severa que a una la va empequeñeciendo sin remedio”.

La sensación de derrota de su existencia se hizo cotidiana. Pero no se dejó vencer. Prometió luchar. “Le manifesté al Señor que esa situación no iba más”. Tardó demasiado tiempo en dar este paso “por físico miedo”, argumenta. Su situación familiar no podía ser más contradictoria. Mientras sentía que naufragaba como esposa, como madre impulsaba a sus hijos a salir adelante.

Tiene tres. María Carolina, quien hace un doctorado en la Escuela de Economía de París, en Francia; Juan David, ingeniero industrial de la Universidad de los Andes y con un MBA en la Universidad de Míchigan y quien trabaja en una firma privada en Miami, en Estados Unidos, y María José, la menor, que estudia su pregrado de psicología en Bogotá. “Muchos creían que yo era feliz. Mientras mis hijos me daban tan maravillosas satisfacciones, él me subvaloraba y yo, impotente, se lo permitía”.

Tiempos de represalia

Comenzó a luchar por la justicia. “Empecé a madurar temprano la idea del divorcio, pero quería esperar hasta que mi hija, María José, cumpliera 18 años”. No pudo resistir porque la violencia se iba incrementando. “En 2012, cuando mi niña tenía 12 años, presenté la demanda”.

Durante siete años, cuenta ella, él se descaró y decidió no ayudar con nada en la casa, y ella asumió todo, incluso los gastos de él. “Era una forma de represalia, de mostrar su superioridad. Así piensa los maltratadores. Creen que las mujeres debemos continuar sumisas y a su lado”.

¿Por qué? Por malsanas costumbres culturales. En el ADN de millones de hombres colombianos fluye una herencia de agredir a la mujer que es interpretada como “normal”. “Es una violencia que se extiende por hogares de todo el país”, dice ella.

A propósito, se dedicó a trabajar profesionalmente para combatir este mal. Desde el Consejo de Estado, por ejemplo, se integró a la Comisión de Género de la Rama Judicial. Entre sus tareas está la de presentar un balance, cada dos años, de los convenios internacionales firmados por el país contra la discriminación y la violencia contra mujer.

Adiós a la autoestima

Por su trabajo, vio miles de casos de mujeres a quienes sus propias parejas las hacen sentir inferiores a diario, “les coartan su libertad” y las “presionan psicológicamente a extremos angustiantes”.

Pero ¿a quién le importa? Ella sabe que la inmensa mayoría de mujeres que acuden a la justicia para denunciar este delito terminan conciliando en la primera audiencia. “El maltratador las convence de cambiar o en otras porque el proceso es de un desgaste enorme”.

Ella habló con sus hijos y estos le mostraron su apoyo incondicional. “Cuando yo litigaba en familia era muy difícil adelantar los casos porque los miembros de esta, empezando por los hijos, no se comprometían a decir la verdad en público. Eso debe quedar atrás”.

Sabía, además, que se expondría a una lucha ardua y que su caso terminaría siendo público por su condición de magistrada de la Sección Tercera del Consejo de Estado. Y, claro, por su sueldo. Gana 27 millones de pesos mensuales.

Sin embargo, ella es categórica. El problema no es su sueldo, ni si tiene un patrimonio sólido. “Una cosa no tiene qué ver con la otra. Para que a las mujeres nos reparen ¿tenemos que estar en la indigencia? ¿Entonces? ¿No debí estudiar ni trabajar para ver si me reparan? ¿No debí seguir creciendo profesionalmente? Son creencias absolutamente equivocadas”.

En el 2016 se aprobó la primera instancia. El juzgado decretó la disolución del matrimonio basado en el incumplimiento de las obligaciones económicas pero no reconoció el maltrato. “Era un absurdo. Fue una concepción muy machista no ver el maltrato y creer que todo está bien”. Siguió en la pelea.

En la segunda instancia ante el Tribunal Superior de Bogotá sí ratificó el fallo con una conclusión vital para ella: reconocer el maltrato psicológico y emocional.

La magistrada, sin embargo, no estaba conforme. Exigía la reparación integral. “Yo no estaba pidiendo alimentos porque yo puedo darme mi sustento. Como víctima, lo que estaba reclamando era la reparación integral del daño que ordena el Código Civil. Lo que dice la ley”.

La magistrada interpuso una tutela. El fallo, el martes pasado, en esta ocasión sí fue a su favor. Lo dictó la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia.

Señala que, sin importar el sueldo que gana, como víctima debe ser reparada integralmente, y que en este caso se debe fallar con un enfoque de género. “Las víctimas no tenemos estrato. Nos une el dolor y el sufrimiento”.

Para ella no se trata de dinero. Su satisfacción pasa por haber vencido el miedo y haber recuperado su autoestima. “Esa es mi victoria”, concluye.

ARMANDO NEIRA
Redacción Domingo
En Twitter: @armandoneira

 

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