El ser humano sabe domar y, en efecto, ha domado toda clase de fieras, de aves, de reptiles y de bestias marinas; pero nadie puede domar la lengua. Es un mal irrefrenable, lleno de veneno mortal.

Santiago 12: 7,8

Se cuenta la historia de un pastor que tenía en su congregación a una mujer que sólo andaba en chismes y pleitos. En cierta ocasión, el hombre se puso a predicar vistiendo una corbata la cual era muy larga. Durante todo el sermón, la mujer no hizo más que mirar la corbata que traía el predicador en el cuello.

Al final del culto, se le acercó y le dijo: “Disculpe, pastor, ¿le puedo hacer una pequeña observación?” El predicador le invitó a hacerlo, con toda confianza. “La corbata que está usando es muy larga, y me ofende.” De inmediato, el pastor pidió prestadas unas tijeras e invitó a la señora a cortar las colas de la corbata.

Cuando había terminado, el predicador le dijo: “Hermana, usted también tiene algo que es muy largo, y me ofende. ¿Me permitiría cortárselo, por favor?” La mujer no veía la manera de negarle este favor, así que le respondió que sí, con mucho gusto. El pastor le pidió entonces: “¿Podría sacar la lengua, por favor?”

¡Ojalá fuera tan fácil controlar las lenguas largas! Pero en estos días en que nos comunicamos de tantas maneras diferentes, el poder de la lengua también se extiende a los dedos que envían textos, que escriben en Facebook y que se comunican por Whatsapp. Las lenguas no han dejado de ser largas; más bien, han multiplicado sus poderes de comunicación.

Dios nos ha dado en la lengua una herramienta pequeña, pero muy poderosa. Con nuestras palabras podemos hacer mucho bien, y también mucho mal. Con la lengua podemos bendecir a nuestros hijos, y maldecir a un hermano; con la lengua podemos guiar a alguien a los pies de Cristo, pero también lo podemos ofender de tal modo que ya no quiera saber nada de los cristianos.

En su Palabra, Dios nos habla de la lengua, este miembro tan pequeño, pero tan poderoso. Eamos lo que nos dice Santiago 3, y leamos los versos 1 al 6:

Hermanos míos, no pretendan muchos de ustedes ser maestros, pues, como saben, seremos juzgados con más severidad. Todos fallamos mucho. Si alguien nunca falla en lo que dice, es una persona perfecta, capaz también de controlar todo su cuerpo. Cuando ponemos freno en la boca de los caballos para que nos obedezcan, podemos controlar todo el animal. Fíjense también en los barcos. A pesar de ser tan grandes y de ser impulsados por fuertes vientos, se gobiernan por un pequeño timón a voluntad del piloto. Así también la lengua es un miembro muy pequeño del cuerpo, pero hace alarde de grandes hazañas. ¡Imagínense qué gran bosque se incendia con tan pequeña chispa! También la lengua es un fuego, un mundo de maldad. Siendo uno de nuestros órganos, contamina todo el cuerpo y, encendida por el infierno, prende a su vez fuego a todo el curso de la vida.

Si entendemos y ponemos en práctica la sabiduría que Dios nos enseña en este pasaje, viviremos mucho mejor. Veremos gran bendición en nuestras vidas, nuestras familias, incluso en nuestro trabajo e Iglesia. ¿Deseas eso?

La primera cosa que tenemos que entender es que la lengua es pequeña pero poderosa. No subestimes el poder de tus palabras para hacer el bien o el mal. Lo que tú dices puede causar mucho daño, y ese daño tarde o temprano volverá a ti. No podemos decir: “Son sólo palabras”. Después de todo, con una Palabra Dios creó todo el mundo.

Entre los creyentes que fueron los primeros en leer esta carta, había una tendencia a buscar ser maestros. Muchos de ellos eran de humilde origen, y ser maestro en la Iglesia les daba cierto nivel de respeto y posición. Se peleaban por estar al frente y enseñar, pero no se daban cuenta de que su mala motivación los terminaría condenando por el precioso privilegio que habían recibido.

Si Dios te está llamando a enseñar, no tengas temor de hacerlo. Pero asegúrate de que lo estés haciendo como un servicio a Dios, con reverencia y respeto. Proverbios 10:19 dice: “El que mucho habla, mucho yerra”. Pensemos antes de hablar, y tomemos en serio la responsabilidad que tenemos cuando hablamos.

La lengua es como el freno que se usa para controlar un caballo, o el timón de un barco. Es algo muy pequeño, pero tiene un impacto desmedido. ¿Alguna vez has montado a caballo? Es una bestia enorme y poderosa, capaz de matar a un hombre a patadas. Sin embargo, con un pequeño freno se controla todo el animal.

Del mismo modo, todo el curso de nuestra vida se ve afectada por lo que hacemos con la lengua. Durante una de las elecciones presidenciales de algunos años atrás en los Estados Unidos, cierto candidato demócrata era el favorito para ganar la candidatura. Sin embargo, en un mitin de su campaña, lanzó un grito. Supongo que debía ser un grito de victoria, pero más bien se convirtió en un grito de derrota.

Ese grito fue grabado y tocado una y otra vez en los noticieros y en los comerciales. Simplemente no sonaba muy presidencial, y ese grito básicamente acabó con su candidatura. Por la boca el pez muere, y por la boca de ese candidato murió su carrera política. ¡Cuántos ejemplos más se podrían dar de amistades, matrimonios, Iglesias, trabajos y vidas destruidas por las palabras!

La lengua es capaz de hacer mucho daño. Con una pequeña chispa, se enciende todo un bosque. Así también, con un pequeño chisme o una palabra malpensada, se enciende todo un conflicto. Las guerras generalmente comienzan con palabras, y sólo después progresan a pelearse con armas y bombas. La lengua, en su maldad, es un fuego encendido por el infierno. Es un mundo completo de maldad, que es capaz de cualquier cosa.

Quizás me estés escuchando, y te encuentras de acuerdo con todo lo que he dicho. Dices: “Yo sé que la lengua es muy poderosa, pero no soy capaz de controlar lo que digo. Por más que lo intento, no puedo.” Sigamos leyendo Santiago 12, versos 7 al 8, para ver lo que nos dice Santiago al respecto:

El ser humano sabe domar y, en efecto, ha domado toda clase de fieras, de aves, de reptiles y de bestias marinas; pero nadie puede domar la lengua. Es un mal irrefrenable, lleno de veneno mortal.

Hemos podido domar toda clase de animales. Las vacas alguna vez eran animales silvestres cornudos y peleoneros, pero los hemos domesticado para darnos leche. Las gallinas solían volar libremente por las selvas asiáticas, pero ahora viven tranquilamente en los patios de muchas casas.

Hemos domado a toda clase de animal, pero ¿quién ha podido domar la lengua? ¡Es una fiera indomable! Se sale de nuestro control. Hemos podido domar muchas otras cosas, pero la lengua no. Sin embargo, aquí está la clave: la humanidad ha podido domar todo menos la lengua, pero hay uno que sí la puede domar.

Si entregamos al control de Dios nuestra lengua, Él puede domarla. Lo que para el hombre es imposible, para Dios es posible. Tú y yo quizás no podamos domar nuestra lengua, pero si la sometemos a Dios, Él puede controlarla.

Hay una gran diferencia entre tratar de controlar nuestra lengua por voluntad propia, y someterla voluntariamente al control de Dios. Esto comienza con una decisión voluntaria de entregarle el control a Él. Cada mañana al levantarnos debemos decirle a Dios: “Te entrego mis palabras hoy, sólo quiero decir lo que tú quieres que diga. Espíritu Santo, detenme si voy a decir algo malo, y guía mis palabras para bien.”

Luego, durante el día, busquemos la dirección del Espíritu antes de hablar. Esto es importante, sobre todo, en momentos de gran decisión o de gran emoción. Es en esos momentos que la carne trata de apoderarse de nuestro hablar, y tenemos que depender más conscientemente de la ayuda del Espíritu. No siempre sucede de la noche a la mañana, pero con la ayuda de Dios, es posible.

Si sometemos el control de nuestro hablar al poder de Dios, comenzaremos a descubrir el bien que pueden hacer nuestras palabras. Leamos los versos 9 al 12 para ver esto:

Con la lengua bendecimos a nuestro Señor y Padre, y con ella maldecimos a las personas, creadas a imagen de Dios. De una misma boca salen bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así. ¿Puede acaso brotar de una misma fuente agua dulce y agua salada? Hermanos míos, ¿acaso puede dar aceitunas una higuera o higos una vid? Pues tampoco una fuente de agua salada puede dar agua dulce.

Cuando nuestra lengua no está sometida a la voluntad de Dios, nuestro hablar es incoherente. El domingo, alabamos y bendecimos a Dios con la lengua; pero al rato, estamos peleando con nuestra pareja y desanimando a nuestros hijos. ¡Qué gran incoherencia!

La naturaleza misma no es tan incoherente. Si siembro un árbol de mango en mi jardín, sé que me dará mangos y no uvas. Si abro un pozo, sé que no me dará un día agua dulce, y al día siguiente agua salada. La naturaleza es coherente, pero nuestras palabras – dañadas por el pecado – no lo son.

Pero cuando Cristo transforma nuestro corazón, llegamos a ser capaces de hablar de una manera diferente. El mismo dijo, según Lucas 6:45: “El que es bueno, de la bondad que atesora en el corazón produce el bien; pero el que es malo, de su maldad produce el mal, porque de lo que abunda en el corazón habla la boca.” ¿Cómo podemos tener un corazón bueno? Sólo si lo hemos entregado a Cristo y estamos caminando por fe en El.

Tu que estás leyendo este artículo, tus palabras pueden ser como una espada que corta hasta lo más profundo del corazón de otra persona. Pero también pueden ser la medicina que cura su mal. De lo que está en tu corazón hablarán tus palabras. La fuente de tus palabras es tu corazón. Si Cristo ha transformado tu corazón, muéstralo con tus palabras.

¿Qué diferencia habrá en tu vida si le das a Dios el control de tu boca? ¿Qué diferencia habrá en tu familia? ¿Qué diferencia habrá en la relación con tu pareja y con tus hijos? ¿Qué diferencia habrá en tu trabajo e Iglesia? Nuestras palabras son el agua de un manantial que fluye para bien, o para mal.

Recientemente vi en las noticias el peligro que corrieron los habitantes del pueblo de Guatemala, en Alta Verapaz. Las lluvias torrenciales llenaron los pueblos y los sembradíos y una represa que sirve para abastecer de agua potable esos lugares comenzó a derrumbarse. Las aguas amenazaban con destruir el pueblo. Miles de personas tuvieron que evacuar sus casas.

Pero la misma substancia que amenazaba con destruir un pueblo entero satisface la sed y nutre la vida. Esa misma agua es esencial para sostenernos, para cada tejido de nuestro cuerpo. El agua que es esencial para la vida también sirve para destruirla. Todo depende de cómo se usa.

Así también, tus palabras pueden dar vida, o pueden destruir. ¿Qué harás con el poder del habla que Dios te ha dado? ¿Destruirás, o edificarás? Amigo, hermano, hermana, entrégale hoy a Jesucristo el control de tu lengua. Deja que El transforme tu corazón y te ayude a hablar de una manera diferente.

Dios les bendiga

Denis A. Urbina Romero
Licenciado en Ministerio Pastoral
Email: daurbinar@gmail.com

 

Loading

¿De cuánta utilidad te ha parecido este contenido?

¡Haz clic en una estrella para puntuar!

Promedio de puntuación 0 / 5. Recuento de votos: 0

Hasta ahora, ¡no hay votos!. Sé el primero en puntuar este contenido.

Dejar una respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here