Por la Dra. Astrid R. Ávila
Soy hematóloga. Trabajo con la sangre, con las enfermedades que se esconden en lo más vital del cuerpo humano. Pero también trabajo con el alma de las personas, aunque eso no lo diga mi título universitario.
Hace poco, viví algo que me dejó un nudo en el pecho. Todavía no lo puedo superar. Una mujer humilde, dulce, callada, sencilla, llegó a mi consulta con signos de una leucemia agresiva. Su cuerpo estaba al límite. Le expliqué que necesitaba hospitalizarse de inmediato, y lo hizo. No por dinero, no por lujo, sino porque su vida estaba en juego.
Y fue ahí cuando ocurrió lo impensable.
Pocas horas después, me la encontré llorando en su habitación. Pensé que era el miedo, el diagnóstico, el dolor. Pero no. Era la vergüenza. Gente cercana —familiares, vecinos— le dijeron que no tenía derecho a estar en una clínica privada. Que “por ser pobre”, ese lugar no era para ella.
Nunca olvidaré su mirada en ese momento: no era solo una paciente enfrentando la muerte. Era una mujer siendo juzgada por atreverse a luchar por su vida en un lugar que otros creían que no le correspondía.
Si no se hubiera hospitalizado ese día, probablemente no estaría viva hoy. Pero más allá de lo médico, lo que más me dolió fue que, en medio de una enfermedad mortal, tuvo que enfrentarse también al prejuicio, al clasismo, a una sociedad que ha confundido el valor de una persona con el peso de su cartera.
¿En qué momento nos volvimos tan fríos? ¿Tan rápidos para señalar, pero tan lentos para abrazar?
La leucemia no distingue entre ricos y pobres. El cáncer no entiende de títulos ni apellidos. La vida no tiene precio, y la dignidad no debería doler.
Este editorial no es solo un testimonio. Es un llamado. A que seamos más humanos. A que dejemos de juzgar quién merece qué, según lo que tiene. A que, frente al dolor ajeno, respondamos con compasión, no con crueldad.
Porque nadie —nadie— debería sentirse culpable por intentar sobrevivir.
Dra. Astrid R. Ávila
astridr.avila@outlook.com