Por Juan Ramón Martínez

Hace 49 años –que se cumplieron el sábado pasado– el gobierno militar de El Salvador, dirigido por Fidel Sánchez Hernández, invadió a Honduras con los siguientes objetivos estratégicos: 1) Ocupar el territorio nacional, estableciendo una base poderosa en el dominio de Puerto Cortés; 2) Derribar a López Arellano y sustituirlo por un político hondureño, fiel a sus propósitos, y 3) Castigar a los hondureños que habían cometido acciones inhumanas en contra de los más de 200,000 salvadoreños residentes en el país. Las hostilidades, formalmente hablando, se iniciaron con un bombardeo –más histriónico que efectivo– sobre Tegucigalpa, Choluteca y otras ciudades sin importancia estratégica alguna. Como efecto de esos actos guerreros, los hondureños activaron su poder aéreo, de forma que a los dos días, habían destruido la capacidad de fuego de El Salvador. Los ataques terrestres se efectuaron por dos frentes principales: el teatro del sur, en donde no pasaron del kilómetro diez de la frontera –desvío a Langue, Valle–, el teatro central establecido en Marcala y el teatro occidental, en Ocotepeque. Aquí, lanzaron sus mayores fuerzas, porque el objetivo era romper las defensas hondureñas, tomar Ocotepeque, cosa que lograron, y avanzar hacia Santa Rosa y desde allí, tomar Puerto Cortés partiendo en dos al país. Para obligar la renuncia de López Arellano y establecer un gobierno de ocupación, leal a sus intereses.

La guerra de 1969 tomó a Honduras, muy mal preparada militarmente. Mientras los salvadoreños atacaron en Ocotepeque con dos brigadas, Honduras apenas movilizó a dos batallones, uno de ellos incompleto y, muy mal preparado. Y peor, dirigido por un coronel que tenía más afición por la política, que conocimientos sobre el arte de la guerra. Se calcula que El Salvador movilizó cerca de 12,000 hombres y Honduras 4,356. Las hostilidades duraron cien horas y concluyeron por un cese del fuego entre los dos países, animado por la OEA. Las hostilidades sin embargo, aunque no en forma generalizada, continuaron durante varios meses más en la frontera. Incluso un miembro de los observadores que aseguraba el despliegue de las fuerzas enemigas, murió en la frontera víctima de los disparos de los ejércitos enfrentados.

De acuerdo a los objetivos estratégicos indicados, versus los resultados alcanzados, en que El Salvador solo ocupó una ciudad importante de Honduras –Ocotepeque, militarmente de difícil defensa en aquellas circunstancias– en tanto que las otras eran pequeñas comunidades como Goascorán, Alianza, Aramecina, La Virtud y Colomoncagua. San Marcos de Ocotepeque fue abandonada irresponsablemente por el oficial llamado a defenderla.

La guerra fue un fracaso para El Salvador. Más de la mitad de la población salvadoreña establecida en el país fue expulsada de Honduras. Los salvadoreños no la pudieron asimilar y ello, aceleró la guerra civil que unos años después provocó más de 20,000 muertos. Y los daños económicos que recibió la economía salvadoreña, lesionaron la base de la convivencia interna suya y desquiciaron el Mercado Común Centroamericano.

Como ocurre siempre, la guerra terminó en un Tratado General de Paz y con la sentencia de la Corte Internacional de Justicia de la Haya, que determinó la frontera entre ambos países. El Salvador no pudo sostener sus pretensiones y vio reducido su territorio al demostrar Honduras que eran ocupantes ilegales. 49 años después, subsisten algunos restos de un guerrerismo mínimo en El Salvador y una actitud más profesional, militarmente hablando, de parte de las Fuerzas Armadas hondureñas, que han dejado la política para dedicarse a sus tareas profesionales. Las declaraciones de Munguía Payes, ministro de Defensa salvadoreño, cuando le interrogaron sobre la isla “Conejo”, dijo que la podían tomar en dos horas –expresión poco profesional– pero que, después “vendría la guerra con Honduras”. Él sabe que ahora hay un balance militar y que la guerra tendría efectos más destructivos que en 1969, donde ellos eran los fuertes y nosotros los débiles.

Recordar estas cosas, es una obligación. Todos los países mantienen viva su memoria histórica y trabajan desarrollando la identidad nacional, con una población siempre dispuesta a respetar la ley y a las demás naciones; pero también, lista para su defensa, contra quien quiera amenazarnos con quitárnosla. Para los que han olvidado este doloroso acontecimiento que provocó la burla de unos pocos irresponsables, es bueno leer y oír, sobre el asunto, con objetividad y ánimo de aprendizaje.

 

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