Juan Ramón Martínez
El médico dijo que mi corazón no funcionaba bien. Debía hospitalizarme para una cirugía menor. Haroldo López me explicó la urgencia de un mecanismo para que el corazón uniformara sus latidos. Hablé con Carlo Palmece sobre el “marcapasos”. Me remitió al doctor Almendárez, que no imaginó que buscaba el dispositivo para mí. Me dio instrucciones para ingresar a la burocracia médica.
En varios hospitales privados me dieron cifras con los costos específicos. Mis cinco hijos – José Ernesto no había muerto– escogieron el Medical Center, porque para mi edad, de repente los instrumentos de reanimación eran mejores. Tuve una buena experiencia, que quiero compartir, para que comparemos, lo que recibimos cuando pagamos a hospitales privados y los que nos dan, pagando también, en los hospitales públicos. En Honduras nada es gratis.
Los líderes políticos, los gobernantes e incluso algunos atorrantes que pontifican diariamente, cuando paren sus mujeres, les reparan una rodilla estropeada; o necesitan abrillantar sus dientes, viajan a Estados Unidos. La decisión es lógica: el servicio público es malo, deficiente, ofensivo e irrespetuoso con los pobres. El Seguro Social, que es propiedad de sus derechohabientes, tiene la misma deficiencia: faltas de respeto y desconsideración con los enfermos que son “dueños” de la institución.
Venir desde La Mosquitia, San Juan, Intibucá; o de Morazán, al Hospital Escuela e ingresar es complicado. Los colectivos de Libre atienden a los suyos y maltratan a los derechistas. Los enfermos no entienden estas diferencias. Si los pacientes son niños, las madres tienen que hacer de enfermeras porque estas no son suficientes. Las fotos de Gaza, donde se libra una guerra, los hospitales muestran sabanas y colchas del mismo color. En Honduras es un arcoíris porque los enfermos tienen que llevarlas para cubrir sus cuerpos amenazados. Todo hay que comprarlo. Y hacer largos pedimentos a los colectivos armados para que los dejen salir y entrar. Algunos se enojan, lloran y maldicen.
En el hospital público los enfermos son campo de prueba para estudiantes aprendices. Sin que nadie les agradezca por exponerse a riesgos innombrables. Algunos estudiantes malcriados tratan mal a los pobres. Si reclaman los colectivos – otros pobres con pistola–, proceden indignados. Hay que callar. Imagino que Aguilar Paz murió sabiendo que había fracasado en su modelo humano, respetuoso y profesional que quiso imponer.
En el Medical Center me trataron bien. Las auxiliares de enfermería, atentas y capaces. Las supervisoras casi no las vi. La atención en el quirófano excelente. El seguimiento de mi recuperación, al minuto. Nadie me voseó. Fueron amables y cuando pregunté, me dieron explicaciones. Haroldo López fue muy profesional y el anestesista efectivo. Estoy en recuperación y me llaman para recordarme las citas. Imagino qué habría pasado si ingreso a otro hospital público, en el que mi familia, mis hijos, no me habrían podido visitar. Parte de mi ánimo de recuperarse, fue impulsado por su presencia que a toda hora entraron a mi habitación. Los pobres para ver a sus enfermos tienen que arrodillarse.
Es oportuno que, por ley, gobernantes, ministros, diputados y asesores deben ser atendidos — anónimamente– en hospitales públicos. De esa manera pueden conocer y corregir el mal servicio a los pobres que son los que sostienen con su paciencia y sus remesas a Honduras. Carla Paredes debe empezar, internándose en el Mario Mendoza.
Un agradecimiento para Clelian Soriano, Karla Velásquez, Endy García, Jorge Castillo, Enma Montesino, Yostin Jiménez, Cristhian Escoto, Diana Ortiz, Luis Centeno, Ivania Gómez, Patricia Martínez y Senayda Martínez. Por su gentileza y cariño. A Haroldo López, por su confianza que saldría bien.
Sueño que alguna vez los pobres sean privilegiados como lo fui yo.”