Por Manuel Torres Calderón
Periodista

Tres acontecimientos marcan etapas claves en la relación entre narcotráfico y Estado en Honduras: el asesinato del matrimonio Ferrari (1977), la captura y extracción forzada de Matta Ballesteros (1988) y, por supuesto, el juicio al ex presidente Juan Orlando Hernández. Sin tomar en cuenta ese nexo que contaminó la transición a la democracia es imposible comprender lo que acontece en el tribunal del Distrito Sur de Nueva York.

En el trasfondo de ese escenario aparece omnipresente la política exterior de los Estados Unidos que, como se sabe, es el único país del mundo que puede juzgar, pero no ser juzgado. En esta historia son sus intereses los que trazan los límites de cuánto se permite y cuánto se prohíbe. Así quedó en claro desde el anochecer del 2 de diciembre de 1977 cuando los esposos Mario y Mary Ferrari fueron interceptados, secuestrados y desaparecidos por un grupo de policías en papel de sicarios.

Como lo revelaron diversos testimonios, “los Ferrari eran el enlace entre Ramón Matta Ballesteros y un grupo de militares que permitían el paso de mercancía ilícita por los puertos, aeropuertos y fronteras terrestres del país” (El Pulso.hn). Desde que los mataron las autoridades sabían dónde estaban sus restos, sepultados a cal y canto en un pozo de malacate, pero permanecieron siete meses sin ser “descubiertos”, justo el tiempo que tardaron los implicados en negociar su impunidad.

Los oficiales involucrados, cuyos nombres circulan ampliamente en las redes digitales, habían dejado atrás el proyecto reformista-desarrollista que encabezó el general Oswaldo López Arellano y en su lugar se encaminaban a convertir Honduras en una base militar de facto de los Estados Unidos, anticipando la “guerra fría” que se avecinaba en Centroamérica. Esa fue su carta de negociación.

A mediados de la década de los 70, la Casa Blanca ya había declarado la guerra contra el tráfico de cocaína y conocían el valor estratégico de Honduras como puente en el trasiego de drogas, sin embargo, volvieron la vista a un lado para no perder aliados incondicionales. El triunfo de los sandinistas en Nicaragua era previsible y el narcotráfico les podía ser útil a corto plazo, como se confirmó después con el “Irán-gate”. Al final, la estrategia de seguridad se impuso y con ella las transnacionales del crimen encontraron una oportunidad excepcional para entrelazarse con el sistema político de nuestro país y de la región.

Desde entonces, su imparable expansión acompañó y desnaturalizó la llamada “transición a la democracia” iniciada en 1982. A los carteles de la droga no les costó mucho corromper a políticos y militares. La puerta estaba abierta por la fragilidad del Estado, la debilidad institucional y la impunidad asegurada. Dinero sucio financió campañas electorales, lujos, excesos, crímenes, fortunas empresariales, comprando jueces y conciencias. Parafraseando el verso de un poeta mexicano: “a punta de iniquidades debilitaron a una nación”.

Casi una década después de los Ferrari, lo ocurrido a Matta Ballesteros mostró hasta dónde había llegado la influencia del narcotráfico y el papel tajante que asume Estados Unidos cuando así lo decide. De hecho, a Matta Ballesteros no se lo llevan por el daño que causaba a nuestro país sino por las implicaciones que le atribuían en la tortura y asesinato de Enrique “Kike” Camarena en México. Eran sus intereses los agraviados; no los nuestros.

Tres décadas después esa misma voluntad se advierte contra Juan Orlando Hernández. Disipada la coyuntura política que lo protegía, perdió valor de uso y Washington decidió limpiar ese vínculo. Por los datos que se filtran, la DEA seguía sus pasos ilícitos desde 2004, pero lo dejó crecer hasta convertirse en todopoderoso gobernante a partir de los medios que el propio estado le iba proporcionando.

Bajo esas circunstancias y tomando en cuenta las raíces tan extendidas del narcotráfico en nuestro país, el juicio en Nueva York no da para soñar con cambios radicales. Estamos muy lejos de que eso ocurra. La experiencia confirma que cada capo que cae es reemplazado inmediatamente por otro u otros porque el negocio ya no depende de sus figuras, sino del mercado.

El narcotráfico, y esto es fundamental entender, se volvió pieza fundamental en el engranaje del neoliberalismo. No sólo le aporta dinero, sino valores y consumidores. No será sorpresa, entonces, que al cabo de algún tiempo otro figurón de la política sea acusado y extraditado. No hay lección aprendida. Para quienes tienen las manos metidas, el error de Hernández no fue involucrarse, sino dejarse capturar. Su eventual condena no la consideran un disuasivo, sino un riesgo.

Por el bochorno que supone para nuestra nación el juicio de Nueva York y evitar flagelarnos como sociedad, debemos recordar que no somos los únicos del continente en afrontar un peligro como éste. Tampoco saberlo supone un consuelo, pero en todas las naciones afectadas se ha llegado a la misma conclusión: para enfrentar y prevenir el crimen organizado se demanda justamente lo que no estamos haciendo, “el fortalecimiento de las instituciones, altas dosis de fiscalización y transparencia, y aplicar con urgencia el antídoto de mucha democracia”.

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