Analicemos primeramente el vocablo, desde su etimología, para notar qué nos revela. Bien sabemos que “asombro” proviene del latín “amiratio”, entendido como admiración en cuanto que “ad” se refiere a la dirección hacia la que se dirige la “miratio”, mirada u observación. En esta acepción, se trataría de la mirada que se dirige hacia lo que causa perplejidad. Pero como podemos notar, no es suficiente para comprender la importancia del concepto, en tanto que el prefijo “ab-a” se refiere a la acción de “sacar de”, acompañada del “sub” (lo que está debajo) de las sombras (“umbra”). Asombrarse entonces es ser capaces de dirigir la mirada hacia aquello que subyace en la oscuridad mediante la exposición de alguna cualidad que se ignoraba o pasaba desapercibida.

Bien sabemos que en filosofía el asombro ocupa un lugar central, puesto que se trata de una actitud fundamental que habilita la reflexión y la búsqueda de la verdad mediante el conocimiento racional. Conjuntamente con la etimología previamente descrita, en filosofía se suele asociar al asombro con metáforas de un despertar de nuestra conciencia, para intentar comprender el mundo que nos rodea y nuestra existencia.

En el caso de Platón, específicamente en su diálogo “Teeteto” consideró al “thaumazein” (asombrase, admirarse, maravillarse)  como puntapié inicial del filosofar: cuando nos asombramos ante el mundo y sus fenómenos, comenzamos a cuestionar y a buscar explicaciones. Visto así, el asombro es representado como el deseo de conocer y comprender más allá de las apariencias sensibles y superficiales.

 Por su parte, Aristóteles iba a sostener algo similar, pero haciendo énfasis puntualmente en el aspecto que propicia el asombro: la incomprensión propia que se da cuando no entendemos lo que estamos observando. En su Metafísica, primer libro, capítulo 2 nos indicó que el asombro es un estado previo al filosofar, en tanto que surge a partir de la percepción de algún objeto o evento digno de ser cuestionado. Como podemos apreciar, el rol que ocupa la percepción en el proceso de reflexión es fundamental: la “perceptio” no se limita al acto de observar algo en concreto de manera sensible, sino que implica también el enfoque que nos permite capturar algo a través de una mirada direccionada por la intriga propia del pensamiento.

También Kant argumentó sobre el asombro como reacción natural del sujeto cuando se topa ante lo desconocido o aquello cuya vastedad y complejidad requiera digna atención: sin duda lo considera un estado mental que nos induce a preguntar y buscar comprensión de aquello que percibimos. Ahora bien, es importante tener en cuenta que si bien es un comienzo, el conocimiento apropiado sólo es posible mediante la razón y la crítica de nuestras percepciones: el asombro sólo es un chispazo que requiere de un proceso sistemático de análisis y reflexión posterior para lograr un conocimiento digno. No alcanza con esa reacción inicial, siempre será necesario aplicar los principios de la razón sobre nuestras experiencias sensoriales para poner en funcionamiento la construcción de todo conocimiento.

Posteriormente Kierkegaard relacionará el asombro a la experiencia de la angustia existencial en cuanto que el asombro habilita la posibilidad de enfrentarnos la noción de libertar y responsabilidad personal: nos asombramos ante la capacidad de elección de decisiones en la vida, lo que implicaría necesariamente tomar una posición moral ante la conciencia de la inescapable finitud. En otras palabras, cuando Kierkegaard sostiene que la angustia es el vértigo de la libertad, nos está indicando que dicho “vértigo” es un tipo de asombro producido como respuesta emocional ante la conciencia de libertad para poder decidir.

Heidegger consideró que el asombro (“erstaunen”) es una experiencia fundamental que nos conecta con una comprensión más profunda de nuestro ser y del mundo en el que hemos sido arrojados. Evidentemente, se trata de una exploración de la existencia humana y de una búsqueda de comprensión del ser-ahí. Desde su punto de vista, el asombró se produciría solamente cuando reflexionamos sobre nuestra existencia, al darnos cuenta de su extrañeza y perplejidad fruto del hecho de tener que vivir, sabiendo que vamos a morir: este asombro nos llevaría a cuestionar todas nuestras presuposiciones y creencias sobre aquello que solemos dar por sentado en la cotidianidad. Sólo mediante el asombro podemos romper con la inautenticidad propia de una rutina fatigosa para dar inicio al pensar. Está claro que, según el alemán, sin asombro no hay chance alguna de autenticidad existencial, justamente porque es ese estado mental el que habilita el camino hacia una comprensión del lugar que ocupamos en el mundo: la clave aquí es no perderlo, mantener prendida la llama del asombro que posibilita el pensar.

Ahora bien, si tuviésemos que buscar la imagen perfecta que caracterice al asombro en su totalidad, debemos acudir a los niños pequeños y su relación con el “mundo nuevo” que los rodea: inmediatamente se manifiesta la característica curiosidad innata que poseen y su deseo permanente de experimentar y descubrir más y más. Nuestros infantes son realmente fantásticos para hacer preguntas complejas y difíciles de responder, puesto que su afán de conocimiento aún no ha sido socavado por las formalidades propias de un sistema educativo alienante, normalizante y estandarizado. Los chicos son los portadores del asombro filosófico por excelencia, justamente porque no portan el temor a dudar que se les inculque paulatinamente a lo largo de su desarrollo de crecimiento físico e intelectual.

Sobre la importancia de mantener una actitud cognitiva abierta al mundo, el astrónomo, astrofísico, cosmólogo, astrobiólogo, escritor (y muchas cosas más), Carl Sagan (1934-1996) sostuvo que los niños pequeños tienen una capacidad enorme y notable para aprender ya que siempre están entusiasmados o “intelectualmente con los ojos abiertos”, haciendo preguntas extremadamente inteligentes sobre el mundo. Ese “entusiasmo”, que como dijimos antes, aún no ha sido masacrado por una crianza que atenta contra el pensamiento crítico, lejos de ser castigado y reprimido por el tabú que produce la verdadera libertad de un ser humano que se digna a pensar por su cuenta, en teoría debiera ser conducido, propiciado, educado y promovido (sin confundirlo, obviamente, con incentivos de pedagogías supuestamente propiciadoras de métodos “innovadores”, que lo único que logran es evitar el razonamiento profundo para quedarse en la estética de las formas, y nunca en la comprensión del contenido).

Para dar cuenta de ello, Sagan nos dará un ejemplo bastante sencillo: cuando un infante interroga “¿por qué el pasto el verde?”, o “¿por qué el cielo es azul?”, generalmente sus padres, tutores, docentes o cualquier adulto a cargo de su cuidado respondería vulgarmente con un “no hagas preguntas tontas”, “¿a quién le importa eso?”, “eso no es importante”, etc. Evidentemente, se naturaliza la desatención intelectual del niño al responder salvajemente de esa manera, puesto que no existen preguntas estúpidas, y mucho menos las que provienen de los niños, puesto que en ellos no existe el deseo de querer parecer cultos, sino que realmente desean saber las causas de las cosas y sus consecuencias últimas. Qué distinto sería si, en vez de aniquilar el espacio de la reflexión que habilitan los chicos, podamos incentivarlos a seguir cuestionando, buscando respuestas permanentemente mediante el razonamiento, la argumentación y la experimentación, a los fines prácticos de evitar que nuestros hijos lleguen a la conclusión de que usar la mente es algo malo o perjudicial.

Hume quiso darnos esperanza, en su espíritu moderno de confianza plena en el progreso de la razón, al sostener que tenemos cierta propensión “habitual” hacia lo maravilloso, y aunque dicha propensión pueda ser frenada “por el saber y el sentido común”, confiaba en que no puede extirparse de manera definitiva de nuestra naturaleza. Pues, lo siento David, si bien es cierto que no se puede eliminar, puede atenuarse a niveles asquerosamente violentos y direccionarse hacia lugares bastante oscuros.

No es casual que veamos a nuestros adolescentes con una actitud totalmente apática y abúlica respecto al conocimiento: los hemos engañado rotundamente en un proceso inicial, en el cual les enseñamos a caminar y hablar, luego los incentivamos a dialogar para terminar callándolos y mandándolos a sentarse cuando nos resulta “molesta” su intervención. ¿Suena perverso no? Pues bien, a eso nos hemos dedicado por siglos, para que nuestros jóvenes eviten ser seres pensantes libres y opten por ser clientes fidedignos del culto al consumo que jamás se preguntará siquiera una vez un simple “¿por qué?”. Vemos a diario cómo ese fuego se va extinguiendo, generando seres humanos deshumanizados, antipáticos, patéticamente vulgares y extremadamente crueles (nuestros actuales y futuros gobernantes gozan de todas esas características). Así estamos…

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