Por: Segisfredo Infante
Es como el guion de una película que dramatiza la vida de un pianista retirado, y de una muchacha (también pianista) con problemas existenciales, y con aisladas reflexiones cuasi filosóficas. El “anciano” vuelve a presentarse ante el público en conciertos espectaculares. Pero, en el curso de las ejecuciones musicales, suele caer en vacilaciones o en angustiantes “lapsus” de memoria. Su promotor se encarga de reanimarlo; pero es la joven periodista quien realmente le inyecta nuevos bríos en su carrera de pianista consumado y en su anhelo de seguir viviendo a pesar de sus cargas nostálgicas. La muchacha termina por enamorarse, realmente, del “anciano”; pero en el ínterin ella sufre un accidente mortal, y el pianista (también enamorado) vuelve a quedar solo en el mundo, aislado en los Alpes suizos. Su promotor le convence que en memoria de ella haga el último recital en Londres. Ella, antes de morir, había escrito un hermoso y extenso reportaje sobre la música clásica en general, y sobre la gratuidad que merecía el viejo pianista. (Reportaje que se publica pocos días después de la tragedia).
Esos “lapsus” también los padecemos los escritores y periodistas de opinión, con las diferencias de cada caso. En mi primer artículo publicado, en plena juventud, en el diario “El Cronista” de Tegucigalpa el jueves 27 de noviembre de 1980, cometí el error de escribir la fecha “1923” para referirme a la guerra civil de “1924”. En realidad se trató de un feo “teclazo”, en tanto que tenía frescas las lecturas sobre los acontecimientos de aquella fatídica guerra civil de la década del veinte. Como para reparar el entuerto, publiqué otro artículo, siempre en el ya desaparecido “El Cronista” del 7 de junio de 1981, titulado precisamente “1924”. En fechas posteriores he incurrido en varios errores míos y ajenos, por causa de las nuevas tecnologías de punta pero, principalmente, por las fatigas que producen los años acumulados y los quebrantos de salud.
Uno de los “lapsus” que más me ha producido malestar íntimo, ocurrió cuando en un artículo del año pasado (2022) confundí los nombres de dos “gurús” de la economía mundial. Me refiero a Jeffrey Sachs y a Michael Porter. Pero el más reciente “lapsus”, o “coda” penúltima, ocurrió al momento de redactar el artículo-homenaje dedicado a mi amigo Ernesto Paz Aguilar (QEPD), cuando en el quinto párrafo se detecta que en vez de escribir “el primer centenario del nacimiento de Medardo Mejía” (1908-2008), escribí la palabra “fallecimiento”. Pero también es oportuno destacar aquello de la amistad con Medardo Mejía y, sobre todo, con Ramón Oquelí Garay.
No recuerdo bien si fue Alfonso Guillén Zelaya o Rafael Heliodoro Valle, quien reparó en los errores de los tipógrafos y de los “correctores de pruebas”, que antes eran famosos en las imprentas y editoriales. Pero sí recuerdo perfectamente que don Eliseo Pérez Cadalso (QEPD) publicó un artículo crítico refiriéndose a este asunto, en un tono duro pero también jocoso. No creo que los viejos tipógrafos hayan cometido tantos errores, pues tenían que organizar los textos letra por letra, y simultáneamente colocarlos en “un componedor”. Vale la pena recordar que el gran narrador y poeta Froylán Turcios ejerció las tareas de la tipografía. Lo mismo que otros escritores hondureños.
Más bien los errores de dedo y de estilo comenzaron a multiplicarse cuando surgió el modelo de máquinas “composer” ligadas al sistema “offset”. Nunca olvido a una guapa secretaria y operaria que se empeñó en escribir la frase “orgasmo internacional”, en vez de “organismo internacional”. De nada sirvió corregirla cuatro veces. Ella siempre volvió a colocar su error obsesivo. Hubo que buscar otra operaria a fin de que corrigiese el grave entuerto de estilo que cambiaba todo el contenido de una página. Tres errores de dedo o de “teclazo” se le dispensan a todo mundo, especialmente en una época de grandes prisas, y en que los teléfonos móviles cambian en forma automática las palabras y las sintaxis de los usuarios. Sin embargo, muchos errores o una sola frase mal reproducida, podrían tergiversar todo un contenido, creándoles problemas a los historiadores y epigrafistas del futuro, en caso que llegaren a leer un texto “equis” o “ye”. Lo divertido es que a veces las secretarias y los correctores de pruebas “corrigen” (según ellas y ellos) a los mismos escritores, con el sano propósito de ayudarles, perdiendo de vista que están generando problemas con tales “correcciones”, por desconocer los neologismos, los significados o cargas semánticas de las palabras; o el estilo personal de tal o cual escritor hondureño o extranjero. No se trata de evadir ninguna responsabilidad. Sino de aceptar, parejamente, que en medio del otoño de la vida estamos muy cansados y con frecuencia perdemos el sentido de orientación y caemos en la “coda” trunca, o inesperada, de las palabras musicales o prosaicas respecto del idioma en el cual escribimos.