Por: SEGISFREDO INFANTE
El 15 de marzo de 1995, publiqué en forma literal lo que sigue: “Sin caer en ecologismos catastrofistas, pensamos que en los próximos treinta años, de cuadruplicarse la población y de continuar la quema y deforestación irracional de bosques, Honduras se convertirá en un falso desierto”. (…) “De cumplirse esta involuntaria profecía, el hondureño tendrá que modificar en ciento ochenta grados sus formas de vida. Los automóviles que contaminan el ambiente, serán desplazados por caravanas de caballos, mulas y carretas, que se trasladarán desde los desiertos de Otoro y Comayagua, pasando por los desiertos de Tegucigalpa, Lepaguare y Guayape, hasta llegar a los oasis próximos de Brus Laguna y Caratasca. No mencionamos aquí el desierto de Choluteca, por cuanto éste, en los actuales momentos es casi una realidad.” Se trata de un artículo premonitorio, nunca profético, de hace alrededor de treinta años. (Por si hay alguna duda al respecto, mi texto fue publicado en el periódico “El Nuevo Día”, ya desaparecido, bajo el título “Caravanas del futuro”. Ojalá se conserven estas colecciones de periódicos. No vaya ser que desaparezcan de los archivos, tal como ha ocurrido con “El Cronista” de los años 1979, 1980 y 1981, precisamente en la época en que comencé a escribir, con gran ingenuidad y flojedad, en el decano de los diarios hondureños).
El término de “falso desierto”, mencionado en el artículo aludido, proviene del libro “La fuerza de lo viviente”, del escritor francés Jean Dorst, mismo que igualmente he citado en otros momentos. Según este autor la creación de falsos desiertos (o seudodesiertos) por la mano despiadada del hombre, ya ha ocurrido en Pakistán y en el nor-oeste de la India. Así que no sería nada casual que también en Honduras, mediante la acción arrasadora de los incendios forestales provocados, termináramos convirtiendo este hermoso paraíso tropical, en una serie de seudodesiertos alternos, en distintos puntos de la rosa geográfica nacional. En verdad ya existen panoramas más o menos desérticos en el llamado “corredor sur” de nuestro país, el cual de hecho es una depresión tectónica que viene desde el sur-oeste de Guatemala, incluye todo El Salvador, lo mismo que el sur de los departamentos hondureños de Lempira, Intibucá, Valle, Choluteca, parte de El Paraíso y el sur de Francisco Morazán. Los ríos deprimidos y las brisas del Golfo de Fonseca y del océano Pacífico, permiten la sobrevivencia agropecuaria de esta ancha franja tectónica, rica, hasta el día de hoy, en pesca y probabilidades agroexportadoras. Es una subregión que a mi juicio merece todo el apoyo del Estado y la empresa privada.
Los incendios forestales que anualmente destrozan decenas de miles de hectáreas boscosas de Honduras, son parte “del peor signo de los tiempos”, como repetiría mi abuela materna, ya fallecida, en sus años de lucidez. A ello se suma el saqueo casi sistemático de maderas preciosas y “no” preciosas de los bosques latifoliados y de los inmensos pinares que, a pesar de todo (incluyendo lo del gorgojo barrenador), subsisten en las serranías semiverdes, en las montañas y en los valles hondureños. Tales incendios se aplacaron durante el año de la pandemia 2020. Tegucigalpa pudo respirar un poco de aire puro, y creo que parejamente otras ciudades y municipios. Lo cual significa que los incendios de los bosques, potreros y zacateras, son provocados deliberadamente por pequeños grupos de criminales perversos interesados en la destrucción del país, para cuyo fin siniestro utilizan la acción de los pobres campesinos ignaros que necesitan leña en los fogones de sus hogares. Es cierto, por otro lado, que tales campesinos recurren a la quema de los reducidos bosques desescombrados, o chapeados, con el propósito ulterior de sembrar sus milpas y frijolares. Pero son pequeños terruños, en donde durante siglos han sabido controlar los incendios con rondas alrededor de los predios cultivables, tal como lo hacían los aborígenes australianos. Y que hoy necesitan, tales pequeños productores, asistencia técnica con el objeto de alcanzar la agricultura científica.
Se justifican los incendios masivos en un subcontinente completamente seco como Australia. Pero jamás habremos de justificarlos en un país con los ricos niveles freáticos de la República de Chile. Ni mucho menos en un paraíso tropical como Honduras, en donde todavía subsisten las selvas, los manglares y las junglas.
No es la consabida contaminación atmosférica local, de tipo industrial, la que está destruyendo a Honduras, ni tampoco el corte de tres árboles aislados, sino los incendios forestales masivos que se desatan en primavera, a mediados de cada mes de marzo. Es doloroso contemplar las ciudades como Tegucigalpa, envueltas en una bruma espesa en donde las casas, las calles y los edificios se tornan invisibles, y en donde decenas de miles de personas acusan problemas respiratorios. La situación es realmente asfixiante.