Por: Segisfredo Infante

Los pensadores de la antigüedad griega, una vez que habían identificado, mediante un doloroso proceso de abstracción mental, los primeros principios o elementos constitutivos del “Universo” inmediato o circundante, intentaron penetrar y despejar las estructuras del “Ser”, principalmente el filósofo “metafísico” Parménides. Luego se toparon con el problema de la fugacidad sensorial de las cosas y de las posibles estructuras del azar, dilema que, a partir de Heráclito, desencadenó sendos debates entre los sofistas y los socráticos o platónicos.

Platón, bajo la influencia originaria de Sócrates, utilizó y desarrolló la teoría del concepto y de la dialéctica como método filosófico global, con el propósito de fijar principios más o menos científicos que ayudaran a “desocultar” la verdad intelectiva en medio de la fugacidad líquida que parecía exhibir el entorno, en tanto en cuanto que si todo lo existente era fugaz como un río, resultaba poco menos que imposible elaborar una verdad científica que se convirtiera en estrella polar de la existencia natural y espiritual. No debe perder de vista, nuestro amable lector, que la gran “Filosofía”, en aquellos tiempos heroicos, estaba clasificada como “ciencia”. Esto es, un árbol enorme a partir del cual aparecían y crecían las ramas de las ciencias particulares, exceptuando la medicina egipcia. La idea de la filosofía como “ciencia” continuó prevaleciendo en los tiempos de Immanuel Kant y de Guillermo Hegel, hasta las primeras tres décadas del siglo veinte. Hoy sabemos que la gran “Filosofía” es solamente un saber riguroso universalizante; o un gigantesco faro que ilumina las rutas borrascosas y que suele anticipar circunstancias abriéndoles el paso a las demás ciencias y subdisciplinas, tal como lo reconoció en su momento Kurt Gödel, el más importante lógico matemático del siglo veinte. En verdad que la gran “Filosofía” suele ser más rigurosa que algunas disciplinas científicas humanísticas.

Releyendo al genial Aristóteles (discípulo de Platón) es posible deducir que el azar es solamente un accidente del “Ser”, en tanto que desde el punto de vista de la realidad circundante es imposible fijar una verdad filosófico-científica contundente, en medio de una infinitud de azares. Para realizar una investigación científica se requiere delimitar un campo y un objeto de estudio, hacia adelante o hacia atrás, más o menos precisos. Esto lo saben muy bien los historiadores que intentan desempeñarse con rigor. Por ello Aristóteles estableció, con una mirada abarcadora pero limitante, que la filosofía primera trataba sobre “el ser en tanto que ser y los modos del ser”. Estos modos del ser (quizás inaceptables para el genial Platón) son, a nuestro juicio, los accidentes o azares de la existencia.

Pero entonces salta una pregunta en los recodos del camino: ¿Existe una estructura del azar? Aquí topamos, sin esperarlo, con las teorías del “estructuralismo lingüístico”, por si acaso aceptamos que en la base de los lenguajes humanos subiste una estructura verbal como si se tratara de hechos concretos. Pero concedamos, por conveniencia inmediata, que un idioma es una estructura gramatical, más bien plástica, que de algún modo metafórico, o elíptico, conecta con la realidad multilátera exterior, por muy huidizos que luzcan los sucesos unilineales y simultáneos. En consecuencia, el azar continuaría siendo, desde el ángulo aristotélico, un modo accidentado mediante el cual hace presencia indirecta el “Ser”, del cual hablaron Parménides y otros filósofos posteriores. Que quede constancia que solo estoy esbozando el fenómeno del azar en la búsqueda fatigosa de “la cosa en sí”.

Pues bien, aquella problemática laberíntica podemos jalarla hacia la modernidad del pensamiento, centrándonos en la obra de Pierre-Simon Laplace. Este científico fue uno de los pocos pensadores deterministas y mecanicistas que intentó exponer mediante un lenguaje nada técnico sus conocimientos y sus contribuciones individuales sobre el tema de las supuestas recurrencias o o repeticiones derivadas de los juegos de azar, cuyas indagaciones meticulosas se alzaron como una rama importante de la matemática conocida como “Teoría de probabilidades”. La búsqueda intelectual y humanística de Pierre-Simon Laplace, por volver accesibles sus conocimientos al mayor número de profanos, lo condujeron a ofrecer una ronda de diez conferencias que más tarde publicó bajo el título de “Ensayo filosófico de probabilidades”. (Ruego a Dios Altísimo que este texto no me lo hayan “extraviado”, los unos o los otros, tal como me ha ocurrido con varios otros libros importantes). Creo que Platón jamás hubiese aceptado el azar como una estructura, por su percepción del mundo sensorial fugaz como una sombra de la realidad. Esta sombra ha sido ratificada por varios científicos de la primera mitad del siglo veinte. Aristóteles, más sistemático y flexible, percibió los accidentes azarosos del Universo como exteriorizaciones de “los modos del ser”. La otra pregunta derivada sería la siguiente: ¿Es el Hombre un accidente biológico que se convirtió, o lo convirtieron, en una necesidad histórica del “Ser”? La pregunta queda moviéndose como un péndulo inmóvil sobre una pared de piedra.

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