Tutor︱Óscar Martínez Coordinación ︱Dunia Orelana Fotos y videos︱Nicolò Rosso
Redacción ︱Dunia Orellana Edición del video︱José Fernando Cum Marín
Edición︱Lourdes Ramírez, Wendy Funes Dennis Arita, Dashiell Allen
Imágenes de celular︱Jessica Orellana Investigación ︱Luis Vallecillo y Dunia Orellana
Sistematización︱Luis Vallecillo y Telma Quiroz
Redes sociales ︱Amílcar Cárcamo, Néstor Hernández y María Aguilar

Este es el primero de cuatro reportajes realizados gracias a la beca de producción periodística de la Fundación Gabo y ACNUR.

Piedras Negras, Coahuila, MÉXICO | Reporteros de Investigación. Juan David se pone el chaleco salvavidas gris y negro y ve por última vez a su madre antes de cruzar a nado el río Bravo. Por suerte, las aguas que están crecidas en la noche bajan gradualmente durante el día. Son las once de la mañana del lunes 10 de mayo de 2021 y el sol hace brillar las apacibles olas del río.

Es la oportunidad de cruzar que el hijo de Jessica ha esperado durante más de tres semanas de estar refugiados en Piedras Negras, Coahuila, en la frontera entre México y Estados Unidos. El niño planea entregarse a las autoridades de Migración una vez que ponga los pies en la orilla estadounidense.

Juan David lleva en el bolsillo, protegido del agua, un papelito en el que apuntó el número de celular y la dirección de su tía en Estados Unidos para que ella vaya a recogerlo. “Mamá, me voy a ir. Usted no vaya a regresar a Honduras, ¿oye?”, dice Juan David. 

Jessica niega moviendo la cabeza. “Está bueno”, dice. Tiene los ojos mojados de lágrimas.

El Bravo es el tercer río que ha marcado el desplazamiento forzado de Jessica Orellana, de 30 años de edad. Ella y sus dos hijos llevan más de veinte días contemplando sus aguas turbulentas desde el sitio donde se han refugiado en Piedras Negras. Están a unos cuantos metros de la ribera del lado mexicano. Detrás del sitio donde han estado albergados pasa el tren de Ferromex.

El Chamelecón, en el norte de Honduras, y el Suchiate, en la frontera entre Guatemala y México, son los otros dos ríos que han sacudido la vida de Jessica y sus hijos Isaac Noé, de cuatro años, y Juan David, de 12, en su peregrinaje a Estados Unidos.

A Jessica no le interesan los 3,000 kilómetros que recorre el río Bravo desde su nacimiento hasta su desembocadura en el golfo de México. Solo le importan los pocos metros de agua gris y revuelta que separan a Juan David de Estados Unidos. En la orilla opuesta se halla la tierra que ella y sus hijos han venido buscando desde que salieron de Honduras el 15 de enero de 2021. No puede decirle que no a su hijo mayor.

“No se vaya a regresar a Honduras”, repite Juan David, “porque solo nosotros sabemos lo que hemos venido sufriendo en ese camino. Si estamos acá es porque Dios tiene algo bueno para nosotros. Si me entrego a Migración, va a ser para irme con mi tía y poder ayudarle a usted”.

Jessica ve irse a Juan David bajo el sol opaco del mediodía. Va caminando solo. Lo sigue viendo mientras se aleja y entra en las aguas del Bravo.

Junto a su hijo, la corriente mece una rama. Esa rama se parece a la vida de Jessica, sacudida por los vaivenes que la han ido llevando hasta esta ciudad mexicana a miles de kilómetros del sitio donde alguna vez tuvo una casa que fue destruida por la crecida de otro río en San Pedro Sula, Honduras.

Los huracanes de la pobreza

Seis meses atrás, el 4 de noviembre de 2020, las aguas del río Chamelecón rompieron los bordos e inundaron hasta el techo las casas de la colonia Asentamientos Humanos, donde Jessica vivía con Isaac y Juan. Solo se ocuparon unas cuantas horas de lluvia para que el huracán Eta dejara a Jessica y su familia literalmente en la calle.

Dos semanas después, el mismo río volvió a sacarlos a la carrera de su colonia en los distritos que conforman Rivera Hernández, en San Pedro Sula, en el norte de Honduras. Los distritos completos quedaron otra vez tapados por el lodo y las aguas tras las lluvias catastróficas causadas por Iota, el segundo huracán que golpeó Honduras en 2020.

Mientras estuvo damnificada, Jessica recibió alguna ayuda, pero no del Gobierno, sino de personas particulares y de instituciones preocupadas por el bienestar del prójimo. Sin embargo, según la municipalidad de San Pedro Sula, el monto asignado para la atención de la emergencia por las tormentas Eta e Iota es de 200 millones de lempiras.

Jessica y su familia son solo algunas de las personas perjudicadas por la doble catástrofe natural de finales de 2020. Más del 50% de las colonias de los distritos Rivera Hernández fueron afectados directamente por las inundaciones. Entretanto, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) estima en casi dos mil millones de dólares los daños ocasionados por los desastres.

A nivel humanitario hay más de cuatro millones de personas afectadas y 2.5 millones padecen necesidad. Jessica se halla entre las 92,000 personas que se refugiaron en albergues y su casa es una de las 62,000 que quedaron gravemente dañadas o destruidas.

En cuanto a los dos distritos Rivera Hernández donde viven Jessica y sus hijos, están compuestos por 103 colonias sitiadas por maras y pandillas, donde las casas de cemento y láminas de cinc se apiñan bajo el sol ardiente. Allí llueve fuego todo el año. Los vecinos huyen de la violencia delictiva y sobreviven a punta de negocitos con los que hacen lo justo para ir pasándola: talleres, pulperías, ventas de comida.

La pandemia dejó a Jessica sin trabajo y dos huracanes en 15 días la dejaron sin casa. Antes de que el coronavirus y el río terminaran de joderle la vida, vendía mazorcas de maíz asado y atol de elote en recipientes que cargaba en un vehículo improvisado con una carretilla de supermercado.

Jessica aguantó lo que pudo. No podrían decir lo mismo los cientos de hondureños y hondureñas desplazados que huyen a diario del país. Los años de pobreza parecen concentrarse en el tiempo que ha pasado desde que el 15 de marzo del 2020 el Gobierno hondureño decretó el encierro total tras detectarse los primeros casos de coronavirus. 

“No se está migrando, se está huyendo”, dice César Ramos, de la Comisión de Acción Social Menonita, organización que ha brindado ayuda a las personas afectadas por las tormentas. “Esta gente lo ha perdido todo, hasta la esperanza”.

Los dos huracanes que destruyeron el norte de Honduras y dejaron en la calle a Jessica, además de las dificultades económicas acrecentadas por las restricciones contra la COVID-19, están detrás la agravada escasez de alimentos que afecta a 2.9 millones de hondureños, según la FAO.

Las cosas en los distritos Rivera Hernández nunca han sido color de rosa para Jessica ni para nadie. La carretera para llegar allí es moderna y tiene pasos elevados y señalización completa, pero los distritos ya son otro cuento.

A vender alimentos se dedicaba Jessica cuando la sorprendió la pandemia. Su colonia, Asentamientos Humanos, es pobre entre las pobres. Su nombre la delata. El coronavirus obligó a Jessica a encerrarse y a cerrar su negocio cuando el gobierno de Juan Orlando Hernández, señalado por narcotráfico y corrupción por Estados Unidos, decretó la cuarentena total.

Como miles de hondureños, Jessica pasó meses encerrada, temiendo que le pegara COVID-19 y esperando que el Gobierno les llevara la prometida “bolsa solidaria”, o sea, unas cuantas libras de alimento. Sin embargo, a muchos la bolsa jamás les llegó, aunque los activistas del partido de gobierno los apuntaron en listas que no se sabe qué fin tuvieron.

Jessica ya había pasado por su infierno personal antes de toparse con el infierno de allá fuera. Su exesposo le quitó a su hijo Sebastián después de una amarga disputa y se lo llevó a Colón, en el litoral atlántico de Honduras.

Entretanto, Jessica y sus otros dos hijos empezaron a sortear como pudieron el hambre cuando el relajo del coronavirus se normalizó un poco y el Gobierno decretó “reaperturas” graduales.

En eso vino Eta. Y después Iota.

El río Chamelecón no le arranca los sueños

Pasaron semanas viendo los techos asomándose y los carros meciéndose en las aguas oscuras del Chamelecón. Ni Jessica ni sus hijos hubieran podido adivinar que estarían contemplando otro río seis meses después, el Bravo, en México, a miles de kilómetros de San Pedro Sula.

Como miles de familias del norte y el litoral de Honduras, a la de Jessica no le quedó de otra que escoger entre tres refugios: en carpas de plástico y palos en las medianas de los bulevares, debajo de puentes y pasos elevados, y en albergues donde campaban el abuso sexual, los asaltos y el coronavirus.

Cuando llegó el primer huracán, Jessica, su madre Rosa y sus hijos se refugiaron en uno de los albergues temporales improvisados por el gobierno municipal en una escuela del centro de San Pedro Sula. A los días, cuando las aguas bajaron, se hospedaron en casa de Rosa. La de Jessica seguía sumergida bajo dos metros de lodo.

No habían terminado de tirar todos los enseres ya inservibles y de limpiar más o menos la casa de Rosa cuando el segundo huracán irrumpió como un delincuente y terminó de robarles las pocas esperanzas que les quedaban.

El gobierno hondureño anunció por esos días, como si acabara de descubrir el agua caliente y sin ofrecer opciones, que lugares como la colonia de Jessica son inhabitables. La mayoría no le hicieron caso al gobierno de Hernández y volvieron a limpiar y a vivir en sus antiguas casas en cuanto pudieron, en medio de toneladas de lodo, excrementos, animales muertos y muebles destrozados. Jessica no pudo regresar a ninguna parte. Ya ni siquiera tenía una casa que fuera inhabitable.

San Pedro Sula, donde se hallan los dos distritos Rivera Hernández, es uno de los 203 municipios intervenidos directamente, según Naciones Unidas. La intervención ha abarcado 11 sectores sampedranos con diferentes acciones, incluyendo la dotación de kits de limpieza, alimentación y salud.

“Al principio de la llena del primer huracán pensamos que [Rivera Hernández] no iba a llenarse , pero se llenó”, recuerda Jessica. “Ha sido golpeada bastante gente. Se perdió todo allí, mucha gente quedó durmiendo en la calle, niñas, niños, embarazadas, jóvenes, personas que se quedaron sin casa”.

Jessica ya había perdido toda esperanza. No tenía trabajo al que salir ni casa adonde regresar. Por esos días vio en los noticieros de la tele que anunciaban una caravana migrante, la primera del año. Desde el principio, la idea de irse en la caravana se le prendió a la mente. ¿Y si se iba? Veía a Isaac y Juan durmiendo en la cama de la escuela donde estaban albergados y se preguntaba si era buena idea llevárselos.

Jessica es una entre cientos de miles de hondureños que juegan con la idea de huir de Honduras en busca de una mejor vida. En el mundo hay alrededor de 470,000 refugiados y solicitantes de asilo del norte de Centroamérica y más de 318,000 desplazados internos en Honduras y El Salvador, según cifras del ACNUR. De estas, al menos 247,000 son de Honduras. De acuerdo con los hallazgos se registró mayor incidencia en los hogares con jefatura femenina y con mayor número de menores.

“Cuando empezamos a ver el tema de las caravanas migrantes y desplazadas, vimos que no había enfoque en las mujeres, ningún enfoque diferenciado. Eso nos llevó a buscar apoyo para conocer las verdaderas necesidades de las mujeres en este tránsito dentro y fuera del país”, dice Jessica Sánchez, directora de Grupo Sociedad Civil.

Sin haber hecho nunca la ruta del migrante, Jessica estaba segura de que el viaje no era fácil: no era “comida de trompudo”, como dicen las y los hondureños. Pero no le quedaban muchas opciones. Podía empezar de cero en Honduras, pero si ya tener lo básico en el país no era garantía de una vida digna, ¿qué podía esperar una madre de dos niños sin un sitio donde vivir y sin pan que llevarse a la boca?

Semanas después, el 15 de enero de 2021, ella y sus hijos se levantaron del frío pavimento de la Gran Terminal de Buses de San Pedro Sula. “¡Hora de irse!”, anunciaron los organizadores de la primera caravana migrante. Jessica, Isaac y Juan vieron el sol salir, anaranjado entre nubes grises, sobre el filo de las montañas mientras iban de camino.

Jessica no es la única que ha hecho el duro camino a pie para llegar a la frontera. Más del 36% de las personas que migran en el norte de Centroamérica son grupos familiares monoparentales. De estas, el 69% usó la caminata como medio de transporte para migrar, según un monitoreo de enero del 2021.

Como los otros 8,000 hondureñas y hondureños de la caravana, Jessica llevaba lo estrictamente necesario en atados de tela o en mochilas: documentos, algo de dinero y ropa. Llegó con sus hijos a pie y de jalón al puesto migratorio de El Florido, en Copán, en el occidente de Honduras. En el camino fueron comprando lo necesario para no desmayarse de sed ni de hambre. A veces, una de tantas almas caritativas les regalaba alimentos y agua.

“Isaac venía cansado y quemado”, cuenta Jessica, “pero siguió y cuando yo le decía ‘nos regresamos para Honduras’, él decía ‘no, yo voy pa la USA,’. Ellos me dieron la fuerza para llegar hasta acá. Ya me quería rendir, ya no quería seguir, pero ellos me decían ‘sigamos que vamos para la USA’”.

El 16 de enero en El Florido, el gobierno de Juan Orlando Hernández levantó un dique militar para contener la marea de desplazados y cumplir con sus pactos antiinmigratorios con el expresidente Donald Trump. Junto con miles de hondureñas y hondureños, Jessica se las arregló para evadir los bloqueos y entrar en Guatemala.

Ni se imaginaba que allá la esperaban los gases de los militares y los traficantes de niños.

A través del Suchiate

Está tendida en el pavimento. Los gases de los militares guatemaltecos la derribaron. Calza crocs desgastados y lleva puesto pantalón negro con rayas blancas. A sus pies, su hijo, con la cara sucia y vestido con una camisita verde, llora mientras ve los ojos fríos de las cámaras de fotografía y televisión que registran el momento.

La desmayada es Jessica y el niño que llora es Isaac. A su alrededor hay otros migrantes que sacan pañuelos y agua para reanimar a su compañera de viaje. Otra mujer consuela a Juan, al que también se le llenan los ojos de lágrimas causadas por el dolor y los gases mientras espera detrás del círculo de migrantes que auxilian a su madre.

Cerca de allí, el pandemonio. Los militares guatemaltecos, con órdenes estrictas de mandar de vuelta a la masa de desplazados hondureños que quieren abrirse paso por Vado Hondo, Chiquimula, reparten patadas, puñetazos y garrotazos y rocían gases lacrimógenos como si nunca se les fueran a acabar.

Jessica y sus hijos llevaban dos días de viaje y ya estaban en Vado Hondo, el 17 de enero, cuando el gobierno de Alejandro Giammattei ordenó la represión brutal contra la caravana hondureña.

El pavimento tras la reyerta quedó cubierto de mochilas, ropa, zapatos y migrantes abatidos por las golpizas y los gases. Después de evadir el cordón militar en Vado Hondo, Jessica se detuvo en una gasolinera de Zacapa para reponerse.

“Qué lindos niños”. La mujer y el hombre se acercaron a Jessica y se quedaron viendo a Isaac y Juan. Jessica los vio de pies a cabeza. “Somos de la fundación de una Iglesia”, agregó la mujer. “Queremos ayudarles, llevarnos a los niños para comprarles ropa y comida”. 

“El hombre y la mujer se fueron a un lado para secretearse”, cuenta Jessica, que a esas alturas comenzaba a verlos con sospecha. “No me gustó porque los vi muy extraños”. Recordó las historias de niños robados en Guatemala que le contaba su cuñado. “A las mamás les dan bebidas para dormirlas y llevarse a los niños”.

Los supuestos voluntarios regresaron. “Vámonos ahorita”, dijo la mujer, “y si luego quieren irse del albergue, no hay problema”. Jessica les dijo que regresaran un día después. “Tengo que pensarlo”.

Pero precisamente lo que no hizo fue pensarlo. Salió de volada de la gasolinera y se internó más en Guatemala de la forma acostumbrada, o sea, a veces a pie, otras de jalón en camiones, buses, carros particulares. Se vale todo para migrar.

Así fue como llegó al segundo río que marcó su viaje: el Suchiate, en la ciudad de Tecún Umán. Allí, Jessica, Isaac y Juan estuvieron siete días, esperando el momento de cruzar las aguas peligrosas de ese río que sirve de frontera entre Guatemala y México. Mientras tanto, Jessica intentó buscar trabajo, pero cada chamba que le ofrecían era peor que la otra. Hacer tortillas durante horas por dos dólares al día, por ejemplo.

Con los pantalones enrollados hasta las rodillas, los balseros del Suchiate van apretujados entre su cargamento de migrantes desplazados, balanceándose sobre paletas de madera amarradas a enormes neumáticos inflados. 

El Suchiate es un epicentro de tráfico entre ambos países. Transan con todo: desde mercancías normales hasta mercancías humanas. Hay días allí cuando sobre las frágiles balsas no solo se van desplazados americanos, sino también africanos y de otros continentes. 

La “recepción” para Jessica en el Suchiate estaba preparada desde semanas antes, cuando las autoridades guatemaltecas y mexicanas supieron que la caravana hondureña iba para allá. Agentes de migración y guardias nacionales con fatigas gris claro y mascarillas negras pululaban como hormigas sobre la orilla mexicana para detener la ola migratoria.

La espera de una semana se acabó la madrugada del 26 de enero, cuando Jessica aprovechó el relajamiento de la vigilancia en el lado mexicano para cruzar el Suchiate y ”colarse” en México. Del lado mexicano, ella y sus hijos se treparon en un “combi” para viajar a Tapachula.

La ciudad de Tapachula, en el sur del estado de Chiapas, es el punto de encuentro de migrantes y desplazados como Jessica, quienes allí tienen al menos la esperanza de recibir asistencia y una visa humanitaria. Pero necesitan tener mucha paciencia y aguantar el calor del día y la helazón nocturna.

A Jessica le tocó esperar un mes y medio para conseguir la visa humanitaria que la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) da a los migrantes y desplazados. Mientras tanto se refugió con sus hijos en el albergue El Buen Pastor, un edificio de paredes claras donde a diario llegan hasta 30 desplazados de varios países.

Nomás se le cumplió el mes y medio de estar refugiada en El Buen Pastor, con la visa humanitaria en mano, Jessica partió el 20 de marzo en autobús con sus hijos a un sitio que le quedara lo más cerca posible de la frontera. La primera parada fue Monterrey.

Jessica estuvo refugiada una semana con otras desplazadas en una casa regiomontana. Las cosas iban bien hasta que empezaron a insultar a los hijos de Jessica. En lugar de pelearse con las demás migrantes, Jessica prefirió mudarse de nuevo.

Esa vez, las vueltas del destino la llevaron a otro albergue en Monterrey. Allí estuvo refugiada otra semana antes de hacer el último trayecto de su viaje hasta la frontera. En parte de jalón y en parte a pie llegaron a una estación de trenes, donde se encontraron con un grupo de migrantes.

Los desplazados y desplazadas, mujeres, hombres, niñas, niños y jóvenes, se treparon en el techo metálico del tren. Cuando la máquina arrancó, ya estaba anocheciendo. Viajando bajo las estrellas, Jessica, sus hijos y los demás se tendieron sobre el metal desnudo y se taparon con sábanas para protegerse del helado viento nocturno.

A quienes les tocó vigilar aprovecharon el viaje ferroviario para filmarse a sí mismos con sus celulares y enviarles los videos a sus familias. Al amanecer del 20 de abril se bajaron en Piedras Negras y se fueron caminando a buscar un sitio donde albergarse junto al río Bravo.

Allí, a unos cuantos metros de la tierra estadounidense que han estado buscando afanosamente, los agarró el cuarto mes de viaje.

Los desplazados del río Bravo

Los hombres apilan ramitas entre los dos ladrillos que han sembrado en la tierra para construir una estufa improvisada. Uno de ellos mete papelitos en medio de la leña y otro saca fósforos y se arrodilla en la arena de la ribera del río Bravo. Tapa cuidadosamente con la palma de una mano el fósforo que acaba de prender. Acerca el fósforo a los papelitos y espera.

El humo se levanta entre las ramas  que poco a poco agarran fuego. En medio del día gris, las llamas de la estufa son como una pequeña alegría. En el albergue improvisado hay unas quince personas en total, incluyendo a Jessica e Isaac Noé. Después del mediodía del 10 de mayo ya había uno menos: Juan David. Irónicamente, la partida de Juan coincidió con la celebración del Día de la Madre en México.

Por lo menos, los niños como Isaac Noé están a salvo. Las mujeres y los hombres se turnan para cuidar que nadie les haga daño o se los lleve del albergue junto al Bravo, a unos metros de la línea del tren. Los vigilan cuando se bañan en el río y cuando juegan.

En el grupo hay de todo, gente de Guatemala, El Salvador y Honduras, un joven con prótesis en vez de pierna izquierda, gente descalza, vestida solo con pantalones cortos, camisetas y chanclas. Otros llevan sudaderas con las que se cubren la cabeza.

Los perros hambrientos merodean junto al pobrísimo refugio hecho de sábanas que las y los desplazados han colgado de cuerdas atadas a los árboles enjutos. Jessica y los demás aprovechan el fuego para poner a calentar algo de la comida que han salido a pedir en los alrededores. A veces, los vecinos de Piedras Negras les dan dinero para comprar alimentos para las niñas y los niños y algo de ropa que los migrantes lavan en el Bravo y cuelgan de cuerdas en el albergue.

Mientras espera comer un bocado, Jessica abraza a Isaac Noé. “Mama, Juan David cruzó el río, pero no ha regresado. Fui a buscarlo y no lo hallé”, dice de pronto su pequeño hijo. “¿Cuándo va a regresar Juan David, mama?”.

Jessica se queda muda un momento mientras espera que se le deshaga el nudo en la garganta.

Volver es traicionarlos

La “Migra” solo está agarrando menores de edad para encerrarlos mientras esperan que un familiar “los pida” en Estados Unidos. Esa es la esperanza de Juan David para quedarse viviendo en tierra estadounidense. A los adultos, en cambio, los encierran y luego los deportan si los atrapan del otro lado del río Bravo.

Unos 50,000 niñas y niños como Juan David cruzaron sin acompañante, en los últimos seis meses, la frontera de México. Debido a esa nueva ola migratoria, las autoridades han tenido que abrir refugios y ubicar a los familiares en Estados Unidos.

Aunque Juan David tiene la esperanza de que su tía lo pida en los próximos días, Jessica no está dispuesta a entregar a Isaac Noé para que tenga el mismo destino de su hermano.

Pero Jessica se resiste a regresar a Honduras. “No puedo volver porque volver es como traicionar a mi madre y a mis hijos”, dice.

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