Por: SEGISFREDO INFANTE
Han transcurrido cincuenta siglos aproximados “desde que un primer hombre tuvo la ocurrencia de expresar sus pensamientos y emociones por medio de símbolos gráficos”, momento lejanísimo desde el cual comenzaron a circular, poco a poco, textos contables y de literatura sacra, escritos en tabletas de arcilla, papiros, pergaminos, tiras de bambú, materiales de seda, pieles de venado, papel y un largo etcétera. Las técnicas de escritura y los formatos textuales han cambiado en el decurso de los milenios, pero la curiosidad y la magia que despiertan los libros, en sí mismos, se han resguardado como un tesoro del alma, a pesar de las guerras, fanatismos, frivolidades y destrucción de archivos y bibliotecas.
Shihuangtí (o Quin Shi Huang), dos siglos y medio antes de Jesucristo, ha pasado a la posteridad como el más grande destructor de libros de todos los tiempos, en tanto que el primer emperador chino estaba obsesionado con el proyecto siniestro de desaparecer, de la faz de la tierra, la memoria jurídica y literaria de sus posibles adversarios, fueran concretos o inventados. No obstante aquella práctica anticultural, los humillados rescataron a como diera lugar sus leyes, sus poemas y sus memorias más importantes. De lo contrario muy poco se supiera de la historia milenaria de China.
Más tarde surgieron nuevos destructores de libros, ya fuera de modo gradual o vertiginoso, tal como ocurrió con el saqueo de la Biblioteca de Alejandría y el cierre de la Academia de Platón heredada por sus parientes y discípulos. En fecha contemporánea y más o menos próxima, supimos que un misil mal dirigido destruyó en un segundo una biblioteca estructurada, pacientemente, durante siglos. De todas las destrucciones e inquisiciones de cualquier tendencia, sobreviven ejemplares, como migrantes o refugiados, en los anaqueles de otras bibliotecas. Asimismo circulan libros preciosos, o de escasa importancia, en las tiendas de libros usados.
En España y en México les llaman “Libros de Viejo” o, simplemente, “Puestos de Libros Usados”, que son revendidos a precios módicos o exorbitantes, según se trate del origen o de la importancia de los autores. O de la apariencia del comprador. Libros que no se encuentran en ninguna otra parte, andan por ahí desperdigados en los quioscos de libros usados, con sellos y dedicatorias manuscritas. Gracias a esta práctica moderna a veces se rescatan revistas, litografías, hojas volantes y libros invaluables. Esto lo han sabido muy bien aquellos amigos ancianos, vivos o fallecidos, que observaban las ventas en las proximidades del río Sena, en la ciudad milenaria de París.
Lo mismo acontece en las bibliotecas de los coleccionistas, quienes acumulan textos por el simple placer de acumularlos; o de revenderlos al mejor postor. Dicen que Bill Gates compró una de las bibliotecas impresas más caras del mundo, mientras él “aconsejaba” a los directivos de la RAE, que jamás volvieran a imprimir el “Diccionario de la Lengua Española”, ya que bastaba con la edición digital. Se dijo además que dentro de la biblioteca impresa de Bill Gates se hallaban unos manuscritos de Leonardo da Vinci. Me han contado, aparte de eso, que en el mercado de “las pulgas” en el barrio Tepito de la Ciudad de México, se encuentran cantidades industriales de libros usados. Pero los mismos mexicanos de buena voluntad, que son la mayoría, aconsejan al visitante ocasional que evite el grave riesgo de andar de compras por aquel barrio incógnito.
Confieso que hace varios años y decenios solía visitar los puestos de libros usados del Mercado “San Isidro” de la capital de Honduras. Ya no lo hago. Me da temor. Ahí compré libros de diversa envergadura intelectual. Unos caros y otros baratos. Es más, adquirí libros en cuyas páginas aparecía mi firma manuscrita, que habían sido saqueados de mis anaqueles, hecho que me provocaba risa y desconcierto. Parejamente compré libros con las firmas de hondureños conocidos y desconocidos, porque en varios municipios de nuestro país ha existido la pésima costumbre que una vez que fallece un intelectual, sus parientes queman sus pertenencias y, en el mejor de los casos, venden los libros “a precios de gallo muerto”. O los tiran a la calle para que se los lleve el tren de aseo. En tal caso los vendedores ambulantes de libros van a los crematorios a rescatar valiosos volúmenes. Y así se salva, de modo fragmentario, la memoria de los pueblos y sociedades.
Este artículo se ha inspirado en el opúsculo “Los libros errantes” (Anaya, 2002) del escritor Felipe Benítez Reyes. Porque la magia de esos libros que andan por ahí, radica en el secreto de esconder en sus páginas heterogéneas el saber humano, local o universal. Unos son “incomprables” por sus altos precios, y generan desánimo. Pero asimismo ocurre que en un lugar y momento menos esperado, encontramos en un rincón ignoto un libro que hemos buscado en el largo discurrir de nuestras precarias existencias.
Distrito Central de Honduras, 21 de julio del año 2024. (Artículo publicado en el prestigioso diario “La Tribuna” de Tegucigalpa, el domingo 28 de julio del 2024, Pág. Siete, en la versión digital del periódico).