Somos una sociedad con la muerte a cuestas, y por eso el día 2 de noviembre cobra un significado muy especial, porque la memoria de difuntos se une a una larga estela de muerte. Hace años, muchos años, la muerte violenta dejó de ser un dato extraño, para convertirse en horrendo paisaje cotidiano hondureño.

Somos una sociedad de seres humanos que se fajan la vida entre sobrevivir a la escases de comida o andar con el ojo al Cristo para no caer en alguno de los círculos de lo que llaman “la hora y el lugar equivocado”. Y si la juventud lograr sortear esas amenazas mortales, todavía le queda aliento para encaramarse en la espalda la mochilita y agarrar camino a ese norte incierto y con frecuencia carnicero.

Siendo un dato de nuestra vida cotidiana, la muerte violenta y masiva se une a un dato que para nuestra gente cuesta igual o casi igual que la muerte: quitarnos el derecho a velar a nuestros difuntos y a darles cristiana sepultura, como Dios manda. Suspender los rituales que acompañan al duelo de nuestros difuntos ha sido la dosis de mayor inhumanidad que nos dejó el terrible tiempo de pandemia.

Somos una sociedad que cargamos el duelo de la muerte en hilachas. Seguramente nos tocará cargar nuestras vidas en ambientes que alimentan la depresión y la negatividad, y esto hará todavía más complejo encontrar caminos que conduzcan a mediano plazo al restablecimiento de la confianza y de la institucionalidad que garantice los derechos humanos y la sana convivencia social.

En una sociedad desangrada y abatida por el dolor y la desconfianza, no basta restituir instituciones públicas creíbles, ni basta con cambios de gobiernos, ni luchas exitosas contra la corrupción, la impunidad, la narco actividad y el delito. No bastan procesos electorales que garanticen elecciones limpias. Todo esto es importante, y son parte fundamental para los cambios y transformaciones que la sociedad necesita para dar pasos hacia una convivencia más sana y humana.

Pero la inversión más grande que necesitamos como sociedad es aquella destinada a rehacer nuestros tejidos humanos rotos. Somos un pueblo herido en el corazón, y esas heridas sangran, y un corazón herido suele responder provocando nuevas heridas en quienes están en el entorno. Para tejer esos tejidos hemos de costurar todas las heridas, sin dejar de lado las heridas que sangran en el centro del corazón humano.

Sin seres humanos sanos y con las cicatrices de las profundas heridas de dolores acumulados, la sociedad hondureña no podrá experimentar nuevos horizontes. A la necesidad objetiva de cambios institucionales, económicos y de justicia, se ha de unir la necesidad de abordar la restitución de un pueblo herido y con una carga profunda de dolores que se han venido a incrustar sobre dolores antiguos nunca sanados. Que nuestros difuntos nos den la luz para rendirles homenaje con el compromiso por honrar su memoria en la lucha porque la vida florezca de entre tantas penas y lutos que no hemos logrado celebrar dignamente.

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