Por: SEGISFREDO INFANTE
Aristóteles expresaba que “toda guerra comienza con una ofensa”, según sea la traducción que utilicemos. Nosotros añadiremos que una injuria puede ser neutralizada, extinguida y olvidada. Sin cooperación, sin perdón y sin conciliación entre los hombres, las civilizaciones jamás hubiesen existido, porque se volverían imposibles. Los persas y los medos invadieron las islas jónicas y la tierra continental de Grecia, al extremo de incendiar la ciudad de Atenas. Nunca se disculparon. Hecho histórico que reavivó el espíritu helénico y facilitó que Alejandro Magno reunificara a los primeros “europeos” de aquel instante, y luego se lanzaran a la aventura de conquistar el extenso Imperio Persa, mal dirigido por su último rey oriental. Alejandro venció a los persas en batallas sucesivas tipo relámpago, hasta llegar a la India y a los desiertos próximos de Egipto, en la margen izquierda del Nilo. Pero nunca logró consolidar el nuevo “Imperio Helénico”, por su muerte prematura y por las ambiciones egoístas y rencorosas entre los nuevos sátrapas de origen grecomacedonio. La gran “Filosofía” clásica, a pesar de todas las adversidades, subsistió y prosperó en aquellos heroicos días. Y se tradujo, por vez primera, el “Viejo Testamento” bíblico a la lengua griega, desde el segundo siglo antes de Jesucristo.
Las ofensas pueden aplacarse. El problema mayor es cuando tales ofensas se acumulan en forma desmesurada y se vuelven incendiarias, especialmente en la época de las tecnologías volátiles en que casi todo se suele distorsionar. Entonces aparecen las discusiones sobre el viejo tema de “las guerras justas y las injustas”, un dilema enmarañado que nunca ha terminado de despejarse. Napoleón Bonaparte (genial estratega y estadista) comenzó las primeras guerras en defensa de una Francia revolucionaria asediada por las viejas potencias con sabor y color a rancio. Pero las guerras napoleónicas posteriores fueron de conquista y de expansión territorial, provocando grandes derramamientos de sangre entre todos los bandos en pugna. El quehacer más injustificado de Bonaparte fue la invasión mañosa contra España. Ni el Código Civil ni el espíritu revolucionario francés, justificaban la traición a los españoles, quienes sintieron que había llegado el momento de inocular o reforzar el anarquismo natural. Mauricio Talleyrand había aconsejado, de buena fe, al general Bonaparte, que jamás incurriera en el error de invadir España. Pero el emperador de los revolucionarios franceses, y de su nueva aristocracia, prestó oídos sordos, y ahí comenzó su ruina gradual desde el año 1808, aun cuando el incidente fuera favorable para los próceres del subcontinente latinoamericano, quienes aprovecharon al máximo el vacío de poder castellano.
En la época de la tecnología atómica y de otros artefactos sofisticados de actualidad, es un verdadero suicidio colectivo atizar espantosas guerras regionales que podrían terminar en conflagraciones geoestratégicas continentales. Es oportuno señalar que para el historiador riguroso e imparcial, resulta clave identificar quiénes fueron los primeros grupos o individuos en desatar una guerra local o regional “equis”. El rey Jerjes desencadenó la invasión continental a Grecia, es decir, a Europa, y al final cosechó pésimos resultados porque, según varias frases memorables de la película “Lo que el viento se llevó” (contextualizada en la cruenta pugna entre los estadounidenses del norte y los del sur), “todo mundo sabe cómo comienzan las guerras, pero nadie sabe al final cómo terminan”. Hay otras frases de la misma película que han sido reintroducidas en otros filmes y contextos.
Robert Oppenheimer, padre de la bomba atómica que más tarde se convirtió en un pacifista convencido frente a la fabricación de la bomba de hidrógeno, criticó a los atizadores de las guerras con tendencia mundial, en tanto que, según él, los halcones creían que la guerra era un asunto derivado de la “teoría de juegos” de John von Neumann, un genial científico convertido al catolicismo, partidario de las matemáticas aplicadas y las tecnologías computacionales. En el fondo Oppenheimer estaba criticando a su colega Neumann, quien además juzgaba correctas las guerras preventivas. O disuasorias. El único problema, quizás, es que las hipertecnologías actuales producen inestabilidad y crean ambientes que socavan a los “líderes” que se duermen en sus laureles.
No soy un “apaciguador” ingenuo. Trato más bien de ser un hombre realista que a la par se empeña en ser un pacifista racional kantiano, aunque luzca contradictorio, por aquello de los desórdenes crecientes del mundo. Soy de la opinión, tal vez errónea, que las guerras actuales son atizadas casi simultáneamente por bandos en pugna, por causa de las megalomanías, viejos fanatismos extremos y por ausencia de capacidad racional encaminada a medir los resultados catastróficos de las guerras. Y es que importa, por sobre todas las cosas, la sobrevivencia biológica y divina de la especie humana.