Por Elsa Ramírez
Licenciada en Comunicación Social y Pública
El Día de la Madre en Honduras se celebra el segundo domingo de mayo, instituido mediante Decreto No. 32 de fecha 25 de enero, 1927; presidía el Congreso Nacional el doctor y general Tiburcio Carías Andino y gobernaba por aquella época el doctor Miguel Paz Barahona. Este día es muy importante porque se entona en todas las escuelas y colegios el Himno a la Madre escrito por Augusto C. Coello y musicalizado por Rafael Coello Ramos.
A continuación, compartimos de la Santa Biblia (RV1960) Proverbios 31:10… el elogio de la mujer virtuosa, dedicado a las que somos mamás: “10 Mujer virtuosa, ¿quién la hallará? Porque su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas. 11 el corazón de su marido está en ella confiado, Y no carecerá de ganancias. 12 le da ella bien y no mal todos los días de su vida. 13 busca lana y lino, y con voluntad trabaja con sus manos. 14 es como nave de mercader; Trae su pan de lejos. 15 se levanta aun de noche y da comida a su familia y ración a sus criadas…”
Al recordar este día viene a mi memoria los días de infancia: nací en el barrio Buenos Aires de Tegucigalpa en 1957; fueron mis padres María del Rosario García (cariñosamente doña Chayo- Mama Chayo) y Faustino Ramírez Rodríguez (Don Tino- Papa Tino) (Q.D.D.G.) quienes procrearon 10 hijos (4 mujeres y 6 varones).
Cuando tenía 3 años nos trasladamos a vivir a la populosa Colonia 21 de octubre, Sector 1., residencia que adquirió mi inolvidable padre con el Instituto Nacional de la Vivienda (INVA) pagando una cuota mensual de L. 24.50 (veinticuatro lempiras con cincuenta centavos) por un período de veinte años, recién iniciaba nuestro padre a trabajar en el Instituto Geográfico Nacional (I.G.N.) donde permaneció hasta su jubilación.
Por esa época no había enseñanza preescolar, así que, a los 7 años ingresé a primer grado en la escuela que lleva el nombre de la colonia, acompañada por Fausto mi hermano mayor ya fallecido con quien caminábamos asidos de la mano y subíamos las gradas hasta llegar al Sector 2; cargábamos el llamado bolsón (ahora mochila) que contenía un cuaderno rallado, un lápiz grafito, un borrador, una cajita de colores y el zaca punta; sin olvidar el agua que portábamos en una cantimplora (vasija o recipiente para llevar líquidos- jugos o agua) la que ingeríamos en el famoso recreo y al beberla estaba tibia.
Nuestra respetada y querida progenitora nos preparaba una deliciosa burrita con cuatro tortillas que ella misma palmeaba y tiraba al comal a las que agregaba frijoles fritos molidos que eran machacados con un vaso o una piedra de moler; huevo y un trocito de queso, esta era la merienda de todos los días. En la escuela la Agencia para el Progreso donaba unos sacos que contenían trigo y leche para todos los que asistíamos a ese lugar donde acudíamos a recibir el pan del saber, el vaso lo llevaba cada alumno (a) entonces los lunes bebíamos leche y los jueves trigo con leche.
Recuerdo inolvidable es, cuando todos rodeábamos a Mama-Chayo para que en el momento que las tortillas salían del comal, calentitas ella les agregaba sal y seguidamente hacía un purito (apachurradas con la palma de a mano) el cual colocado en nuestras manos era devorado al instante. Asimismo, preparaba unos exquisitos nacatamales, espaguetis y dulces de todo tipo que jamás he vuelto a probar.
De igual forma colocaba cortinas oscuras en las ventanas de los dormitorios para que nos durmiéramos temprano, especialmente cuando alguno de nosotros se encontraba mal de salud, momento en el cual teníamos que permanecer en silencio absoluto, lo que contribuía a la pronta recuperación de alguno de nosotros; Asimismo, mandaba a callar a los vendedores ambulantes que utilizaban bocinas para pregonar su mercancía.
Evoco también que solía esperarnos en el portón de la casa al regresar de la escuela, colegio, trabajo o universidad.
Con Papa-Tino, tenía un trato especial, ya que después que preparaba los alimentos, primero, en una pequeña olla apartaba los de él y seguidamente procedía a servir a los demás. Lo amaba intensamente.
Así recuerdo a mí adorada madrecita, una gran señora, llena de virtudes, amorosa, fiel, abnegada y respetuosa, preocupada por cada cosa que sucedía a nuestro alrededor a quien jamás vi derramar una lágrima a pesar de haber perdido a dos de sus hijos y padecido una cruel enfermedad que le quitó la vida a la corta edad de 54 años. Alguien dijo por ahí “madre y alma solo hay una”.