Doctor HORACIO ULISES BARRIOS SOLANO, Premio Nacional de Ciencia “JOSÉ CECILIO DEL VALLE” 12 de septiembre de2019

José Dionisio de la Trinidad de Herrera y Díaz del Valle, y nació un 9 de octubre de 1781 en Choluteca, Honduras, murió el 13 de junio de 1850 en El Salvador a los 69 años de edad fueron sus padres Juan Jacinto Herrera y Paula Díaz del Valle hermana de la madre de José Cecilio del Valle. Obtuvo el título de Abogado con su Tesis “La Ley” en la Universidad de San Carlos Borromeo de Guatemala, donde por aquel tiempo, y gracias a los esfuerzos de los señores Villaurrutia, Ramírez, Goicoechea y Cañas, se había extendido y mejorado el plan de enseñanza. A él le tocó aprovechar esta favorable circunstancia, y debido a ella y al estudio que hizo de la historia y de los filósofos y escritores franceses más profundos (Rousseau, Montesquieu, Diderot, d’Alembert), era ya un literato y un hombre de estado, de pensamiento y acción”, cuando se declaró la independencia del Centro de América.

Obtuvo el mote de Padre de La Patria Hondureña como representante del liberalismo, por sus logros políticos y de nación en Honduras, y Centro América; la carrera política de Herrera es corta y luminosa como un relámpago. En el cielo de nuestra historia tiene su huella de prodigio: lo precedió una aurora  de independencia, como a la fama de Hércules una vía láctea. Hablo de los hechos  morales de este espíritu republicano, no de la labor material del hombre; sé, además, que esta última no la tuvo que levantar con piedras de eternidad y mármoles de consagración.  Por otra parte, el convencimiento que tengo de que los seres superiores nada más inician, sólo abren el surco y arrojan el primer grano, me obliga a disimular la carencia de un mal entendido progreso. Una idea es más que una serie de hechos sin plan preconcebido, sin engarces suficientes para alcanzar una útil finalidad.  Y la idea, libre como el oro de otros metales que oscurecen su brillo, la llevó dentro del cerebro don Dionisio de Herrera, sin la menor sombra de rencores que le quitara el resplandor.  Fue en Centro América el portador de la antorcha encendida.  La agitó sobre las sombras de los prejuicios y de los odios inveterados, sobre el estercolero de las pasiones sobre el cambio más recto que conducía a la cumbre, de cuya visión se llenaron los ojos seniles de nuestros próceres idealistas cuando firmaban el Acta de Independencia.

En Centro América la paz como la guerra tuvo su apóstol; sin en ésta se llamó Francisco Morazán, en aquella Dionisio de Herrera. Ambos supieron ser grandes sin dejar de ser humanos.  El uno abrió brecha a las ideas nuevas con el filo de la espada, que a través de sesenta años, nadie ha podido recoger del suelo donde yace; el otro blandió el acero de su palabra a la sombra de la enorme rodela de su dialéctica.  La actividad pacifista se estrelló contra los muros de la costumbre bélica; el olivo se secó con el contacto del ajeno laurel. 

Herrera el jefe de tres (3) estados, el caballero acorazado de ideas salvadoras, hubo de fracasar muy pronto, hubo de retroceder  abrumado por los elementos en desorden; la palabra fácil, el brazo presto a la lucha, el corazón siempre caldeado de entusiasmo, nada fueron ante la demagogia imperante que invadía. A última  hora desaparecidos u olvidados algunos  otros próceres, el ejemplo de sus acciones, si bien quedaba  latente en el espíritu de unos pocos, no era lo suficiente para inducir a la mayoría de los retóricos a procurar sostener el sistema de ideas por el cual se  había combatido. Como en los viejos mitos índicos, la República de aquellos teóricos centroamericanos tenía una serpiente enroscada en el rosal de las bellas metáforas con que se la definía: mientras más flores reventaban en sus ramas, mientras más ampulosos  discursos se pronunciaban en plazas y asambleas en su loor, la realidad retorcía sus anillos y la anquilosaba  sus miembros.

La palabra enervó más a la estructura social que los resultados de una batalla; hubo engañadores y perpetuos engañados ante la posibilidad de un orden superior en el Estado. La dialéctica paralizó el nervio de la muchedumbre, al mostrarle imprudentemente la relatividad en que se halla casi siempre el ideal con la verdad de su existencia entre los hombres  que lo aclaman, y el trecho que falta aún por recorrer para alcanzar la cima, tras la que se ha marcado por largo tiempo y abonado el camino con los huesos de cien mártires.

Entre todos los personajes de nuestra historia, hay uno fuera de la comparación y el paralelismo. Está por sobre los demás representativos de Centro América; es una montaña cuyo nivel moral sobrepasa a la totalidad de  los hombres. Si los unos fueron condensadores de una época, éste lo fue  de todas. Morazán, Jerez, Barrios, Cabañas, en lo militar; Valle, Larreynaga, Barrundia, Rosa, en lo civil, nada hicieron que no fuera esperado y, a excepción del primero, gran mártir y gran capitán, los demás eran hombres circunstanciales, prototipos de la aglomeración de pueblos que buscaban, sin conocer las leyes de la mecánica social, la centralización del equilibrio. Herrera aparece como un gigante entre seres de mediana estatura: El escenario en que se agita es demasiado estrecho para la batalla  que va a librar; pero, como los héroes de Esquilo, él tratará de entrar en él, doblándose bajo el peso de su propio escudo.

Fue el preceptor ideológico de Francisco Morazán, iniciándolo en la lectura de los Enciclopedistas y Liberales franceses e ingleses. Para Ramón Oquelí, “el pensamiento de Herrera va unido a una práctica revolucionaria…” y Víctor Cáceres Lara que Herrera” pasa por la historia hondureña como un hombre e ideales e ideas”.

Herrera era el más sano de todos aquellos idealistas. Entre ellos y él hay más de unancho foso que los separa. El concepto de haber nadie lo tuvo tan definido como este hombre escapado de alguna de las páginas de Plutarco. El pacificador  del Estado de Nicaragua fue prócer y maestro, pero sobre todo patriota más que ciudadano: supo de los sacrificios en mayor escala que de las prerrogativas, en su interior, la moral de Catón vencía a  la liviandad del César.

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