BARLOVENTO
Por: Segisfredo Infante
En el curso de mi vida he tratado de evitar, con toda la potencia de lo posible, los escritos difamatorios contra otras personas, sean simpáticas o antipáticas, sea que estén vivas o que estén muertas. En este punto se debe suponer que hay periodos de la existencia de cada individuo en que la tentación por escribir panfletos o libelos es más fuerte, sobre todo en la etapa de la adolescencia. Me refiero no sólo a la fase biológica perdonable de un individuo joven, sino también a la adolescencia histórica y emocional en que han quedado atrapadas muchas personas que jamás de los jamases maduraron, aun cuando hayan sobrepasado los cincuenta años de edad. En este mismo sentido he sugerido en varios artículos que Honduras es un país históricamente adolescente, y que le hace falta un largo recorrido hacia adelante. También existe el peligro que sociedades muy maduras (como las europeas y otras más lejanas) involucionen hacia la adolescencia e incluso hacia la barbarie, tal como lo vimos en el comportamiento de grupos genocidas y “cazabrujistas”, en el contexto de un modernísimo y trágico siglo veinte.
La tentación de redactar panfletos se encuentra a la vuelta de la esquina. Es como una celada permanente que tienen que sortear el escritor y el orador. El mismo Jesús de Galilea, el más amoroso de los hombres, con otros bellos atributos, padeció tentaciones en sus ayunos del desierto; pero también en la plaza pública. No digamos el mayéutico Sócrates y el maravilloso político y moralista Mahatma Gandhi. Con estos renglones me permito confesar que en algunos momentos fugaces he padecido la tentación del panfleto seudopolítico, sobre todo cuando las coyunturas circunstanciales han presionado, incluso en contra de mis deseos más íntimos. Sin embargo, no recuerdo haber caído jamás en la práctica odiosa del libelo calumniador. Pues desde hace muchos años identifiqué que mi esencia como escritor era de pensador y analista crítico imparcial, y que jamás caería en el abismo de convertirme en fiscal acusador de nadie, mucho menos de juez, dentro del escenario de los medios de comunicación masiva. Durante doce años mantuve un programa de televisión (“Economía y Cultura”), y nadie que sea honesto me va a recordar como panfletista vulgar ni mucho menos como libelista calumniador. Siempre recibí elogios, a veces abrumadores, por la sensatez en el lenguaje y por buscar el equilibrio con los invitados más dispares y más opuestos unos de otros. Sin renunciar a mis propias cosmovisiones universales y principios democráticos peculiares.
Todo lo anterior adquiere sentido al confesar, además, que en el curso de mi precaria existencia he sido presionado para escribir y suscribir poesía panfletaria y artículos difamatorios. Nunca escribí poesía panfletaria en el sentido de la difamación o del facilismo ideológico, a pesar que con ello hubiese ganado fama inmediatamente. Y de repente algún premio desperdigado por ahí. Mi poesía, casi autónoma, ha experimentado un proceso de lenta maduración. Igualmente mi prosa, al grado de ahondarme en los más profundos contenidos filosóficos e históricos que siempre me interesaron, a pesar que la necesidad de subsistir con mi familia y que las múltiples tareas administrativas se interpusieron en el camino como un gran obstáculo en contra del pensamiento sosegado.
Uno que otro lector ingenuo me ha sugerido (y a veces exigido) que escriba con sencillez. No los contradigo. Solamente les escucho. En tanto que la sencillez que se me solicita se encuentra emparentada con el superficialismo, y sobre todo con la repetición “infinita” de los lugares comunes y de las jergas que se ponen al uso en diversos contextos de la comunicación (y de la descomunicación) humana, precisamente en una época en que se han impuesto con éxito las jergas altamente ofensivas en varias redes sociales, atropellando el lenguaje, la inteligencia, la dignidad y la cordura. La sencillez al hablar o al escribir sólo adquiere un verdadero sentido cuando las palabras se escriben o pronuncian con propiedad y profundidad. Es decir, cuando las formas del pensamiento le imprimen una verdadera configuración a la materia bruta.
No soy de los que corren a opinar sobre cada nueva circunstancia histórica que aparece en el escenario nacional o internacional. Y aunque reciba informaciones y desinformaciones precipitadas, intento mantener el equilibrio y la cordura, con las puertas abiertas a las rectificaciones. Esto significa que trato de buscar la raíz histórica de los fenómenos que se suceden frente a nuestros ojos, en forma lejana o cercana. Por ejemplo, mucho antes de la crisis financiera del año 2008, hice varias advertencias sobre la peligrosidad de las economías de burbuja. También sobre las ideologías del despilfarro y sobre el tema del narcotráfico creciente. Cuando nadie hablaba de eso. Pero claro, soy un escritor de provincia periférica cuyos textos casi nadie toma en cuenta. Además mis intereses, en su matriz esencial, son eminentemente filosóficos e históricos.