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CIUDAD DE MÉXICO — Después de dos años de juicios e investigaciones, el escándalo de Lava Jato, o autolavado, sigue generando caos en la política brasileña. El 4 de abril, el Supremo Tribunal Federal de Brasil falló en contra de un recurso del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva para evitar ser encarcelado y se le podría prohibir contender de nuevo por la presidencia. A pesar de ser el líder en las encuestas de las elecciones presidenciales de octubre, Lula probablemente no estará en la boleta y tal vez verá los resultados desde la cárcel.

De manera similar, apenas en marzo, el presidente de Perú Pedro Pablo Kuczynski se vio obligado a renunciar después de que se captó en video cómo sus simpatizantes compraban votos para frenar su inminente juicio político. Kuczynski estaba acusado de haber recibido dinero de Odebrecht, la empresa brasileña de construcción, hace más de una década. Es el líder latinoamericano más reciente en caer en desgracia por una interminable serie de escándalos de corrupción, pero es probable que no sea el último.

A medida que se calienta la campaña electoral en México, las encuestas y los expertos coinciden en que el tema central para muchos votantes es la corrupción. Cada candidato acusa a los otros de haber estado involucrados en algún acto de corrupción, de ser cómplice de uno o de haberlo permitido. El ganador será el candidato que convenza de mejor manera a los votantes de su efectividad para combatir el flagelo tradicional de México.

¿Las acciones recientes en contra de la corrupción han comenzado a amenazar la democracia y el Estado de derecho en lugar de fortalecerlos? Se puede argumentar a favor de esas dudas, pero sería un argumento débil y, a fin de cuentas, imperfecto. Sin importar cuáles son los inconvenientes y los peligros de la estrategia anticorrupción que se vive actualmente en la región, son preferibles a la alternativa: un intolerable statu quo.

Hoy y el sábado Lima albergará la Cumbre de las Américas, la única reunión regional donde se sientan en la misma mesa los líderes de todas las naciones del hemisferio occidental, entre ellas Cuba y Estados Unidos. Para cada encuentro de la cumbre, el grupo elige un tema por adelantado. En esta ocasión, será la corrupción.

Habría que preguntarse si el surgimiento de demagogos anticorrupción o el descrédito de los regímenes democráticos que traen consigo estos escándalos no son más perjudiciales que el pecado original.

En Argentina, han salido a la luz escándalos que involucran a los gobiernos de Kirchner y Fernández y se están emprendiendo acciones legales. Y en El Salvador, Guatemala y Honduras algunos de sus expresidentes están en la cárcel, bajo investigación o bajo sospecha de haber participado en una serie de actos de corrupción.

Es útil recordar que la región ha sido famosa porque durante muchas décadas ha tenido un alto grado de corrupción. En 1992, cuando era presidente de Brasil, Fernando Collor de Mello renunció antes de ser llevado a juicio político por corrupción; se descubrieron millones de dólares en el Riggs Bank a nombre del dictador chileno Augusto Pinochet; y se sospecha que desde la década de los cuarenta los presidentes mexicanos han acumulado enormes fortunas injustificadas. Todo esto pasó desapercibido o, de cualquier modo, sin castigo. Ya no es el caso.

Álvaro Colom, expresidente Guatemala, durante un juicio el 1 de marzo de 2018 en el que se le acusaba de corrupción. CreditLuis Soto/Associated Press
 En la actualidad, el problema no es si seguirá el impulso del combate a la corrupción en América Latina ni si representa un cambio en la marea dentro del proceso operativo estándar de la región. Las dos aseveraciones son innegables. Sin embargo, habría que preguntarse si el surgimiento de demagogos anticorrupción o el descrédito de los regímenes democráticos que traen consigo estos escándalos no son más perjudiciales que el pecado original.

Las instituciones provisionales como la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, la cual promovió Naciones Unidas, o la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras, un mecanismo que ayudó a iniciar la OEA, ¿no socavan los esfuerzos para construir instituciones permanentes en contra de la corrupción?

En Brasil, donde los jueces independientes han ejercido un impacto directo en el proceso electoral, ¿acaso no han abierto la puerta a agitadores extremistas como el candidato conservador Jair Bolsonaro, y al mismo tiempo han hecho que el país sea ingobernable?

Y en México, ¿las peticiones de que haya una comisión de la verdad en el tema de la corrupción y las violaciones a los derechos humanos son un síntoma de una sociedad civil harta de los escándalos interminables o una amenaza para un sistema judicial mexicano que siempre ha sido débil?

No hay respuestas sencillas a esas preguntas. Cualquier juicio rotundo, en cualquier dirección, está destinado a ser esquemático y sesgado. Los hechos concretos son que, salvo dos o tres excepciones —Uruguay, Chile y tal vez Costa Rica—, ningún país de América Latina ha logrado evitar las dosis inmensas de corrupción. Dejar solas a las instituciones nunca ha funcionado con eficacia para eliminarla, para disminuir su presencia de una manera visible ni para tomar medidas en contra de la impunidad por corrupción o de las violaciones a los derechos humanos. Al respecto de la plaga de estas últimas, por la cual la región tiene una reputación funesta incluso en estos días, la cooperación internacional de un tipo o de otro ha demostrado ser indispensable para llevar a los criminales ante la justicia o al menos nombrarlos y avergonzarlos para las generaciones por venir. El mejor ejemplo tal vez sea Guatemala, pero también lo es Argentina, donde los expresidentes de la Junta militar fueron condenados y encarcelados por violaciones a los derechos humanos.

El 22 de marzo de 2018, un día después de la renuncia de Pedro Pablo Kuzcynski a la presidencia de Perú, se organizó en Lima una protesta contra la corrupción. CreditErnesto Benavides/Agence France-Presse — Getty Image

Pareciera que la única opción es enfrentar la falta de castigo de una manera legal, democrática y eficaz antes de considerar otras posibilidades: la construcción de instituciones, la soberanía nacional, la estabilidad política, el rendimiento económico a corto plazo. Algunos de los acontecimientos que se han dado durante los últimos años en todos los países de la región son positivos, esperanzadores. Al fin y al cabo, fortalecerán a la sociedad civil, la democracia representativa, el Estado de derecho y el progreso económico. No debilitan las instituciones; ayudan a transformarlas y a hacerlas funcionar.

Cuando el hemisferio empiece a combatir la corrupción con el mismo vigor con el que libra guerras insensatas contra las drogas, cambiarán muchas cosas en América Latina.

También, abordar la corrupción a un nivel supranacional que se deba enfrentar por medio de cooperación internacional no es abdicar a la soberanía; es un cambio deseable.

De hecho, tal vez sea la vía más creativa y productiva para combatir la corrupción. Por definición, es un fenómeno transnacional: la gente que roba dinero lo suele esconder lejos de donde lo robó.

El escándalo de Odebrecht, los “Panama Papers”, la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero de Estados Unidos y la legislación equivalente de la Unión Europea son indicadores de la necesidad y la tradición de llevar la corrupción más allá de las fronteras estrictamente nacionales. La inclusión del capítulo anticorrupción en lo que sería el nuevo Tratado de Libre Comercio de América del Norte —que se está negociando entre México, Estados Unidos y Canadá— es un paso en la dirección correcta. No obstante, se debe hacer mucho más respecto a esta estrategia supranacional.

Los gobiernos deben intercambiar información sobre las cuentas bancarias, los activos y los viajes de una manera expedita y total. Los individuos o las empresas —incluidas las deslocalizadas o las ficticias—, los nuevos candidatos y los propietarios permanentes deben contar con un certificado limpio de sus visas, sus propiedades y sus tenencias monetarias. Los códigos fiscales deben hacerse valer con rigor, sin que nadie se haga de la vista gorda. Las solicitudes de arrestos y extradiciones deberían ser respondidas con prontitud y justicia. Las adquisiciones, las ventas y los intercambios deben ser monitoreados y cuestionados.

Una buena parte de estas situaciones ocurren en los países ricos: miembros de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos y de la Unión Europea. En la mayoría de los países latinoamericanos y en Estados Unidos apenas está comenzando. Cuando el hemisferio empiece a combatir la corrupción con el mismo vigor con el que libra guerras insensatas contra las drogas y la inmigración, cambiarán muchas cosas en América Latina. Vamos en la dirección correcta; solo debemos movernos más lejos y más rápido.

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