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Por considerarlo de permanente actualidad, hemos transcrito literalmente la publicación aparecida hace 85 años en el Semanario Tegucigalpa, que condujo con rotundo éxito uno de los más conspicuos periodistas de Honduras, el recordado Alejandro Castro Díaz, padre del no menos intelectual Alejandro Castro Zelaya.

“En estas pocas palabras concreta un lírico español la tragedia de la profesión liberal (si se nos permite designarla con tan pomposo nombre), más vilipendiada de la época. Así llama el ejercicio de la prensa periódica y vaya si le sobra razón, porque un dolor y muy legítimo es el que experimenta de manera casi constante ese minero ignorado y fiel del pensamiento a quien damos el nombre de periodista.

Acaso pueda creerse que un vano deseo de vanagloriar el propio trabajo o el prurito de utilizar los lloriqueos cursis para disculpar algunas debilidades nos compele a escribir de esta manera. No. Lo que decimos es producto de la simple observación y bien podría decirlo también cualquiera otra persona particular, siempre que no se apartara de la sinceridad y de los conceptos justificados. Para hablar hacemos caso omiso de nosotros mismos.

Es la lucha de los demás, el afán incansable del compañero, la asfixia que notamos a través de las páginas extranjeras en todos los del gremio, lo que nos viene impresionando días atrás y lo que hace mucho tiempo pugna por saltar de nuestros cerebros al papel. Eso, y quizá el deseo de hacer justicia, la justicia convencional y apenas consoladora que hacemos a los tristes que por leyes del destino están llamados a ser eternos irredentos.

No hay cuatro inteligencias que reconozcan al periodismo el carácter de profesión o, mejor dicho, el derecho de adquirir tal carácter. O sport o necesidad. Nada más. Pero no es acaso un sport que precisa de aleccionamiento, de preparación, de estudio (sí señor, de estudio), y, sobre todo, de condiciones naturales?  Aquí existe un error de apreciación, un egoísmo fuera de lugar, porque el radio de favores de la prensa alcanza muchas veces a aquellos que manejan la negación por sistema. Una afición ligera, un sport, en fin, que requiriese tales condiciones. Dejaría de serlo, para convertirse en verdadera profesión. Una actividad profesional, naturalmente, sin títulos y sin la antecedente prosopopeya académica.

Y la medicina, la abogacía, la ingeniería, qué son, por ventura, sino sistemas organizados para vencer las necesidades vitales?  Ya nadie sacrifica por amor a la ciencia, que se ha convertido en una mera especulación de economía. Cada uno, según su vocación natural, se dedicará a los números o al estudio de la naturaleza, pero nadie trascenderá en sus investigaciones al desinteresado campo donde se inicia lo estrictamente científico y termina lo simplemente mecánico.

Necesidad por necesidad, hay mayor desapego en el trabajo periodístico, que nada pingüe rinde a sus afiliados, salvo en contadísimos casos. Nadie se moleste porque tratemos de establecer un parangón. Sólo queremos, dentro de toda lógica, sentar aquí nuestras frases de reivindicación para un humilde ejercicio.

No es este poco espacioso lugar a propósito para decir la fatigante brega de la prensa. Tan triste, tan continuada, tan absurda es, que su pobre y casi miserable condición linda con lo heroico. Heroísmo sin fanfarrias, heroísmo sin cantos ni alabanza, es el heroísmo del periodista. Sólo el buen maestro de escuela es tipo para oponérsele, sólo este otro ignorado trabajador practica la abnegación en tan sumo grado. Exageramos quizá? De ninguna manera, tenemos la consciencia de nuestras palabras.

Una diferencia da la medida de la abrumadora naturaleza de la tarea periodística: la que media entre lo que podríamos llamar un “escritor” y el individuo que contribuye a la redacción de un diario. El primero, bien se ve, tendrá un nombre de relieve que cobrará brillantez con cada acierto y timbre con cada triunfo.  Paulatinamente va dando cuerpo a su crédito en el aprecio general, va conquistándose la simpatía de los corazones y el aprecio de las inteligencias, siempre, es natural, que su pensamiento sea capaz de provocar tales reacciones. Y el periodista? Pobre de él.

El hombre de prensa es un mutilado, una sombra, un émbolo más del complicado mecanismo que produce la historia condensada de todos los días, el diario volandero y flébil que a todos sirve y que de todos merece la sonrisa de desdén o el gesto de superioridad. El trabajador mental del periódico se impersonaliza. La empresa exige una actividad, no un nombre, y esa actividad debe ser constante y adornada con las mejores galas del entendimiento. ¡Qué bello artículo!, prorrumpe el público cuando una prosa de valía ha herido la fibra de su interés. ¡Qué bello artículo! Pero nadie imagine que tras aquellas líneas plenas de música o de vibrante armonía se encuentra un hombre, un pobre hombre, cuyo único galardón será la módica suma en metálico que tiene asignada como salario. Y esto, todos los días, siempre, sucediéndose con agotadora insistencia. Y así puede continuar el proceso doloroso durante toda una vida, hasta que un miserable padecimiento físico venga a terminar con el cerebro que fuera huerto inagotable de los mejores frutos, fuente de mieles exquisitas, mina prolífica de inapreciables gemas.

Quién paga este sacrificio? Quién detiene en él siquiera la mirada? Cualquier pedantillo dice con estúpida garbosidad “yo hago eso, aquello nada vale, lo de allá es común y vulgar”, etc. etc., Y no hay duda que lo hace, pero cuando sienta vena para ello, cuando esté en su minuto, no cuando se lo pidan, no cuando haya de doblegar su inercia, su apatía o su dolor, nunca cuando la voluntad le diga ¡hasta aquí! Y cruelmente se le obligue a pasar sobre esta voluntad rebelde y a violentar su natural derecho al descanso.

El público es exigente, de una exigencia que por tiempos es casi ferocidad. Pide, pide siempre; se solaza con los bellos hallazgos y es implacable con los yerros, sin contar con que a la crítica no le  es dable llegar a donde la natural actividad se convierte en artificio, el trabajo lógico en acción desesperada de la mente. Sólo el peso de tal responsabilidad, la inquietud de soportar todos los días la mirada atenta de millares de ojos, es motivo suficiente de incontables y amargos afanes, tales, que al ser conocidos detendrían las lenguas insolentes y libraría al diarista de muchas acerbas mordeduras.”

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