Por: SEGISFREEDO INFANTE

Las libertades de prensa y de expresión son consubstanciales a las democracias de cualquier época y lugar. Comenzando por los consejos de ancianos de diversas culturas, y por los experimentos democráticos de la Antigua Grecia. La libertad es como un deseo intrínseco, o íntimo, de cada hombre y mujer. El aspecto contrario de tales libertades básicas, en una primera instancia, son los libertinajes cuasi-anarquizantes, la desmesura o las contorsiones de ciertos lenguajes descomunicantes y los subsecuentes desequilibrios institucionales y económicos del globo y de cada sociedad en particular.

            El dilema “anarquizante” es muy llamativo. Al margen de sus ideologías más o menos elaboradas en el siglo diecinueve y buena parte del veinte, el anarquismo pareciera ser (después de la libertad) algo propio de los instintos humanos. Y lo curioso del caso es que tanto el anarquismo de ultraizquierda como el anarquismo de ultraderecha, coinciden cuando menos en una cosa: ambos anhelan desmantelar las instituciones claves del Estado y de la sociedad. Nunca han querido comprender que en ausencia del Estado desaparece cualquier civilización. Es más, ninguna civilización es posible en caso de la inexistencia del Estado. Por eso los destructores de civilizaciones que actúan en forma deliberada, lo primero que buscan, al atacar a otras sociedades y naciones, es destruir las instituciones estatales y las ideas que las alimentan. El mismo Karl Marx, aun cuando anhelaba, utópicamente, una humanidad sin clases sociales, se pronunció con aceptable cautela en contra de aquellos anarquistas teóricos y prácticos de su propia época y generación, que proponían el desmantelamiento inmediato del Estado.

            Como una segunda reacción contra los anarquizantes, emergieron desde rincones oscuros, los partidarios de los totalitarismos, convirtiendo al Estado en un fenómeno grosero y abultado que destruye libertades, vidas y economías. De hecho los totalitaristas se instalaron por encima de las instituciones estatales y de los pueblos. El Estado democrático y republicano, verdadero protector (en teoría) de los ciudadanos de todos los estratos sociales, y amortiguador de los conflictos económicos, políticos y etnológicos de las sociedades democráticas y “no alineadas”, desaparece del escenario frente al poder “omnímodo” de los pequeños grupos totalitarios. Jamás pasó por la mente de Karl Marx la “consolidación perpetua” de los anarquistas ni mucho menos de los totalitaristas extremosos que aparecieron en Europa en la tercera década del siglo veinte. El mismo estalinismo (hipotéticamente marxista) es una distorsión desalmada, casi total, de los principios del “desarrollo integral del Hombre” propuestos por Karl Marx y Friedrich Engels. Lo mismo que el discurso estatista y fascista originario de Benito Mussolini, fue una contorsión espuria, negativa, respecto de la filosofía del Estado de Georg Hegel.

            Frente a los acontecimientos históricos contundentes del pasado, y los posibles del lejano porvenir, debiéramos moderar nuestros lenguajes públicos, y evitar los escamoteos historiográficos, y la supuesta repetición de fenómenos deshumanizantes. Los lenguajes desmesurados tienden a lastimar a las personas de los distintos bandos, y a conducir los acontecimientos sociales y económicos por caminos que al final de la tarde caen en profundos desfiladeros, sin aparente retorno. A menos que se pretenda escenificar la imagen de la enorme piedra que cargaba sobre sus espaldas el personaje Sísifo, de la mitología griega, quien subía todos los días, con aquel enorme peso, hasta la cumbre de una colina, a sabiendas que la roca volvería a correr hacia el abismo.

            La práctica del escamoteo historiográfico de los hechos, consiste en tomar sucesos históricos aislados de una zona fragmentaria que conviene a las coyunturas “equis” o “ye”. Pues los segmentos interesados exageran los acontecimientos tal cual ocurrieron; o los minimizan hasta dejarlos indiferenciados, como inexistentes. Ello ha devenido en distintos momentos “civilizatorios”. Los nazis ocultaron los campos de esclavitud y de exterminio. Y otros ocultaban los campos de trabajo forzado en donde los obreros, los intelectuales y campesinos morían masivamente de hambre, frío y extenuación.

            He expresado en otros artículos que amar al prójimo es harto difícil. Pero una de las claves para que sea probable tal amor, es aprender a escuchar con respeto a las demás personas, aun cuando sus ideas o sugerencias sean diferentes. En algún punto, y en algún momento, tendremos que coincidir. Una de las tantas tragedias militares de Adolf Hitler, es que casi nunca escuchaba a sus mariscales. Iósif Stalin, por el contrario, al final aprendió a escuchar a sus generales, aunque siempre sospechó, policialmente, de todos los seres humanos que pasaban por enfrente de él. Miles de “camaradas” y de individuos sinceros e ingenuos que se le acercaron fueron a dar al paredón; y millones, de ambos sexos, se extinguieron en los campos de trabajo forzado. Fueron olvidados. Y hasta la década del noventa comenzaron a rehabilitárseles sus nombres, muy gradualmente.  

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