Por Rafael Delgado Elvir
Economista. Catedrático universitario

Siempre he sido un admirador de la gente de este país. Me enorgullece saber que existen millones de hondureños que diariamente se levantan contra viento y marea a encarar el día. Con problemas en el hogar, donde muy probablemente no existen todas las condiciones para prepararse ellos y sus hijos al nomás salir el sol, con carencias de agua, de alimentos y de comodidades esenciales. Con riesgos afuera de la casa: salir a la espera de un bus que pasará repleto de pasajeros y con alguna posibilidad de morir en el camino por la imprudencia de su conductor o por un asalto a mano armada de alguna banda de delincuentes que viven de la pobreza de otros. Llegar al trabajo a encarar las tareas propias de la actividad mientras los hijos asisten, en el mejor de los casos, a una desvencijada escuela pública. Regresar después y nuevamente pasar las aventuras de un transporte público desastroso y calle repletas de peligros que acechan para finalmente llegar al hogar donde nuevamente otras dificultades esperan.

Además de eso están los que trabajan a medio tiempo o menos y los que emprenden actividades de autoempleo para agenciarse algún ingreso para el día. Fuertes ante la adversidad, enfrentan el día igualmente con estoicismo para sobrevivir, llevando a los hogares algo para saciar las necesidades más urgentes. Otros como los migrantes, tampoco se cruzan de brazos y ante una situación en el país que ya no promete nada provechoso, emprenden un viaje tan incierto que nadie fuera de ellos y sin tener sus urgencias, puede entender.

En resumen, esos son las imágenes de millones de cabezas de familia, enfrentando heroicamente las condiciones impuestas por un sistema económico, social y político que hace mucho tiempo dejó de funcionar para ellos.

Por eso es sumamente injusto saber que frente a esa ciudadanía emprendedora, luchando por los suyos, otros conspiran día a día para seguir arrebatando injustamente ganancias, convirtiendo así la vida para la gran mayoría en algo cada vez más difícil de sobrellevar. Desde sus cómodas posiciones de líderes en los diferentes ámbitos de la sociedad, se avocan diariamente a la tarea de hacer que el sistema cada vez funcione menos para la gente y cada vez más y mejor para ellos y los que los rodean. Las leyes se elaboran pensando en sacarle una buena tajada al Estado; las acciones del día a día van dirigidas a comprar las lealtades de los grupos que interesan tener a su lado; se drenan recursos públicos para saciar el apetito de sus compinches en la política; las instituciones públicas son objeto de un constante despojo de sus recursos a través de los más sutiles hasta los más abusivos mecanismos para devolver favores. En ese ambiente donde en nombre de la eficiencia se le amputan las funciones a las instituciones públicas y se deja desprotegido al más necesitado, el cinismo se convierte en regla de la acción de los poderosos en la política.

Pero hay razones para pensar que los tiempos irán cambiando. Muchas cosas han rebasado el límite de la tolerancia y ya no hay espacio para el beneficio de la duda frente a líderes falsos. Cada vez las noticias inventadas de un supuesto buen desempeño económico, de logros en el ordenamiento de las finanzas públicas, de exitosas medidas de emergencia para apagar fuegos aquí y allí, caerán por su propio peso en el descrédito absoluto. Los eternos conspiradores contra el bienestar de la gente tendrán que rendir cuentas y los escudos con los que se han defendido en la impunidad por mucho tiempo, serán inútiles ante el veredicto de la gente. El año 2020 y los siguientes estarán caracterizados por ese hartazgo de la gente que entiende que su situación no es por ningún designio divino, sino por los mecanismos del sistema que genera riqueza para pocos y pobreza para muchos.

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