“La gratitud no sólo es la mayor de las virtudes,

sino que es la madre de todas las demás”

Cicerón

Supo ser un bien moral común entre nuestros antepasados, pero hoy es una joya despreciada e infravalorada, pese a su tremenda escasez. Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un aspecto lamentablemente tan común en la cotidianidad de las interacciones humanas, a saber, la ingratitud como forma de vida naturalizada por una sociedad cada vez más mezquina y frívola. Se trata evidentemente de un vicio lamentable que podría definirse como la falta de reconocimiento, reciprocidad y agradecimiento hacia gestos de generosidad o de buena educación recibidos por otros.

El precitado comportamiento nos ha empujado permanentemente a erosionar las relaciones interpersonales al mismo tiempo que ha soslayado profundamente el tejido moral de las sociedades en las que hasta hace muy pocas décadas, lejos de ser un lujo de pocos, la gratitud era la moneda corriente de la “normalidad”, tan detestada por las éticas líquidas posmo progres afrancesadas. En este breve artículo trataremos de explorar el concepto, su etimología y brindaremos algunas reflexiones sobre su impacto en la moralidad y la convivencia humana.

Bien sabemos que el vocablo “ingrato” proviene del latín ingratitudocompuesto por el prefijo in (que denota “negación”, “ausencia” o “carencia”) y gratitudo (gratitud, gratuidad). Evidentemente, este término latino deriva de gratus, que significa “agradable”, “grato” o “agradecido”. Vista así, desde el simple análisis etimológico, la ingratitud es la ausencia de agradecimiento o la falta de reconocimiento hacia un favor recibido gratuitamente, a cambio de nada más que un sencillo “gracias”.

Recordemos brevemente al gran Séneca, quien dedicó gran parte de su obra a reflexionar sobre las virtudes y los vicios de los seres humanos. En sus “Cartas a Lucilio” describió la ingratitud como uno de los vicios más despreciables, argumentando que se trata lisa y llanamente de un acto de injusticia que viola la reciprocidad fundamental y necesaria para el correcto desenvolvimiento de las relaciones humanas. Para el romano, la gratitud sería esencial para mantener la cohesión social mientras que la ingratitud es una amenaza directa que amenaza con deshilachar el tejido moral de cualquier comunidad.

La ingratitud es la abominación de las almas viles; el hombre agradecido es uno de los mejores frutos de la nobleza humana” Séneca, 65 d.C.

Como podemos apreciar, la gratitud es un concepto profundamente ligado a la filosofía estoica, escuela de pensamiento propia de la antigua Grecia y Roma que reivindicaba el valor precitado no sólo como una virtud, sino como una herramienta crucial para alcanzar la tranquilidad y la felicidad en una vida con sentido. Particularmente, Marco Aurelio, uno de sus más destacados exponentes, dedicó parte considerable de sus reflexiones a este asunto, ofreciéndonos un contraste notable con la ética imperante actual, dominada por el individualismo y la atomización social.

En sus “Meditaciones”, Marco Aurelio destacó la importancia de la gratitud como un medio necesario para cultivar la sabiduría y la fortaleza interior. En el Libro II, sostiene que al levantarnos por la mañana, deberíamos pensar en el precioso privilegio de estar vivos, de respirar, de poder pensar, de tener la capacidad de disfrutar y de amar. Lejos de ser una típica frase motivacional de coaching ontológico de hipermercado de autoayudas, lo que nuestro filósofo emperador nos está queriendo indicar es que esta simple pero profunda práctica de reflexión sobre las “bendiciones” cotidianas que no apreciamos, es una manera clave de enfocar la mente en lo que realmente importa y de desarrollar una actitud de agradecimiento fundamental para la serenidad necesaria de una mente que necesita pensar (como bien sabemos, con hambre y ruido, es difícil pensar).

“Recibe sin arrogancia, deja ir sin apego” M. Aurelio (Meditaciones, Libro VIII,33).

Ya en la modernidad, el filósofo empirista del siglo XVIII David Hume, sostuvo en su “Tratado de la naturaleza humana”   que las emociones y las costumbres son fundamentales para una moralidad que apunte a la paz social. El rol que jugaría la ingratitud es atentar contra las normas que nos unen en igualdad de condiciones ante la ley mientras que deteriora la esperanza de vivir entre personas civilizadas, simbolizada en la reciprocidad. Según Hume, la gratitud es una respuesta natural a la benevolencia mientras que su contraparte, la ingratitud, es una afrenta directa a los sentimientos humanos nobles y la común unión de los ciudadanos.

“La ingratitud es un defecto que los seres humanos condenan porque rompe los lazos de la sociedad y la amistad” D. Hume, 1739.

En su “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”, Immanuel Kant argumentaba que la ingratitud es básicamente inmoral porque no puede ser universalizada como una ley moral. Pobre Kant si se levantase entre los muertos y pudiera apreciar que su presuposición era más un deseo que una proposición asertiva. Recordemos que el filósofo alemán postuló un imperativo categórico, el cuál dictaba que  uno debe actuar según aquellas máximas que pueden convertirse en una ley universal (en criollo, señor, señora, no le haga a los demás lo que a Ud. no le gustaría que le hagan). Pues bien, la ingratitud, al no poder ser universalizada sin que ello implique socavar el principio mismo de la moralidad, se consideraba moralmente incorrecta. En palabras del mismo Immanuel:

“Actúa de tal manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin, y nunca simplemente como un medio” (Kant, 1785).

La pista kantiana, aunque desactualizada y carente de sentido, puesto que su deseo claramente nunca se llegó a concretar, nos da una pauta bastante clara para entender por qué hoy es tan común y está tan bien vista la ingratitud: contrariamente al postulado de Kant, pareciera ser que en tiempos posmo-progresistas líquidos las acciones, gestos y apoyos de las personas radican en la consideración de ver a los demás como medios para fines, y no como fines en sí mismos. Cuando sucede esta degeneración moral, la humanidad deja de considerar la gratuidad del gesto y comienza a darle valor solamente a aquello que le pueda servir para sus fines particulares en el marco de una ética establecida con firmeza en la individualidad de un sujeto patéticamente frívolo, vacío y egoísta.

Tal vez usted se pregunte ¿qué tiene que ver el egoísmo con la gratitud? Pues bien, no se me ocurre una práctica de humildad y reconocimiento de la interdependencia humana (del “otro”) más importante que la gratitud. Siguiendo el hilo del gran Marco Aurelio, es preciso reconocer que “todos estamos trabajando juntos para un mismo fin, algunos con conocimiento y otros sin saberlo” (Meditaciones, Libro VI,42). Esta perspectiva nos recuerda que nuestras vidas están profundamente entrelazadas y que debemos estar agradecidos por las contribuciones de los demás por dos motivos sencillos: primero, no somos, ninguno de nosotros, cien por ciento autosuficientes y segundo porque absolutamente nadie llega a ningún lado en este mundo sin el apoyo y el cariño de los demás (nuestros antepasados, nuestros padres, nuestros vecinos, amigos, etcétera).

¿Por qué reflexionar sobre ésto hoy? Porque estamos atravesados por el individualismo y la atomización social mediante un ethos que valora desmedidamente una falsa autonomía personal y éxitos individual e indivisible, lo cual nos ha llevado a considerar la gratitud como una debilidad o una concesión de dependencia de los demás: los ingratos consideran que la buena gente es idiota y hay que sacar provecho a más no poder de ellos. A ver si nos entendemos: está todo bien con celebrar cierta independencia y algún que otro supuesto auto-empoderamiento, pero considerar que ese es el fin de la vida misma (y no un medio) nos ha empujado a una nauseabunda visión transaccional de las relaciones humanas donde el agradecimiento sólo existe en un vínculo de reciprocidad directa (“yo te doy, si tú me das”) y no en una apreciación genuina de las relaciones humanas con sentido existencial que deje de ver “al otro” como cosa útil.

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